Por MARTIN ASTARITA
En agosto de 1973, el Congreso de la Nación sancionó la ley 20.530, disponiendo la restitución a Juan Domingo Perón de los bienes, honores y condecoraciones que le habían sido expropiados dos décadas antes, con el pretexto de la lucha contra la corrupción. El informante por la mayoría peronista, el senador José Humberto Martiarena, sostuvo que el proyecto apuntaba a “borrar los efectos de los tribunales del odio, constituidos después de 1955”. Hacía referencia, concretamente, a la Comisión Nacional de Investigaciones (decreto 479/55) y a la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial (decreto 5148/55), organismos creados con el fin de investigar presuntas irregularidades administrativas del gobierno peronista y evaluar el origen de los bienes de exfuncionarios públicos, ordenando su transferencia al patrimonio estatal en caso de comprobar ilícitos.
El odio, lejos de disiparse, volvió recargado. El período abierto por el gobierno de facto de 1976, en el marco del terrorismo de Estado que dejaría como saldo más trágico 30 mil desaparecidos, replicó, a mayor escala, la persecución a dirigentes políticos y sociales por supuestos delitos de corrupción. Para tal fin, la dictadura creó, en 1977, la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (CONAREPA), con una lógica similar a la de sus antecesores de 1955.
Es sabido que la CONAREPA invirtió la carga de la prueba: los acusados, una variopinta lista compuesta de políticos, sindicalistas y empresarios, quedaban obligados a justificar su patrimonio. De lo contrario, y como en 1955, el Estado se quedaba con sus bienes. También es fácil comprender los factores que permitieron esta violación a las más mínimas garantías procesales: la concentración del poder y la arbitrariedad institucional son atributos característicos -aunque no exclusivos- de los regímenes dictatoriales.
Menos conocidos son los fundamentos esbozados para justificar esta cruzada anticorrupción, que pueden rastrearse en los documentos y actas producidos por la propia CONAREPA. Destacamos, a modo de resumen, dos elementos. El primero es la pretensión por concebir su trabajo como parte de una misión histórica, iniciada con el golpe de 1955. Así, ante cada una de las objeciones planteadas por los acusados, la CONAREPA recurrió una y otra vez a la jurisprudencia de la Revolución Libertadora. El segundo elemento se refiere a los motivos por los que la CONAREPA decidía formular una acusación o, más precisamente, lo que sus integrantes denominaban “sospecha o presunción de ilicitud”. Las prácticas objetadas, “inmorales y ofensivas a las buenas costumbres, sin necesidad de que la ley lo dijese” (textual, Actas de la CONAREPA) eran tan amplias e imprecisas que, sin temor a exagerar y a la luz de la cantidad y diversidad de acusaciones formuladas, puede afirmarse que el factor determinante que unificó y sembró un manto de sospecha generalizado fue la relación directa o indirecta de los acusados con el gobierno depuesto.
De este modo, la CONAREPA aplicó una lógica fríamente deductiva. Calificado el gobierno peronista, in toto, como corrupto, sus dirigentes eran sospechosos (y estaban obligados a destruir esa sospecha), sin importar si su comportamiento se había ajustado o no a derecho. Emerge aquí lo que se denomina noción clásica de corrupción, asociada no al comportamiento individual de funcionarios públicos (como en la concepción actual) sino a la degeneración de un régimen político. No hay que forzar la imaginación suponiendo que los represores hayan leído a Aristóteles. La corrupción es un concepto multidimensional y cambiante, cuyos significados varían a lo largo del tiempo. El predominio de una noción, en un determinado momento, no implica necesariamente la desaparición por completo de otras nociones alternativas: al calor de las luchas políticas y en diferentes contextos, grupos políticos y sectores sociales pugnan por volver a ponerlas en vigencia, en consonancia con sus valores y creencias.
La asociación entre acusaciones de corrupción, odio y violencia política sugiere extender la mirada al año 1930. En efecto, el golpe militar que derrocó a Yrigoyen también creó comisiones investigadoras por supuestos delitos de corrupción del gobierno radical. Así lo describió el historiador Manuel Gálvez: “Lo odian (al gobierno de Yrigoyen) con un odio de clase, aunque no se den cuenta... Están convencidos de que, empezando por Yrigoyen, los radicales son ladrones y no se bañan”.
Las continuidades abundan. Por ejemplo, la recurrente obsesión, que atraviesa generaciones, por encontrar la ruta del dinero del régimen corrupto. En las actas de la CONAREPA, se informan los viajes a España de un delegado de la Comisión para encontrar la ruta del dinero “P”: inspecciona la residencia en Puerta de Hierro, hace gestiones ante la Embajada Argentina en Madrid y entabla contactos con residentes en la capital española, todo con el fin de obtener información sobre la vida y patrimonio de Perón y de su círculo de confianza.
En 1973, Alain Rouquié advirtió: “No existe un golpe de Estado digno de ese nombre sin denuncia de la corrupción desenfrenada de los medios gubernamentales”. Si el golpe de 1976 confirmó su tesis, hechos más recientes, ocurridos en democracia, invitan a reflexionar en sentido más amplio respecto de los vínculos entre corrupción y autoritarismo, concepto con más actualidad que el de dictadura y que habilita a pensar en las variadas formas en las que pueden erosionarse los regímenes democráticos, sin necesidad de recurrir a los golpes clásicos. Podemos afirmar también que algunos de los hilos que conectan las experiencias dictatoriales entre sí se extienden más acá en el tiempo.
Esta excursión histórica puede contribuir a entender el presente. El texto refleja lo señalado por el historiador alemán Jens Ivo Engels: las acusaciones de corrupción no siempre producen resultados benéficos. Lo aprendieron trágicamente los europeos, cuando en la primera mitad del siglo XX y en un contexto de posguerra y de crisis económica, varios regímenes parlamentarios se desmoronaron bajo incesantes denuncias de corrupción, dando lugar a la emergencia de experiencias como el fascismo y el nazismo. Al ser un concepto multidimensional y cambiante, la corrupción -y la anticorrupción- pueden articularse de maneras muy diversas, y emplearse para distintos propósitos. Las acusaciones indiscriminadas de corrupción contra una determinada fuerza política, hemos intentado mostrar aquí, suelen ser un caldo de cultivo para la instauración de discursos de odio y de violencia política, erosionando los cimientos mismos de la democracia. Habría que recordar, para concluir, que esta perniciosa trilogía -de corrupción, odio y violencia- tuvo a lo largo de nuestra historia un marcado carácter de clase y, en forma invariante, fue el preludio de programas económicos regresivos que perjudicaron a las mayorías populares.
* Martín Astarita es politólogo (UBA).