Por Luis Bruschtein
A las 12,40 del 16 de junio de 1955, el traidor a la patria y criminal de guerra, por ese entonces capitán de fragata Néstor Noriega, apretó el botón del bombardero NorthAmerican AT6. Dos bombas de demolición hicieron impacto en la cocina del primer piso de la Casa Rosada y mataron a dos ayudantes de cocina. Detrás comenzó una oleada de bombardeos sobre los civiles que circulaban en las inmediaciones de Plaza de Mayo. Cinco horas de bombardeos, catorce toneladas de bombas y ametrallamientos cayeron sobre la gente. En la última oleada, los aviones que huían hacia Uruguay ya no tenían bombas y dejaron caer sus tanques auxiliares de nafta para hacer más daño. El resultado fueron más de 350 muertos y 800 heridos, de los cuales cerca de cien personas quedaron mutiladas.
Una heroína olvidada: los traidores no pudieron tomar el aeropuerto de la séptima brigada aérea de Morón, donde estaba la mayoría de los Gloster Meteor, porque María Tolosa, empleada doméstica del teniente de navío Carlos Massera, hermano de Emilio, había informado sobre los planes de los golpistas.
Otro héroe poco reconocido: teniente de aviación Ernesto Adradas, quien enfrentó a los golpistas con su Gloster Meteor, haciendo huir a uno de ellos y derribando a otro. Adradas fue juzgado por los golpistas y dado de baja. Fue secuestrado y torturado por esa primera dictadura antiperonista, trabajó como remisero y comerciante hasta que pudo retomar su oficio e ingresó como piloto de Aerolíneas Argentinas. Tuvo a su cargo el Boeing que trajo a Perón de regreso de su exilio.
Adradas había sido leal a la Constitución y a su fuerza. En la historia de la aviación, era la primera vez que una ciudad era bombardeada por sus propios aviones de guerra. Un récord de la vergüenza que superó a Guernica y que años después sería copiado en el bombardeo a La Moneda, contra el gobierno democrático de Salvador Allende en Chile.
Mientras los asesinos eran recibidos como héroes en Montevideo, adonde habían pedido asilo, la Plaza de Mayo y sus adyacencias estaba regada de cadáveres despedazados de hombres, mujeres y niños. Decenas de automóviles y autobuses destripados e incendiados, restos humeantes de vehículos y edificios, heridos que pedían socorro a gritos mientras se desangraban y agonizaban, sirenas de ambulancias y actos de solidaridad entre las personas en la calle que se arriesgaban para ayudarlos.
Los nombres se repiten en esta historia de traiciones y asesinos. Nada es casualidad. Y de la misma forma se repite el olvido. En la primera plana de La Razón estaba la fotografía de la mayoría de los asesinos que pilotearon los bombarderos. Algunos fueron tragados por la historia, su única hazaña fue esa matanza de argentinos: capitanes De la Canal, Pérez, Gambier, tenientes Massera, Garavaglia, Sanguinetti, Kiernan, Orsi, García, McDougall, Miranda, Cano, Richmond, Kelly, Noya, Gentilini, Grondona, Pedroni y siguen los nombres que deberían estar grabados en el registro de criminales de guerra y traidores a la patria.
Los tres secretarios del jefe de la Armada fueron detenidos y luego liberados: Capitanes: Emilio Massera, (después golpista en el 76 y criminal de guerra contra sus compatriotas); Horacio Mayorga (relacionado 20 años después con los fusilamientos de Trelew) y Oscar Montes (jefe del GT3 de la ESMA durante la última dictadura). Los aviadores golpistas, --entre los que estaba Osvaldo Cacciatore, futuro intendente de facto de Buenos Aires--, fueron recibidos en Montevideo por quien sería una de las cabezas del golpe del 76 (el asesino y antisemita Carlos Guillermo Suárez Masón, excomandante del Primer Cuerpo de Ejército).
El bombardeo fue exaltado como un acto de heroísmo por los partidos políticos que lo impulsaron: un sector del radicalismo, el llamado socialismo democrático, los conservadores y un sector nacionalista católico. Los militares golpistas del '56 hicieron lo mismo hasta que tomaron consciencia de que esos bombardeos a la población civil de compatriotas no podían ser percibidos por nadie como un acto heroico. La memoria del bombardeo fue borrada rápidamente. Desaparecieron las fotografías y se silenciaron a los testigos. Durante 20 años, los medios del sistema no publicaron ni una sola fotografía de la masacre en Plaza de Mayo. Rápidamente se dieron cuenta de que los que habían aplaudido como héroes, habían cometido uno de los peores crímenes.
El bombardeo fue silenciado. Los nombres de los pilotos se perdieron en el olvido. Los diarios de ese día desaparecieron de los archivos. Pero los bombardeos persistieron en la transmisión oral, en los boletines de la resistencia peronista. El hecho era tan ominoso que se había convertido en un obstáculo para cualquier futuro en paz.
Como hicieron con los desaparecidos en la última dictadura, el silencio y el ocultamiento en el sistema público de información fue total. Y la fuerza de esa negación impactó hasta en las propias víctimas, los militantes peronistas, que terminaron por naturalizar el bombardeo como un hecho de guerra que debía ser respondido de la misma forma y dio comienzo la Resistencia Peronista.
La historia tiene una cualidad engañosa. Todos creen que se trata del pasado, pero está siempre enraizada en el presente. No hay forma de evitarla o reescribirla porque su protagonista no es el individuo aislado, sino la compleja trama de una cultura, el colectivo de una sociedad completa que la lleva en su génesis, que es con la que construye presentes. El bombardeo es recuerdo doloroso para algunos y vergonzoso para otros. La memoria es un terreno en disputa en el que algunos prefieren que se olvide pero el país siempre reclama memoria y justicia porque es el oxígeno que respira.