Por David McKitterick
Las siguientes páginas examinan dos aspectos esenciales que conforman el trasfondo de esta revolución de la impresión. Al hacerlo, me concentro, no en los libros nuevos y en el modo en que se escribieron, tipografiaron, imprimieron, encuadernaron y vendieron, sino en la presencia mucho más importante de los libros antiguos entre vendedores, lectores y otros formadores de opinión, ya fueran libros comunes de segunda mano o que adquirieron algún valor financiero, histórico, académico o estético. Se trata de un tema de cierta importancia actual, relevante para establecer qué elegimos conservar y descartar en un mundo en el que cada vez son más comunes las versiones digitales de objetos materiales; para saber qué elegimos leer en pantalla, qué esperamos encontrar preservado en bibliotecas y para saber cómo hacer esas elecciones, es decir, si lo hacemos basándonos en un conocimiento pensado con meticulosidad o en base al descuido, la ignorancia o el vandalismo. Estas preguntas son relevantes en torno a las formas en las que decidimos preservar la memoria, a cuánto deberíamos esperar enseñar sobre el pasado y/o ayudar a otros a entender las razones por las que vale la pena invertir energía, tiempo, dinero y otros recursos en algo que, en apariencia, parece demasiado fácil de recrear a través de un medio que no es ni papel, ni cuero, ni tela.
Esto forma parte de una segunda investigación mucho más extensa: ¿cómo se construyen los cánones de conocimiento, de lectura, de gusto y de valores? Estas preguntas son tan pertinentes hoy como lo eran antes cuando decidimos qué preservar en medios alternativos (fotográficos o digitales), qué priorizar en los programas de digitalización y cómo administrar el acceso a los originales de los materiales copiados en algún otro medio. Como fenómeno bibliófilo, bibliográfico y bibliotecario, la invención del concepto de libro raro tiene repercusiones no solo en lo que elegimos preservar sino también en cómo lo hacemos. El pasaje de papel a digital exige una comprensión de las razones por las que estamos en las condición bibliográfica actual. Es evidente que nuestros valores derivan de lo que recibimos del pasado en un proceso que ya es selectivo en cuanto a lo que ha sobrevivido y lo que no. Si queremos entender ese proceso entonces también debemos tratar de entender el proceso de formación de patrimonio. Por eso la impresión tiene un lugar central, siendo como es uno de los principales vehículos para traer el pasado al presente. Y por eso también es tan importante comprender la supervivencia y la valoración de los libros antiguos.
Es natural que tendamos a concentrarnos en el pasado, pero es peligroso buscar paralelos demasiado cercanos a nuestro propio tiempo. Si bien los medios que se utilizaban hace algunos años eran diferentes de nuestros entornos digitales actuales, en los últimos años hemos visto cómo se generaba una sobrecarga de información a velocidad alarmante e inconmensurablemente mayor que en los siglos XV y XVI. Todavía tenemos que aprender a combinar el mundo digital con el de papel de una forma que les permita colaborar entre sí, ya que ninguno de los dos ofrece las ventajas del otro. Así, el estudio y la comprensión de la historia de la rareza adquiere importancia inmediata para nuestro patrimonio no solo por lo que se valora en cada generación particular, sino porque los conceptos de rareza tienen influencia directa en lo que ha sobrevivido en el pasado, lo que puede sobrevivir hoy y, por lo tanto, en lo que entendemos por memoria humana. ¿Qué elegimos recordar en términos bibliográficos? ¿De qué manera elegimos hacerlo? ¿Cómo es que las bibliotecas también se convierten en lugares de olvido?
Fragmento del prólogo de La invención de los libros raros del especialista y bibliotecario David McKitterick que publicó recientemente la editorial Ampersand.