Por María Pia López
La pandemia pone en primer plano la vulnerabilidad compartida y en la superficie de la piel. Cada roce es una amenaza, una tensión, un salto posible del virus hacia nuestro cuerpo. Y cada decisión de autocuidado o de descuido no afecta solo a cada une sino a las demás personas que pueden ser víctimas de esa ola expansiva. Estamos expuestxs no solo a ser contagiadxs sino a contagiar. Por eso, lo que hagamos es parte de una responsabilidad común, de una suerte de compromiso con nuestros entornos vitales, de un saber sobre la afectación de otras existencias, no solo la propia. Esto, en contextos de fuerte individualización, donde las libertades parecen enunciarse en el plano de la asunción de una intención personal, requiere muchos esfuerzos para reponer la densidad de lo comunitario. Implica ir contracorriente de las ideologías del individuo y de las meritocracias que ensalzan una secuencia de esfuerzos y triunfos realizada sobre el plano imaginario de un vacío social. En muchos momentos, lejos de discutir esa ideología, que atraviesa la discursividad social y organiza las prácticas vitales, para producir y hacer visibles otras tramas de cuidados y prevenciones, se activa, por el revés, el atajo de la condena disciplinaria y se enuncian sujetos peligrosos. “Fiesta clandestina” y “jóvenes irresponsables” se convierten en las monedas de cambio para un acuerdo básico. En un atajo.
Si en los 60 el filme La cigarra no es un bicho mezclaba cuarentena con distintas variantes del sexo hetero y clandestino, en estos días la prensa se hizo festín con la fiesta swinger que disolvió la policía, y en especial por un detalle: el de la confusión de los agentes del orden con strippers animadores. La picaresca es el subrayado riente de la afirmación de la moral y de sus límites. El sintagma “fiesta clandestina” se convierte en llamado al castigo. Cuando se pide prohibición absoluta se apela a las instituciones estatales para que la garanticen. ¿Qué pasa si en lugar de hablar desde la vereda de las disciplinas nos dejamos atravesar por la contradicción, pensamos desde nuestras ganas y nuestra ambivalencia?
Más que prohibir las drogas sintéticas o las fiestas electrónicas, se trata de garantizar agua en ellas y que las drogas no destrocen a lxs consumidorxs por su mala calidad. Cualquier política de prohibición y restricción libera las zonas más sórdidas del mercadeo, los riesgos más aberrantes para los cuerpos. Lo discutimos, intensamente, con el aborto. El aborto clandestino podía ser carnicería, antes de la aparición de los procedimientos medicamentosos. Y negocio, negoción. Lo prohibido genera circuitos de coima y guita opaca. Pero también violencia institucional. A la vuelta de los meses tenemos la desaparición y muerte de Facundo, que salió a la ruta para visitar a su novia. Ejemplos bien diferentes, claro, pero que en su apretada aparición quieren señalar que prohibición implica no control de los modos de su realización, supresión de la mirada que regula, para poner en su lugar la interrupción policial y el castigo.
Es necesario generar una serie de disposiciones claras que implican restricciones para la circulación y el encuentro para que los contagios frenen su curva expansiva. Sin dudas. Pero no pueden sustentarse en un argumento moral: los buenos los que prohíben y acatan; y condenables aquellxs que buscan otros rumbos. Porque al moralizar -como toda moral es dicotómica y sanciona lo otro, que es visto como retobado- estamos al borde del reclamo de punición, o de aceptar que el castigo es la consecuencia necesaria del desacato. ¿Qué sucede si intentamos pensar desde la construcción de una idea de cuidados que no arrastre el castigo sino el reconocimiento de los riesgos? No se combatió el HIV con abstención sexual, aunque muches agitaron la idea de que el virus era castigo divino por una sexualidad no heteronormada, sino con preservativos. Política pública es distribuir preservativos, no prohibir el sexo.
La pandemia va para largo y requiere una regulación colectiva de la idea de responsabilidad: más que indignarnos por el piberío amontonado y la muchedumbre en el viaje de egresades, quizás haya que afirmar el cuidado familiar y la composición de acuerdos dentro de cada entorno vital para disminuir los riesgos. Si para algunes la navidad exigía la presencia de lxs abuelitxs, para otres el viaje de fin de curso es rito esperado, goce anunciado, umbral vital.
Todo es más difícil que el atajo punitivista y eso lo sabemos desde los feminismos. Como sabemos que la urgencia de defender la vida es la vía regia para el atajo punitivista, tanto si hablamos de violencia de género o si hablamos de pandemia. Discutir qué tipo de vida queremos requiere la supervivencia, pero no son etapas. El etapismo es una trampa: primero sobrevivir, después discutir. La construcción de lógicas colectivas de cuidado y de responsabilidad conllevan ciertas imágenes de lo común. Reponer más allá de la idea de cuerpo propio, individualizado, autocentrado, su real existencia entramada con otres, su presencia en una red de afectos y sensibilidades. El cuidado surge del saber de las distintas fragilidades de esas existencias con las que compartimos. Se construye como administración de riesgos y de prevenciones. Sobre nuestras vidas y el modo en que lo que hacemos rebota en otrxs.
¿Condenar a les jóvenes, al ocio, a la multitud política, al duelo plebeyo o a la fiesta militante? Es alimentar un río de discursos que termina pensando la sociedad en términos securitistas y al sujeto como pura responsabilidad individual, sujeto de culpa y castigo, víctima o victimario. También en este punto hay que construir otra comprensión. Una narración capaz de reconocer la dificultad del encierro en viviendas precarias y el despelote de una adolescencia que aun en casas confortables tuvo que vivir sin la presencia de sus amigues.
Pasar por nuestros cuerpos adultos el reconocimiento de deseos y angustias. Pensar el miedo para que la vivencia de la fragilidad no nos arroje al sinsentido de la seguridad. Quizás sea necesario un nuevo aislamiento estricto y haya que cumplirlo para que no colapsen los sistemas sanitarios. No es ese el punto, si no el fácil corrimiento a la moral y a la crítica de fondo del goce ajeno, corrimiento que preserva el núcleo de la idea de individuo autosuficiente, responsable y culpable que conviene discutir.
¿Podemos pensar que el cuidado mutuo no sea apología del sacrificio sino reconocimiento de la trama común y nuestra profunda dependencia sensible, afectiva, económica? Muchas actividades sociales (el trabajo, el mercado, la circulación) requieren la administración de esos riesgos y también la construcción de nuevos hábitos sociales. El entretenimiento, la vida social, el encuentro entre pares, las actividades culturales, también. Y no son menos necesarias. Redes feministas han desplegado un saber sobre el cuidado ante la violencia, un saber de rescate, acompañamiento, sostén, avisos, resguardos; las organizaciones comunitarias construyeron estrategias para desplegar los cuidados en los barrios. ¿Por qué no construir desde ahí y no desde una moral condenatoria? ¿Por qué no afirmar las redes afectivas, como las familias, en cualquiera de sus formas, como lugar de la responsabilidad común, antes que señalar a les jóvenes como individuos solitarios que vendrían a poner en riesgo el bien común? Si nuestra existencia es siempre un compartir, entonces la enunciación del cuidado debe ponerlo de relieve.