Por Omar López Mato
El 24 de marzo de 1603, a las 2:45 de la mañana, Isabel l de Inglaterra dejaba de existir. Con ella concluía el reinado más largo de todos los monarcas que habían regido Inglaterra y llegaba a su fin la Casa Tudor.
En enero de 1603, Isabel se resfrió y decidió mudarse al Palacio de Richmond, su residencia más cálida. Con 69 años a cuestas y 40 de un reinado saturado de guerras e intrigas, Isabel sentía que el fin se aproximaba.
Hija de Enrique VIII y Ana Bolena, Isabel tenía un recuerdo muy vago de su madre, acusada de infidelidad y decapitada por orden de su padre, quien se volvió a casar al día siguiente de la ejecución, cuando aún no se había secado la sangre del patíbulo. Isabel acababa de cumplir tres años y fue declarada ilegítima. Nadie pensaba que esa niña de cabellos cobrizos podría llegar a reina.
Al cumplir diez años, su padre había ejecutado a doce duques, cuatrocientos miembros de la nobleza, dos cardenales, dieciocho obispos y quinientos monjes. Para entonces, se había casado con otras tres mujeres y también había ejecutado a una de ellas. Quizás fue por estas razones (y otras sobre las que solo podemos especular), que Isabel no era partidaria del matrimonio, aunque su título de “Reina Virgen” probablemente haya sido una exageración poética, pues contó con varios favoritos en su corte.
Isabel sobrevivió al reinado de Eduardo Vl, al breve mandato de Jane Grey y al de su media hermana María, una ferviente católica que la encarceló a fin de evitar su liderazgo entre los protestantes.
Tras la muerte de María, apodada Bloody Mary -María la Sanguinaria- dada su inclaudicable intención de restaurar el catolicismo en Inglaterra y su falta de escrúpulos para ordenar ejecuciones de quienes se opusieran a su voluntad evangelizadora, Isabel ascendió al trono con la intención de consolidar una Iglesia Anglicana independiente de la Santa Sede.
A pesar de esta decisión, que le granjeó la enemistad de media Europa, comenzando por la España de su ex cuñado Felipe ll, las políticas de Isabel fueron más moderadas que las de su padre y hermanos.
Isabel tenía como lema “video et taceo” (veo y callo).
Si bien no persiguió activamente a los disidentes, pudo evitar ser víctima de varias conspiraciones gracias a un aceitado servicio secreto que la mantenía al tanto de todo lo que pasaba en su reino y en Europa.
La relación con España fue especialmente conflictiva, con una guerra espasmódica marcada por períodos de paz y otros de enfrentamientos masivos. Uno de los episodios más destacados fue el ataque de la Gran Armada, que concluyó con una de las más sonadas victorias logradas por Inglaterra. Paralelamente, aventureros como Sir Francis Drake, John Hawkins y Walter Raleigh rapiñaron las ciudades y naves del Imperio donde nunca se ponía el sol.
El choque entre Inglaterra y España no solo fue armado, sino también cultural, a fin de justificar tanta violencia y el robo descarado del oro que venía de las colonias americanas. Fue entonces cuando surgió la “Leyenda Negra”, que denunciaba los excesos y arbitrariedades de los españoles. Si bien estos fueron reales, se omite mencionar que los ingleses cometieron actos similares, cuando no peores. La leyenda subsiste hasta hoy, con películas y libros que justifican la cleptocracia instaurada en el periodo isabelino como un merecido castigo a la perfidia hispana.
Los británicos han cantado loas a la derrota de la Gran Armada, pero mantuvieron un incómodo silencio sobre la malograda intención de Drake de invadir España por la costa cantábrica y Portugal (por entonces en manos del odiado Felipe II), así como los problemas para apoyar a los protestantes holandeses que combatían al dominio hispano.
El fracaso del “Draquez”, como le decían los españoles, le hizo perder el favor de la reina y debió conformarse con un puesto secundario hasta que, décadas más tarde, Isabel le confío una misión que terminó en desastre y en la muerte del pirata.
Por esos años, Isabel mantuvo una conflictiva relación con su prima María Estuardo, hija de una hermana de Enrique VIII, a quien tuvo por años cautiva hasta que decidió decapitarla por temor a un resurgimiento del catolicismo en Inglaterra.
La falta de descendencia directa fue un problema durante todo su reinado. Isabel se resistió a compartir el trono con un cónyuge, aunque no le faltaron aspirantes. Por años mantuvo una estrecha relación con Robert Dudley, conde de Leicester, a quien conocía desde niña y había compartido con la joven Isabel la incertidumbre de no saber si verían un nuevo amanecer... Su relación, más que amistosa, era un secreto a voces en la corte. La muerte sospechosa de la esposa de Dudley tiñó el vínculo de sospechas de asesinato que nunca pudieron demostrarse. Dudley tuvo otros romances e incluso un hijo natural, pero estos deslices no parecieron hacer mella en el vínculo de intimidad que los unió hasta la muerte del conde.
Otro de sus pretendientes fue el duque de Anjou, hermano del rey de Francia. Aunque se sentían atraídos, casarse con un católico estaba fuera de toda opción para la reina, cabeza de la Iglesia Anglicana. También fue cortejada por alguno de sus favoritos, como Sir Water Raleigh, al punto que la reina se enfureció cuando se enteró que este se había casado en secreto con una dama de la corte. Sin embargo, ningún testimonio puede confirmar que la Reina Virgen no lo haya sido..
La muerte de su principal consejero, William Cecil, pesó sobre el ánimo de la reina, quien había confiado ciegamente en sus decisiones.
En enero de 1603, Isabel se resfrió y decidió mudarse al Palacio de Richmond, su residencia más cálida. Con 69 años a cuestas y 40 de un reinado saturado de guerras e intrigas, Isabel sentía que el fin se aproximaba. Su gente más cercana, incluido su amado Dudley, habían muerto. Nada podía esperar ya de esta vida..
Una piorrea crónica, producto de su mala dentadura, le provocaba infecciones constantes, que se complicaron con una faringitis. Una sed pertinaz la atormentaba. En estas condiciones, le era difícil conciliar el sueño, por lo que se la veía deambulando por el palacio a deshoras, como si estuviera cavilando. Cansada, se acostó sobre unos almohadones en uno de sus aposentos y se quedó en silencio con un dedo en la boca. Así estuvo durante cuatro días y sus noche, hasta que un absceso en la garganta drenó espontáneamente, brindándole un breve alivio.
Sin embargo, la infección se diseminó y evolucionó en una neumonía.
Ante una muerte inminente, se impuso el tema de quién sucedería a la Reina Virgen. Los ministros se dirigieron a sus aposentos y, con toda parsimonia, le preguntaron si deseaban que James Vl de Escocia, el hijo de su prima María, a quien ella misma había ordenado ejecutar, fuera su sucesor. Sin decir palabra, Isabel consintió con un gesto casi displicente, mientras el arzobispo de Canterbury rezaba por su alma.
Entrada la noche, Isabel quedó inconsciente y, pocas horas más tarde, la reina que marcó una época, se fue de este mundo.
Isabel l de Inglaterra fue cantada por poetas, exaltada por sus victorias, odiada por sus enemigos y recordada en tierras lejanas que se llamaron Virginia por sus supuestas virtudes intactas.