Por Vicente Battista
En el año 1654 las autoridades del Cabildo de Buenos Aires encomendaron a la Compañía de Jesús el cuidado y la educación de los jóvenes de la ciudad. Los jesuitas decidieron que la manzana delimitada por las actuales calles Bolívar, Moreno, Perú y Alsina podía ser el sitio adecuado para levantar una escuela. En 1661 inauguraron El Colegio San Ignacio, sin imaginar que un siglo más tarde el rey Carlos III los expulsaría del virreinato. En 1772 el virrey Vértiz convirtió al Colegio San Ignacio en el Real Colegio de San Carlos, aunque ese no iba a ser el nombre definitivo; a partir de 1810 se repitieron nuevos bautismos: fue el Colegio de la Unión del Sur, luego el Colegio de Ciencias Morales, más tarde recuperó el de Colegio San Ignacio y, por último, Bartolomé Mitre, como presidente de la Nación, el 14 de marzo de 1863 le otorgó la definitiva denominación de Colegio Nacional Buenos Aires. Por sus aulas habían pasado gran parte de los hombres que escribirían la historia del país: Belgrano, Castelli, Alberti, Dorrego, Monteagudo, aunque no todos lograron el privilegio de ingresar: Sarmiento en “Recuerdos de Provincia” cuenta que a la hora de otorgarse becas, “se sortearon los jóvenes y no me tocó a mí”. A quien sí le tocó fue a Miguel Cané: en Juvenilia, publicada en 1901, narra los cinco años que cursó en el Nacional Buenos Aires. A casi medio siglo de la edición de esa novela, apareció Shunko, de Jorge W. Ábalos, aunque en este caso, Ábalos no describió sus vicisitudes como alumno sino como maestro y no habló de un ostentoso colegio porteño, con aulas ilustres y majestuosas, sino de una humilde escuelita en un monte de Santiago del Estero, con algunos bancos desvencijados debajo de un enorme algarrobo que oficiaba de techo. Ambas novelas lejos están de ser las dos caras de una misma moneda, pero puede ser un buen ejercicio compararlas o, si se prefiere, enfrentarlas.
Juvenilia está planteada en primera persona. “Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana”, evoca Cané y ese desasosiego de las páginas iniciales crecerá sin remedio en el resto del relato: “mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí”. En un momento lo sacan, no su madre sino las autoridades del colegio como consecuencia de un problema de conducta. Se trata de una medida correctiva, pero transitoria; Cané lo cuenta con estas palabras: “Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo”. Es conveniente aclarar que cuando habla de “campo” se refiere a una estancia de su familia.
Shunko está escrita en tercera persona y en este caso el colegio que sirve de escenario no pasa de ser un rancho de barro, que en algún momento construirán el maestro, los alumnos y los vecinos del lugar. Cané eligió la primera persona y sólo le prestó atención a los conflictos que él sufría como protagonista, Ábalos optó por la tercera persona y pondrá el ojo en uno de sus alumnos, el chico que le da título a la novela. Mientras la preocupación de Cané es qué va a hacer de su vida ahora que sus padres están en la estancia, la preocupación de Shunko es cómo lo tratará el maestro, le han dicho que castigan a los niños, sin embargo, no vacila en caminar dos kilómetros bajo un sol impiadoso para llegar a ese maestro y a esa escuela.
Juvenilia se refiere a un hecho personal, las supuestas desventuras y posibles alegrías de un jovencito cursando en un colegio exclusivo, narradas a través de la mirada de un porteño, miembro de una familia de clase media alta: los Cané Andrade. Por el contrario, “Shunko” se refiere a un hecho colectivo, narra el tesón y la voluntad de chicos y chicas, de hombres y de mujeres capaces de alzar una escuela de barro que les brinde saber a todos. Inclusión versus exclusión: basta con recordar ciertos actos de Miguel Cané y ciertos actos de Jorge W. Ábalos para entenderlo. A pedido de la Unión Industrial Argentina, Cané, en su condición de senador nacional, presentó un proyecto de Ley de Residencia que habilitaría al gobierno a expulsar a inmigrantes sin juicio previo, un modo eficaz de reprimir a las organizaciones gremiales alentadas por socialistas y anarquistas llegados de Europa que, por medio de huelgas y otros modos de protesta, pudiesen perturbar a la incipiente Unión Industrial. En 1902 el Congreso de la Nación sancionó la ominosa Ley 4144, también llamada “Ley Cané”, que fue finalmente derogada en 1958, bajo el gobierno de Frondizi.
Uno de los momentos más dolorosamente bellos de Shunko es la muerte de Reina, una de las niñas del colegio, que fuera picada por una serpiente. “Mataremos todas las víboras del mundo”, promete el maestro y no será una vana promesa. Por aquellos días, el doctor Salvador Mazza investigaba la enfermedad de Chagas, Jorge W. Ábalos, se puso en contacto con Mazza y comenzó a enviarle en cajas de zapatos diferentes tipos de bichos venenosos que pudieran serle útiles para esos estudios. Esta acción la iba a repetir tiempo después con el doctor Bernardo Houssay, desde 1940 hasta 1943 se cartearon una vez por semana, a lo largo de ese tiempo le envió ejemplares de la temida araña Viuda Negra: Houssay logró crear el antídoto. Nótese la diferencia: mientras Cané promulgó una ley para expulsar a los inmigrantes de nuestro país, Ábalos hizo lo imposible por salvar las vidas de los vecinos del monte, víctimas de los bichos ponzoñosos.
Juvenilia fue texto obligado en mis años de colegio; ignoro si aún lo sigue siendo. Tampoco sé si Shunko fue o es texto obligado en los colegios, pienso que debería serlo, no sólo por el profundo sentido político y social que sustenta, sino porque la epopeya de este maestro rural y de sus alumnos está infinitamente mejor narrada que las vanas angustias de ese jovencito porteño que años después promulgaría una ley discriminatoria y represiva.