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Opinión del Lector

Antes era Colón, ahora Julio A. Roca: una opinión en torno al debate sobre quitar estatuas

Javier Alejandro Rodríguez

Por Javier Alejandro Rodríguez

Por qué no tiene sentido quitar las estatuas del hombre que lideró las Campañas del Desierto y provocó un genocidio entre los pueblos nativos que habitaban el territorio de la actual Argentina.

Hasta hace unos años, el nuevo relato, impregnado de reivindicaciones indigenistas, parecía ensañado con Cristóbal Colón, quien con su desembarco en octubre de 1492 en el nuevo mundo se convirtió en la personificación del plan de la corona española: diezmar a los pueblos originarios que habitaban estas tierras. Pero ¿para qué apuntar contra un genovés si tenemos un connacional, el tucumano Julio Argentino Roca?

Nacido en Tucumán el 17 de julio de 1843, demostró su inteligencia a edad temprana, cuando gobernaba el país Domingo Sarmiento, quien supo ver en el joven coronel las virtudes de la conducción militar.

Pero Roca no necesita que lo defendamos; su sola presencia en la historia nacional lo defiende. El intendente de Bariloche decidió retirar la estatua ecuestre de Roca del Centro Cívico de esa ciudad por ser motivo de malestar ante los ojos de los pueblos originarios que –horrorizados– ven que le rendimos homenaje a quien ellos consideran uno de los más sangrientos genocidas de la historia.

Tampoco necesita Roca estatuas, porque su sola mención nos remite inevitablemente a los albores de nuestra nacionalidad.

EL ERROR DE IGNORAR EL PASADO

La Historia, como cualquiera de las ciencias sociales, está sujeta a la hermenéutica, esto es, a la interpretación. Pero sea como se interprete un hecho determinado del pasado, lo que no se puede es ignorarlo. Ni los bolcheviques, que arrasaron con todo en 1917, derribaron la estatua del zar Pedro el Grande, erigida en San Petersburgo.

Carece de sentido negar que la edificación del Estado Nacional, como estructura jurídica, negaba la existencia de dos cosas: los caudillos locales que se enfrentaron a Buenos Aires en la lucha por esa edificación y los pueblos originarios.

La Campaña del Desierto, desarrollada por Roca entre 1878 y 1885, no fue lo último en materia de exterminio. Radicales y peronistas en el siglo 20 hicieron lo suyo.

Hasta hace unos años, el nuevo relato, impregnado de reivindicaciones indigenistas, parecía ensañado con Cristóbal Colón, quien con su desembarco en octubre de 1492 en el nuevo mundo se convirtió en la personificación del plan de la corona española: diezmar a los pueblos originarios que habitaban estas tierras. Pero ¿para qué apuntar contra un genovés si tenemos un connacional, el tucumano Julio Argentino Roca?

Polémica en Bariloche: removerán la estatua de Julio A. Roca del Centro Cívico

Nacido en Tucumán el 17 de julio de 1843, demostró su inteligencia a edad temprana, cuando gobernaba el país Domingo Sarmiento, quien supo ver en el joven coronel las virtudes de la conducción militar.

Pero Roca no necesita que lo defendamos; su sola presencia en la historia nacional lo defiende. El intendente de Bariloche decidió retirar la estatua ecuestre de Roca del Centro Cívico de esa ciudad por ser motivo de malestar ante los ojos de los pueblos originarios que –horrorizados– ven que le rendimos homenaje a quien ellos consideran uno de los más sangrientos genocidas de la historia.

Tampoco necesita Roca estatuas, porque su sola mención nos remite inevitablemente a los albores de nuestra nacionalidad.

EL ERROR DE IGNORAR EL PASADO

La Historia, como cualquiera de las ciencias sociales, está sujeta a la hermenéutica, esto es, a la interpretación. Pero sea como se interprete un hecho determinado del pasado, lo que no se puede es ignorarlo. Ni los bolcheviques, que arrasaron con todo en 1917, derribaron la estatua del zar Pedro el Grande, erigida en San Petersburgo.

Carece de sentido negar que la edificación del Estado Nacional, como estructura jurídica, negaba la existencia de dos cosas: los caudillos locales que se enfrentaron a Buenos Aires en la lucha por esa edificación y los pueblos originarios.

La Campaña del Desierto, desarrollada por Roca entre 1878 y 1885, no fue lo último en materia de exterminio. Radicales y peronistas en el siglo 20 hicieron lo suyo.

La Masacre de Napalpí fue una matanza cometida por tropas de la Policía Nacional de Territorios de la Argentina en 1924, cuando gobernaba Marcelo T. de Alvear. Allí resultaron asesinadas entre 500 y mil personas pertenecientes a los pueblos Qom y Mocoví-Moqoit, en cercanías de la reducción aborigen Napalpí, en el entonces territorio nacional del Chaco.

Le sumemos la Masacre de Rincón Bomba, perpetrada en octubre de 1947, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, contra la nación pilagá, en Formosa, con un saldo de casi mil indígenas muertos a manos de Gendarmería y de Fuerza Aérea.

Hasta hace unos años, el nuevo relato, impregnado de reivindicaciones indigenistas, parecía ensañado con Cristóbal Colón, quien con su desembarco en octubre de 1492 en el nuevo mundo se convirtió en la personificación del plan de la corona española: diezmar a los pueblos originarios que habitaban estas tierras. Pero ¿para qué apuntar contra un genovés si tenemos un connacional, el tucumano Julio Argentino Roca?

Polémica en Bariloche: removerán la estatua de Julio A. Roca del Centro Cívico

Nacido en Tucumán el 17 de julio de 1843, demostró su inteligencia a edad temprana, cuando gobernaba el país Domingo Sarmiento, quien supo ver en el joven coronel las virtudes de la conducción militar.

Pero Roca no necesita que lo defendamos; su sola presencia en la historia nacional lo defiende. El intendente de Bariloche decidió retirar la estatua ecuestre de Roca del Centro Cívico de esa ciudad por ser motivo de malestar ante los ojos de los pueblos originarios que –horrorizados– ven que le rendimos homenaje a quien ellos consideran uno de los más sangrientos genocidas de la historia.

Tampoco necesita Roca estatuas, porque su sola mención nos remite inevitablemente a los albores de nuestra nacionalidad.

EL ERROR DE IGNORAR EL PASADO

La Historia, como cualquiera de las ciencias sociales, está sujeta a la hermenéutica, esto es, a la interpretación. Pero sea como se interprete un hecho determinado del pasado, lo que no se puede es ignorarlo. Ni los bolcheviques, que arrasaron con todo en 1917, derribaron la estatua del zar Pedro el Grande, erigida en San Petersburgo.

Carece de sentido negar que la edificación del Estado Nacional, como estructura jurídica, negaba la existencia de dos cosas: los caudillos locales que se enfrentaron a Buenos Aires en la lucha por esa edificación y los pueblos originarios.

La Campaña del Desierto, desarrollada por Roca entre 1878 y 1885, no fue lo último en materia de exterminio. Radicales y peronistas en el siglo 20 hicieron lo suyo.

La Masacre de Napalpí fue una matanza cometida por tropas de la Policía Nacional de Territorios de la Argentina en 1924, cuando gobernaba Marcelo T. de Alvear. Allí resultaron asesinadas entre 500 y mil personas pertenecientes a los pueblos Qom y Mocoví-Moqoit, en cercanías de la reducción aborigen Napalpí, en el entonces territorio nacional del Chaco.

Le sumemos la Masacre de Rincón Bomba, perpetrada en octubre de 1947, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, contra la nación pilagá, en Formosa, con un saldo de casi mil indígenas muertos a manos de Gendarmería y de Fuerza Aérea.

Juicio por la masacre de Napalpí

¿Qué hacemos entonces? ¿Bajamos los honores a Alvear y al líder argentino más importante del siglo 20, Juan Domingo Perón?

No importa la explicación que radicales y peronistas den sobre esas espantosas masacres, lo importante es comprender que nuestro país se formó así: mediante el exterminio de grupos étnicos, masacrando, matando, expulsando a pueblos originarios en todo el país, en el norte, sur, este y oeste.

Roca es sólo uno más de los que veían al indígena como un factor de retroceso cultural, como una piedra en el camino del progreso. Y aunque fue el formador del Estado moderno, el hombre que definió lo que es hoy la Argentina, ese era su pensamiento y el de muchos otros.

Aunque saquemos sus estatuas –deberían quedar, porque nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos–, lo importante es que hoy entendemos que no es matando a pueblos originarios como se construye, aunque así lo hayamos hecho en el pasado.

No derribemos estatuas: cambiemos nuestra mente. Eso es progreso.

* Profesor de Historia

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