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Opinión del Lector

Caquín

Juanjo Lakonich

Por Juanjo Lakonich

Jugábamos mucho más y mirábamos menos, éramos más protagonistas que espectadores. Estábamos horas pateando la pelota, solos contra una pared, o tirando penales en las veredas con algún vecino, o prendidos en interminables picados en la calle o en un potrero. Con una pelota de goma o de cuero, la mayoría de los varones éramos inmensamente felices. Y no había nada mejor en el mundo que soñar ser jugador de fútbol con las camisetas de nuestros clubes puestas, porque los ídolos jugaban durante años en los mismos equipos, y casi nadie se iba a Europa o a Miami. Ninguno era hincha de la selección antes del mundial 78 y lo más grande era imaginarse metiendo un gol con su club, en mi caso, en la Bombonera repleta. Siempre tuvo mucho peso el fútbol, principalmente en los sectores populares. No disponíamos imágenes al alcance de un click, con nuestra frondosa imaginación nos sobraba. Y a falta de pasión mediatizada, pesaban mucho más los mandatos familiares.

De chico, cuentan, fui objeto de disputa entre mi padre, hincha de Boca y mi abuelo materno, simpatizante del rojo de Avellaneda, equipo al que también alentaba mi madre aunque tibiamente, porque en aquella época el fútbol era solo cosa de hombres. Me contaron que luego de alguna discusión subida de tono, mi padre hizo valer su natural derecho de cuadro, y todos aceptaron que yo sería bostero, aunque en esa época los xeneizes todavía no habíamos asumido ese estigma para convertirlo en emblema. Cuando llegó al mundo mi hermano menor, mi padre ya no estaba tan firme en sus exigencias y dejó que lo hicieran de Independiente. Por eso, tengo algo de simpatía por el club que hizo una bandera del juego exquisito, el primer múltiple campeón de América. Y cuando fui adolescente, convalidé el mandato paterno tomando concientemente los votos de ser hincha de Boca durante toda mi vida.

A partir de los siete años dejé mi Quilmes natal y nos fuimos a vivir a San Bernardo, lo que trajo algunas modificaciones en mi pasión. En La Costa no había televisión y lo jugábamos más que nunca. Como vivíamos a media cuadra de la playa, en el verano pasábamos tardes enteras con mi hermano haciendo un “cabeza a cabeza” en la arena seca, y cuando crecimos un poco más, al ponerse el sol, nos prendíamos en picados improvisados sobre la arena mojada con el límite creciente de las olas empujadas por la marea.

Nos nutríamos religiosamente de El Gráfico cada día martes, y los domingos yo escuchaba todos los partidos por la radio, porque aunque no me crean se jugaba toda la fecha en el mismo día y a la misma hora, salvo uno que se jugaba el viernes a la noche. Era un maravilloso ritual imaginar los partidos a través de la voz del Gordo Muñoz y de otros relatores que seguían la campaña de Boca. Y vibraba con el sorpresivo grito de gol que llegaba de otras canchas. Como anécdota, me acuerdo que durante algún tiempo me pregunté cómo era posible que un futbolista jugara en varios equipos a la vez, se llamaba algo así como “Elesférico”.

Quizás por la lejanía de Buenos Aires y las ocupaciones laborales, mi padre nunca me llevó a ver a Boca. Él había ido asiduamente cuando era soltero, pero luego nunca más; no saben cuánto me hubiera gustado entrar de su mano a la Bombonera. Mi tío Víctor, tachero y después camionero que vivía en un conventillo del Dock Sud y que también había contribuido para hacerme de Boca regalándome un hermoso cuadro pintado al óleo de un payaso bostero que conservo como si fuera una obra de arte valiosa, tampoco me llevó, y eso que había sido socio del club.

Quien sí me llevó una o dos veces de niño y algunas más de adolescente fue mi tío José, hermano de mi mamá, que era del rojo como ella y lo sigue siendo. Juro que lo he visto gritar los goles con un entusiasmo que iba más allá de la conveniencia de nuestra seguridad. Por eso aún sigo creyendo que es un bostero no asumido. Gracias a él pude ver el partido de festejo por el campeonato del 76 donde el Loco Gatti jugó el segundo tiempo de nueve, y el increíble 3 a 0 con el Diego revolcando a Fillol y a Tarantini luego de matar la pelota con el pecho en el área chica en una noche oscura y lluviosa que me dejó unas anginas machazas. Recuerdo que en verdad no llegué a ver el gol porque me sepultó una avalancha que gritaba desaforadamente encima mío.

Pocos meses antes, en una calurosa tarde del mes de febrero había escuchado en la radio por primera vez el mágico relato de Víctor Hugo coincidiendo con el debut de Maradona en Boca. Y de él se nutrió mi fantasía en los años que siguieron.

No regresé a la Bombonera hasta once años después, cuando volvimos a campeonar con ese sospechoso gol, donde los tucumanos se apartaban para que Benetti pudiera empatar y tuviera sus segundos de gloria llegando al cielo trepándose al alambrado.

Después solo fui algunas veces más. Puedo destacar la vuelta del Diego con el mechón amarillo en el pelo. Y alguna más disfrutando a Riquelme y a Palermo. No fueron tantas, pero no me quejo. Vivir en La Costa o en Mar del Plata en aquellas épocas no propiciaba viajes tan seguidos, y menos para un joven que estaba estudiando y al que no le sobraba el dinero. Si me hubiera quedado en Quilmes, seguramente mi relación con Boca y el fútbol sería un tanto distinta.

A esta altura del presente relato, alguno se habrá preguntado por el título. Y seguramente rumbeó hacia un sentido escatológico, era bastante conocido el gesto de taparse la nariz de los hinchas rivales cuando antes podían asistir a la Bombonera. Pero se equivocan. La historia familiar cuenta que la tercera palabra que logré pronunciar, después de mamá y papá, fue Caquín. Escrita de ese modo, ninguno de ustedes logrará reconocer en ella el nombre del histórico capitán boquense durante los años 60, Antonio Ubaldo Rattín. En esa época, se trataba del máximo héroe nacional luego del desafío a la reina inglesa en el mítico estadio de Wembley vistiendo la casaca nacional.

Ahora me doy cuenta que quizás ahí esté la primera marca antiimperialista, que después me llevó hacia otros compromisos políticos. Y que se me mezcló con la azul y oro, porque el flaco, alto y fibroso número cinco vistió únicamente la camiseta de Boca durante catorce años. Y todo cerró cuando de más grande supe que la 12 fue la primera hinchada que cantó la marcha peronista en una cancha cuando estaba prohibido incluso nombrar al General. Aunque tiempo después, la cosa cambió bastante con algunas administraciones del club que privilegiaron los negocios o que lo usaron como catapulta personal para otros destinos que poco tenían que ver con lo auténticamente popular que nos caracteriza.

Eso último me fue distanciando un poco, hace unos diez años que no voy a la Bombonera. Con el tiempo, las pasiones se atemperan o se pierde algo de credulidad. Mi amigo Vito Amalfitano, quien comenta los partidos en el canal oficial del club, me ha contado que la actual administración está recuperando la parte social del club y que este es un bastión importante para que no siga avanzando la tendencia privatizadora en el fútbol, y me ha invitado a volver a la cancha. Ya estoy buscando alguna vieja camiseta en el fondo del armario para acompañarlo.

Lo único cierto en este lío es que seguiré siendo bostero hasta el último segundo de vida, porque la marca paterna permanecerá inalterable. Como seguramente le pasa a muchos, independientemente de cual sea el club de sus amores.

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