Dentro de las políticas del gobierno progresista de Gustavo Petro para el cuatrienio 2022-2026 se encuentra el logro de la “paz total” para Colombia, con lo cual se comprende un complejo proceso orientado a la superación definitiva de las condiciones que, por una parte, explican la persistencia de expresiones de la rebelión armada, es decir, de organizaciones de carácter político-militar que han desafiado al Estado en una larga confrontación armada.
Y, por la otra, buscan el “acogimiento” (según el actual lenguaje gubernamental) a la justicia estatal de estructuras de mercenarismo paramilitar y narcotraficante con funciones de contrainsurgencia y/o de protección de economías ilegales, asociadas principalmente con la industria corporativa transnacional del narcotráfico.
Se trata, sin duda, de un propósito noble y loable, que tuvo en la firma del Acuerdo de paz celebrado con la guerrilla de las FARC-EP el 24 de noviembre de 2016 un primer y muy significativo paso. Dicho acuerdo abrió nuevas condiciones de posibilidad para la regulación y el trámite de los conflictos inherentes al orden social capitalista vigente en el país a través de la vía exclusivamente política, evidenciadas entre tanto en la trayectoria asumida por el proceso político general. Tales condiciones resultaron insuficientes, dada la continuidad de otras organizaciones guerrilleras y de la violencia armada paramilitar sustentada en la criminalidad común del narcotráfico y la minería ilegal.
Luego del cuatrienio presidencial de Iván Duque (2018-2022), en el que se pretendió retrotraer al país a la política de la “seguridad democrática” y reconducirlo por el camino de la guerra, poner de nuevo en la agenda gubernamental la cuestión de la “solución política” con las guerrillas existentes es, sin duda, responder a una de las principales aspiraciones de las grandes mayorías de la sociedad colombiana que se manifestaron en la victoria electoral de Gustavo Petro del pasado 19 de junio el año en curso.
Ahora se trata de recuperar, rehacer y reconducir el “estado de cosas” como venían hasta 2018, que fue deteriorado y malogrado por las políticas del anterior gobierno.
Ese propósito comprende, primero, el compromiso de la “implementación integral” del Acuerdo de paz con las FARC-EP, quebrado por la simulación impuesta por el gobierno de Duque como parte de su pretensión de “hacerlo trizas”; segundo, exige retomar las conversaciones unilateralmente rotas el 18 de enero de 2019 con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), y tercero, hace necesario encontrar caminos con las llamadas disidencias de las FARC-EP y las FARC-EP/Segunda Marquetalia.
Esta última organización surgió con el retorno al alzamiento armado del Jefe de la Delegación de Paz de las FARC-EP en La Habana, Iván Márquez, de otros comandantes y de centenares de exintegrantes de esa extinta guerrilla, tras el entrampamiento al Acuerdo de paz urdido por la Fiscalía colombiana y la inteligencia estadounidense en cabeza de la DEA. Hecho que según manifestó el propio presidente Petro: “significaba que volvieran a las armas miles de personas”.
El nuevo gobierno ha manifestado su decisión y compromiso de implementar de manera integral el maltrecho Acuerdo de paz celebrado con las FARC-EP. Después del viaje a La Habana del Canciller colombiano y del Alto Comisionado para la Paz, el pasado 11 de agosto, y de la reunión sostenida por ellos con la delegación negociadora del ELN que se encuentra en Cuba, se ha anunciado la decisión de las partes de reiniciar las conversaciones de paz, previas una serie de gestiones que faciliten las condiciones para proceso.
El presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, reafirmó el compromiso de su gobierno con el proceso de paz de Colombia, la condición de Cuba como Garante del proceso con el ELN y ofreció su país como sede alterna de las conversaciones. Todo ello en presencia del Canciller colombiano, Álvaro Leyva; de Carlos Ruiz Massieu, representante especial del Secretario General de Naciones Unidas en Colombia; de Jon Otto Brodholt, enviado especial del Reino de Noruega; de Monseñor Héctor Fabio Henao, Delegado de la Conferencia Episcopal Colombiana para las Relaciones Iglesia-Estado; de Iván Danilo Rueda Rodríguez, Alto Comisionado para la Paz, y del congresista Iván Cepeda Castro, Presidente de la Comisión de Paz y Posconflicto del Senado de la República.
El Canciller colombiano, por su parte, en declaración a la opinión pública, expresó el rechazo del nuevo gobierno de Colombia a la calificación de Cuba como “patrocinadora de terrorismo con la que se ha pretendido desconocer su compromiso con la paz de Colombia y el mundo”. Se refería a la inclusión de Cuba, el 12 de enero de 2021, en la lista de “países patrocinadores del terrorismo”, la cual es elaborada por los Estados Unidos en forma unilateral y arbitraria.
De esa manera se buscó contribuir a “enderezar” una injusta decisión, derivada en buena medida de las gestiones adelantadas por el gobierno de Iván Duque para brindar argumentos (en realidad, pretextos) al gobierno de Trump para incorporar a Cuba en la lista.
La inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo
Tras el atentado del ELN a la Escuela de Policía General Santander, realizado el 14 de enero de 2019, el gobierno de Iván Duque decidió terminar unilateralmente las conversaciones con el ELN con sede La Habana. El 17 enero de 2019, el gobierno de Cuba expresó “sus condolencias al gobierno, al pueblo de Colombia y en particular a los familiares de las víctimas del atentado ocurrido hoy en Bogotá y (reiteró) el firme rechazo y condena de Cuba a todos los actos, métodos y prácticas terroristas en todas sus formas y manifestaciones, sean cuales fueren sus motivaciones”.
Una vez tuvo conocimiento de la autoría del ELN, el 21 de enero, el Canciller de país caribeño, Bruno Rodríguez, afirmó que Cuba está “en contra del terrorismo, de la guerra y en defensa de la paz”, que “al ser víctima de terrorismo de Estado por varias décadas condena todas la manifestaciones de ese tipo sin importar cuales sean sus motivaciones”, y que no permitirá que su territorio sea utilizado para “la organización de actos terroristas contra ningún Estado”.
Tras la ruptura de las conversaciones, y luego de la emisión de órdenes de captura contra 11 integrantes de la Delegación de paz del ELN, tras decisión judicial, el gobierno de Duque procedió a exigir al gobierno cubano la extradición de los “terroristas” que se encontraban en su territorio. Exigencia que fue recurrente durante el resto del mandato de Iván Duque, y ante la reiterada negativa, se señaló a Cuba de “albergar terroristas”.
Esa exigencia del entonces gobierno colombiano se hizo a pesar de conocer de la existencia de protocolos diseñados y acordados por las partes con atención estricta a las disposiciones del derecho internacional para la solución de conflictos armados internos, incluido el protocolo para el evento de la ruptura de las conversaciones. En la firma de los protocolos en mención, Cuba, junto con otros cuatro países (Noruega, Venezuela, Chile y Ecuador), fungió como Garante, según lo era para todo el proceso con el ELN.
Función que también desempeñó en el proceso de paz celebrado con las FARC-EP y continúa desempeñando en su hasta ahora (precaria) implementación; papel que ha cumplido por petición expresa del Estado colombiano.
El gobierno de Duque, con argumentación política y jurídica enrevesada, optó por desconocer los protocolos. El gobierno de Cuba, atendiendo su obligación de Garante y las normas del derecho internacional, decidió respetar los protocolos. Razón que le hacía imposible atender el requerimiento de extradición. En dicha postura de respeto fue acompañado por el otro país Garante del proceso con el ELN, el Reino de Noruega, que manifestó que “como facilitador y garante consecuente, Noruega debe cumplir con sus compromisos”.
Posición también sostenida por varios países de la comunidad internacional. Tras la primera negativa de Cuba al requerimiento del gobierno de Colombia, siguió una labor de zapa, propia de los “peones de brega”, que su reconocido agente, el Alto Comisionado para la Paz del gobierno anterior, Miguel Ceballos, puso en evidencia el 13 de mayo de 2020, cuando – con inusitado regocijo – informó a la opinión pública de la inclusión Cuba en la nota del gobierno de los Estados Unidos sobre países que no cooperan en la lucha contra el terrorismo. Inclusión que representaba, a su juicio, un “espaldarazo” del gobierno Trump a la política de gobierno del presidente Duque, a sabiendas de que tal “gestión” conllevaba consecuencias para el gobierno cubano y para la población de la Isla.
Esa primera decisión de los Estados Unidos fue seguida por la inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo. A la “gestión” del gobierno de Duque se le agregaba el “apoyo” de Cuba al “régimen de Maduro”, cuyo gobierno era señalado por la potencia imperial, de crear un “un ambiente permisivo para que los terroristas internacionales vivan y prosperen dentro de Venezuela”.
De esa manera, quedó en evidencia que en realidad se estaba frente al desarrollo de uno de los componentes de la política exterior de los Estados Unidos para enfrentar la “tríada del mal”, que además de a Cuba y Venezuela, incluye a Nicaragua. Toda esa trama, junto con los intentos de socavar y derrocar a esos gobiernos, ha quedado muy bien documentada en el libro del ex-asesor para la seguridad nacional John Bolton, La habitación en la que sucedió (2020).
La inclusión de Cuba en la señalada lista se inscribió dentro del propósito de arreciar el infame bloqueo económico, que según estimaciones del gobierno de la Isla ha tenido, en sus más de sesenta años de aplicación y hasta diciembre de 2020, un costo de 147 853 millones de dólares. Con el propósito de concitar mayores apoyos de los sectores más extremistas del derechista Partido Republicano y de la mafia cubano-americana con fuerte influencia en el voto del estado de Florida, Trump ya había expedido 243 medidas adicionales para acentuar el bloqueo económico, institucionalizado en el ordenamiento estadounidense por cuenta de la Ley Torricelli (1992) y de la Ley Helms-Borton (1996).
A todas esas disposiciones, por efecto de la inclusión de Cuba en la “lista de países patrocinadores del terrorismo”, se agregaba ahora la pretensión de cerrar cualquier posibilidad de financiamiento en el mercado mundial con la aspiración de acrecentar las carencias y dificultar aún más el acceso de la sociedad cubana a recursos básicos y sembrar, así, el descontento social para minar la legitimidad al gobierno. Tal y como ha ocurrido ⎼fallidamente⎼ desde el 6 de abril de 1960, cuando el Subsecretario Asistente para Asuntos Interamericanos, Lester D. Mallory, fijó como estrategia de lucha contra la Revolución Cubana “privar al país de recursos materiales y financieros para generar y lograr la rendición por hambre, sufrimiento y desesperación”.
Es claro, por tanto, que la insistencia del gobierno de Duque en la extradición de los integrantes de la Delegación de paz del ELN, además de una acción inamistosa, desobligante y perversa frente a un gobierno que por décadas ha manifestado y demostrado su compromiso con la paz de Colombia, se sumaba a la estrategia de los Estados Unidos y de la derecha transnacional de consolidar sus posiciones geopolíticas y de enfrentar la amenaza derivada de la presunta expansión del “castrochavismo” en la Región.
Deben mencionarse otros dos hechos que demuestran la orquestación continua de una política del gobierno derechista colombiano contra Cuba, que apuntaban a reforzar la malévola tesis de su presunto patrocinio al terrorismo. Me refiero, en primer lugar, al tratamiento dado a la información suministrada por la Embajada de Cuba (sin poder verificar) sobre un posible atentado en Bogotá por parte del Frente Oriental de Guerra del ELN.
El 11 de febrero de 2021, el gobierno de Duque transmitió “a Cuba la petición del Estado colombiano de información precisa sobre posibles hechos, datos o condiciones de tiempo, modo o lugar que pudiera conocer el Gobierno cubano acerca de la alerta que han transmitido en relación con un posible ataque terrorista del ELN en Bogotá», dejando entrever que la delegación diplomática cubana tenía conocimiento detallado de los presuntos hechos, haciéndola cómplice de ellos.
La entonces canciller colombiana, Claudia Blum, fue más allá al asegurar que los miembros del Comando Central del ELN que se encontraban en Cuba «son responsables de la ejecución de directrices emitidas por la dirección nacional del ELN». La guerrilla, por su parte, aclaró, “que la información que recibió la embajada de Cuba en Bogotá no hace parte de los planes militares del ELN”.
Decantados esos hechos, se puede afirmar que muy probablemente se estaba frente a una operación urdida desde los servicios de inteligencia y el gobierno colombianos con el fin de producir un entrampamiento que comprometiese al Garante del proceso de paz.
Esta afirmación que pudiera parecer exagerada y presa de “teorías conspirativas”, adquiere mayor peso cuando se consideran, en segundo lugar, las revelaciones de la revista colombiana Raya, que dejaron en evidencia que durante el gobierno de Iván Duque se adelantaron operaciones conjuntas encubiertas entre los órganos de inteligencia colombianos y estadounidenses para espiar a la delegación diplomática cubana en Colombia y para urdir planes y acciones de guerra sucia contra Cuba, al mejor estilo de los tiempos de la “Guerra Fría”.
Según los documentos secretos analizados por Raya, se llegó al extremo de “sembrar” falsas pruebas en el ordenador de un comandante del ELN para presentar a funcionarios de la embajada cubana como supuestos espías y agitadores subversivos, responsables de la revuelta social que se desató en Colombia tras el paro nacional del 28 de abril de 2021..
Además del insólito trato a la relación diplomática con Cuba, Garante de más de un proceso de paz, se pusieron de manifiesto acciones sistemáticas de espionaje y entrampamiento inscritas dentro de una estrategia general para vincular al gobierno cubano con actividades de patrocinio al terrorismo. La investigación publicada por Raya mostró que esas labores de “inteligencia” nunca pudieron cumplir sus objetivos ni presentar evidencias ajustadas a la realidad.
¿Garante de paz y patrocinador del terrorismo?
Cuando ocurrieron todos estos hechos ya se presentaba el absurdo de un país que era a la vez presunto patrocinador del terrorismo y Garante de la implementación del Acuerdo de paz con las FARC-EP. En efecto, tras la firma del acuerdo el 24 de noviembre de 2016, Cuba participaba junto con Noruega, en las reuniones de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación de la Implementación (CSIVI), y, por tanto, hacía parte del sistema de verificación internacional, integrado también por los Notables (desconocidos por el gobierno de Duque) y por la Misión de Verificación de las Naciones Unidas.
En el presente, tal absurdo adquiere mayores dimensiones. Como ya se dijo, el gobierno de Gustavo Petro se encuentra desarrollando su política de “paz total”, y tiene como uno de sus componentes la reanudación de las conversaciones con el ELN. La actual administración ha reconocido los protocolos suscritos con esa guerrilla; ha admitido la legitimidad de su Delegación en La Habana; ha levantado las órdenes de captura emitidas por el gobierno anterior; ha desistido de las peticiones de extradición, y ha aceptado que es preciso que la Delegación del ELN se reúna con la comandancia que se encuentra en Colombia.
En suma, ha dado pasos para que la reanudación de las conversaciones se pueda concretar en tiempos aún no definidos. En todos estos prolegómenos, el papel de los países Garantes – Cuba y Noruega – es fundamental, como lo fue en su momento con las FARC-EP. Incluso, debe afirmarse que cualquier avance en ese aspecto compromete al gobierno de los Estados Unidos y al gobierno de Venezuela, dada la naturaleza del conflicto social armado.
Si el nuevo gobierno ha reconocido explícitamente el papel de Cuba en el proceso de paz con el ELN y si Cuba ha manifestado la disposición de continuar como Garante, ofreciendo además su territorio como sede alterna, se está frente al absurdo de tener un Garante que apoya y promueve la paz y al mismo tiempo es sindicado de ser patrocinador del terrorismo.
El absurdo es aún mayor cuando es sabido el interés de Estados Unidos por involucrarse en el proceso con el ELN. No debe quedar duda alguna: Si Colombia es “aliado estratégico” de Estados Unidos y “socio global” de la OTAN, único país con esa doble condición en Nuestra América, cualquier propósito de paz pasa por el consentimiento de esta potencia imperial.
Aunque no se sabe cómo exactamente sería el señalado involucramiento, no es descartable que se registre una figura similar a la que se presentó durante el proceso de paz con las FARC-EP, cuando se designó el Enviado Especial Bernard Aronson. Sin olvidar que el proceso con el ELN es otro, posee sus particularidades, y lo que se convenga deberá ser producto de un acuerdo entre las partes.
Si los Estados Unidos fungen como partícipes del proceso (en modalidad por definir), debe suponerse que tendrán que compartir espacios con los países Garantes, entro ellos, Cuba.
Si las partes deciden que la nueva etapa del proceso se adelante en Cuba, es obvio que los (eventuales) delegados del gobierno de los Estados Unidos tendrán que viajar y tener estancias en Cuba. El absurdo saltaría aún más a la vista: los Estados Unidos participarían en un proceso de paz en el territorio de un país presuntamente patrocinador del terrorismo, que es Garante de dicho proceso, y, de paso, sus funcionarios estarían violando las leyes de su propio país.
Cuba debe ser excluida de la lista de países patrocinadores del terrorismo
La reflexión expuesta a lo largo de texto busca evidenciar un absurdo que afecta el propósito común de la sociedad colombiana de avanzar en el logro de la paz integral con justicia social. Pero, sobre todo, busca llamar la atención acerca de una situación insólita frente a un país y un pueblo, que por aportar al noble propósito de la búsqueda de la paz ha sido sometido de manera injusta a una intensificación del bloqueo económico gracias a los efectos de su inclusión en la lista de países patrocinadores del terrorismo.
El nuevo gobierno de Colombia ha hecho lo que le correspondía: desagraviar al país hermano y rechazar la señalada inclusión, consciente de que ese acto de la potencia imperial en buena medida respondió a la instrumentalización política de los hechos aquí expuestos, usados como pretexto. Desandado ese camino, no hay en el presente justificación válida alguna para la persistencia de semejante situación.
Lo que debería seguir, en sana lógica, por parte de los Estados Unidos es la exclusión de Cuba de la mencionada lista. No solo es claro que tal medida se tomó en desarrollo de una política de Estado que lleva más de seis décadas; sino también que solo es ese gobierno el que puede tomar la decisión, bajo el entendido de que hasta el momento, contrario a equivocadas y ligeras lecturas sobre los alcances del gobierno demócrata de Joe Biden, no ha habido modificación sustantiva alguna en la política imperial frente a Cuba, pese a que se trató de uno de los compromisos de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia.
Persiste el propósito de asfixiarla, de acentuar el descontento de la población y de provocar una revuelta social. Por cierto, fallido por décadas, gracias a la fuerte cohesión social y a la inigualable capacidad de resistencia, que no ha permitido que se pisotee la dignidad de un pueblo.
Así como tantas voces en el mundo se han manifestado contra el infame bloqueo económico, como se ha expresado, entre otras, en las 29 resoluciones de la ONU que desde 1992 lo han condenado, asimismo deben acrecentarse las voces para excluir a Cuba de la lista imperial de países patrocinadores del terrorismo. En Colombia y dentro de los Estados Unidos se vienen alzando voces para reclamar la reparación de esa grave falta.
No hacerlo no es solo injusto, equivale a mantener un silencio que termina siendo cómplice. Es el momento de un acto de vindicación, no solo de Cuba; también lo sería de quienes sin descanso han venido luchando en Colombia por el propósito común de construir una paz estable y duradera con justicia social.