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Opinión del Lector

Alergias, perfumes y promesas

Nadia Lihuel

Por Nadia Lihuel

Cuenta la leyenda, cuya veracidad es irrelevante a los fines de este texto y por eso daremos por cierta, que Domingo Faustino Sarmiento fue quien introdujo estos árboles en los principales nodos urbanos de aquella patria que miraba a Europa en busca de un norte que guiara sus ambiciones culturales de país apenas afianzado, a este lado del Atlántico. Y es que a los ojos del Padre de la Escuela, este monstruo capaz de superar los cincuenta metros y escupir munición pesada de alérgenos, traía el lustre que brinda la mismísima cuna de la civilización occidental: ya desde el vamos, el Platanus orientalis no debe su nombre al banano silvestre y tropical de fruto amarillo y formas obscenas, sino que deriva de la voz griega platýs que significa 'ancho', en referencia al tamaño de las ramas y hojas de la planta. El propio Platón supone que bajo los plátanos del Paseo de la Academia de Atenas, plantados por Cimón más de cuatrocientos años antes de Cristo, el viejo Sócrates conversó con Cicerón y Phedro. Quién sabe si alguno de esos ejemplares sigue todavía entre nosotros; se dice que algunos alcanzan los cuatro mil años de vida. Cuatro milenios de daño respiratorio, ocular y epidérmico infligido a generaciones y generaciones de homínidos que supieron construir imperios y verlos caer ante otros más grandes que, a su vez, también sucumbirían. Igual de cruel con los estudiantes de Banfield, que hemos visto avanzar sobre nosotros la nube letal de pelusa cada vez que un viento nos agarraba desprevenidos en esos días de octubre que amanecían fríos tras una tormenta. Con los cúmulos de pelitos aplacados por el agua en las veredas, uno andaba confiado. Pero entrada la tarde, con el sol y el paso de los transeúntes, volvía la amenaza y una ráfaga inesperada nos lanzaba el polvillo directo a la cara, a traición.

Un respiro, valga la ironía, que podía regalarnos la mezcla de antialérgicos y lluvia, era el perfume sutil pero encantador de los paraísos. Ese árbol anodino de hojitas pequeñas y frutos redondos, amarillos y pegajosos, es capaz de extasiar con su perfume a las narinas atentas. E incluso a las desprevenidas, si es que coinciden varios en la misma cuadra y acaso los plátanos no acechan. Ya no europeo, el paraíso es nativo de los Himalayas y se popularizó en la segunda mitad del siglo XIX por su crecimiento rápido y la perforación natural de sus semillas, con las que se fabricaban rosarios. Recordatorio terrenal para el creyente y metáfora perfumada para el enamoradizo.

Las primaveras y los estudiantes, sobre todo los sensibles a las alergias, tienen su propia danza, sus tironeos y romances pero también sus victorias y es que en este convivir botánico-estudiantil, hay un tercer árbol esencial en la vida del adolescente. Además del plátano, bendición de los fabricantes de antihistamínicos, y el romántico paraíso, capaz de ambientar el chichoneo febril entre compañeros de clase, hay en las veredas de Banfield, y las de Lomas, Temperley y Adrogué, un árbol de otra naturaleza y florecimiento posterior. Con los calores de noviembre y la vestimenta liviana llegan los olores corporales, las hormonas revueltas, los apuros para cerrar materias y, con un poco de suerte, promocionar sin finales. Es ahí cuando aparece, triunfal, el aplomo de los tilos.

Europeísimo, el tilo tiene una flor de aroma embriagador y fresco que llegaba sobre la hora para hacernos una promesa: si hacíamos el esfuerzo, ahí, a la vuelta de la esquina, nos esperaba el verano, las vacaciones y, por fin, tres meses de descanso.

Sólo los estudiantes del barrio conocemos la promesa de la que son capaces los tilos.

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