Por Gerardo Szalkowicz
Cuba volvió a estar en el ojo del huracán, como cíclicamente hace 62 años, y la maquinaria mediática mundial acompañada por una mega-ingeniería de bots desplegó toda su artillería inundando pantallas y confundiendo subjetividades. De este lado de la mecha predominó la defensa acrítica de la revolución, que además de inexacta resulta ineficaz en la disputa de sentido. ¿Hay margen para defender a Cuba en esta guerra no convencional sin caer en pensamientos binarios y conclusiones lineales?
Cualquier mirada sobre la isla que se pretenda honesta debe partir del omnipresente bloqueo impuesto en 1962, sostenido por todos los inquilinos de la Casa Blanca y ampliado por Trump con 243 nuevas sanciones en medio de la pandemia. Con Biden, por ahora, nada nuevo bajo el sol. El bloqueo no es abstracto ni discursivo: restringe por ejemplo el ingreso de alimentos e insumos básicos como medicamentos, jeringas o respiradores. Los daños acumulados en seis décadas ascienden a 144 mil millones de dólares.
Desde 1992, cada año la Asamblea de la ONU vota una resolución casi unánime condenando el bloqueo; en junio pasado, 184 países pidieron ponerle fin y otra vez sólo se opusieron Estados Unidos e Israel. Dimensionemos esto: nunca en la historia de la humanidad una superpotencia económica y militar agredió a un país pequeño por tanto tiempo y con tanta virulencia.
Sólo un puñado de líderes de la región pusieron en primer plano este innegable condicionamiento de la realidad cubana: Lula da Silva, Alberto Fernández, Nicolás Maduro, Evo Morales, el futuro presidente peruano Pedro Castillo y el mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien sintetizó: “Si se quisiera ayudar a Cuba, lo primero que se debería hacer es suspender el bloqueo”.
Dicho esto, vamos a lo novedoso que explotó el 11 de julio. Las protestas de ese día reclamaron por el desabastecimiento, los precios de los alimentos, la falta de medicinas y los cortes de energía. El escenario mediático se había cocinado desde el extranjero con un ejército de trolls que posicionaron la campaña #SOSCuba (operación probada por Julián Macías Tovar en su cuenta de Twitter). Germinó así una jornada inédita sólo comparable al “Maleconazo” de 1994. Inédito también fue el grado de violencia de algunos grupos de manifestantes así como la respuesta policial, las detenciones arbitrarias y el apagón digital.
La heterogeneidad de los sectores movilizados dificulta la caracterización a 6.900 km de distancia. Dice la revista cubana La Tizza: “Los que salieron a protestar eran pueblo, esa parte del pueblo que ha sido más desfavorecida con el inevitable aumento de la desigualdad social. Este sector fue activado por la agenda política de la contrarrevolución. Hubo espontaneidad pero también hubo una operación política y de inteligencia”.
Hace tiempo venían madurando las condiciones para que pasara algo así. El proceso de reformas económicas iniciado en 2011 viene demasiado lento e ineficiente, y durante la pandemia se agravó la crisis por el desplome del turismo y el recrudecimiento del bloqueo. La unificación monetaria de este año derivó en una devaluación-inflación que agudizó el desgaste, generando un escenario similar al “período especial” de los ´90.
En los últimos años emergieron algunos grupos opositores como el Movimiento San Isidro, artistas y youtubers con cierta incidencia a partir de la masificación del internet móvil en 2018. Es indudable que hay un caldo de cultivo fogoneado y financiado desde Washington y Miami, como también que hay un sector de la población, sobre todo en la juventud, que salió a las calles a expresar genuinamente un descontento acumulado. Hace agua entonces la narrativa oficial del “son todos mercenarios pro-yanquis” que menosprecia el malestar ciudadano; el “golpe blando” es real pero no explica toda la película.
El asunto se complejiza por la descomunal sobredimensión y distorsión de los hechos en la prensa internacional, con un torbellino de noticias falsas y fotos manipuladas (imágenes de Egipto o de marchas oficialistas haciéndolas pasar por opositoras). Y con toda la derecha mundial bombardeando hipocresía. Llegaron al colmo tipos como Mauricio Macri predicando sobre “libertad y democracia” luego de revelarse que apoyó con armamento el golpe de Estado en Bolivia, o comunicados como el del gobierno colombiano pidiendo “respetar el derecho a la protesta” tras un tendal de 74 manifestantes asesinados en dos meses.
El escenario abierto el 11-J evidencia la necesidad de una revisión profunda. El escritor cubano Leonardo Padura describe el momento como “resultado de la desesperación de una larga crisis económica y sanitaria pero también de una crisis de confianza y de pérdida de expectativas. Una crisis que requiere respuestas no solo de índole material sino también de carácter político”. El gobierno enfrenta el desafío de encontrar soluciones inmediatas con tanto viento en contra pero sobre todo de proyectar una renovación política más pluralista que corrija anacronismos. De tener sentido del momento histórico para, como pregonaba Fidel, “cambiar lo que deba ser cambiado”.
Cuba siempre genera pasiones encontradas. Por haber elegido un camino de soberanía. Por ser bastión de resistencia y alternativa al capitalismo. Por eso desde hace seis décadas EE.UU. se obsesiona en asfixiarla y destruir su revolución. Una revolución que deberá reinventarse pero a partir del rumbo que decidan las cubanas y cubanos, sin bloqueos criminales ni injerencia extranjera.
Gerardo Szalkowicz es editor de NODAL. Autor del libro “América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista”. Conduce el programa radial “Al sur del Río Bravo”.