Por JORGE EDUARDO SIMONETTI
Al fútbol le acomodó mejor el triunfo argentino; a la Justicia también. Un grupo de pibes, dirigidos por otro pibe, supo demostrar que la verdadera épica está en la humildad, también en el trabajo y en la planificación. Cargaron sobre sus hombros la pesada mochila de nuestras frustraciones deportivas y no deportivas. Nos dieron una copa, y también un ejemplo.
“Cuando somos grandes en la humildad, estamos más cerca de lo grande”.
Rabindranath Tagore
Cuántos puntos de contacto existen entre la realidad y la ficción? A veces muchos, otras pocos, todo depende del guionista. Sin embargo, lo dice un escritor de culto, Mark Twain: “La diferencia entre la realidad y la ficción es que esta última tiene que ser creíble”.
Para los argentinos, el campeonato mundial de fútbol de Qatar pareció ser guionado por el maestro del suspenso, Alfred Hitchcock. En cambio, fue escrito por un puñado de argentinos y superó la ficción más fantasiosa.
Desde un ángulo llamémosle psicológico o emocional, las pruebas que debió superar el seleccionado nacional en su camino hacia la copa, finalmente conseguida, potencian largamente el logro deportivo.
Me gustaría definir al equipo de Scaloni como el campeón de las pequeñas resiliencias. Hablo de pequeñas solo porque se trata de una competencia deportiva, pero en verdad en su proceso de conformación de su identidad futbolística y temperamental, y en cada encuentro futbolístico debió superar obstáculos inesperados, levantarse y volver a creer en ellos mismos.
Derrotados en 2018, un nuevo ciclo se iniciaría con un novel e inexperiente técnico, Leonel Scaloni. Desde allí resurge la remontada argentina, desde las cenizas de Rusia, para culminar en las alturas de Qatar, pasando por una pandemia cruel y una magnífica actuación en el Maracaná.
La competencia en el continente asiático no fue distinta. Cada partido, la derrota con Arabia Saudita, el duro encuentro con México, la incertidumbre de la clasificación para octavos, el empate inmerecido de Países Bajos en cuartos, la remontada francesa cuando expiraba el tiempo reglamentario y también en el suplementario, demostraron a un conjunto de hombres, la mayoría unos pibes, que supieron levantarse de los momentos malos.
Todos ellos, cada instante futbolero, fue una resiliencia en modo temperamental, caer, levantarse, creer en ellos mismos, en el trabajo planificado, en los valores del conjunto, para insistir una y otra vez hasta el final.
Cuando desde el otro lado del televisor, con el corazón en la boca, los argentinos desesperábamos por las instancias injustas de empates inmerecidos, cuando parecía que se nos escapaba lo que a esa altura merecíamos, cada uno de esos pibes, dirigidos por otro pibe, nos demostraba que siempre es posible erguirse una vez más.
Es conocido el dicho que las finales no se merecen, se ganan. Debo decir que ganamos el campeonato y también lo merecimos. Al fútbol, como maravilloso juego, le acomodó mejor el triunfo argentino; a la Justicia también.
¿Es posible conciliar la humildad con la épica? Parecen términos antitéticos, pero no. La humildad es el reconocimiento de nuestras aptitudes y talentos, pero también de sus límites, de la aceptación de nuestros puntos débiles y de nuestras superioridades.
De allí, con actitud socrática, este grupo futbolero comenzó a construir un proyecto, con esfuerzo, pero también con humildad y fundamentalmente con planificación.
Explotando los puntos débiles del adversario y potenciando nuestras cualidades, cada partido fue un partido distinto, con una planificación que aseguraba un comienzo y se adaptaba a las circunstancias del juego.
Pero siempre con humildad, sin creernos superiores, pero tampoco menos que nadie. Así fuimos tejiendo nuestra épica futbolera, con sencillez y con planificación. Es que, la verdadera épica es la de los humildes que disimulan sus cualidades, no la de los superhéroes que las magnifican.
Y, aunque parezca antinatural, ganamos con la actitud opuesta al gen argentino, ese que nos hace creernos superiores y especiales, por encima de toda regla, con tendencia a la teatralidad de nuestras acciones y baja tolerancia a la frustración.
Se dice que la derrota enseña más que los triunfos. Quizás eso fue lo que sucedió tras la caída ante Arabia Saudita. Aunque, me atrevo a afirmar, los humildes e inteligentes también aprenden en los triunfos, porque no se dejan comer la cabeza por los halagos circunstanciales.
Quizás, la demostración más cabal de humildad fue el festejo final en el Lusail. Los jugadores no estuvieron rodeados de famosos, los acompañaban sus hijos, sus novias, sus esposas, sus padres. Ya habría tiempo para el resto, para las luces y los fuegos artificiales, primero sus familias.
Allí estuvo la consonancia entre la épica y la humildad. En un grupo que, teniendo todo para la soberbia del triunfo, optó por conservar la cabeza sobre los hombros y hacer honor al dicho de que “los triunfos no se te suban a la cabeza ni las derrotas te lleguen al corazón”.
La respuesta del Sun Tzú del fútbol, Leonel Scaloni, ante la pregunta melosa del periodista que conllevaba la exaltación apocalíptica del triunfo, lo resume todo: “no exageremos”.
Y es un merecimiento del conjunto y de las personas. No conduce la AFA un poderoso Grondona ni un exitoso empresario de la TV e integrante de la mesa del hambre, lo hace un antiguo barrendero, el “Negro” Tapia, presidente de un humilde club hoy en primera división. No dirige el equipo un presuntuoso Van Gaal con galones numerosos, lo hace un neófito y humildísimo Scaloni, el más joven y mejor estratega de la copa. No estaba presente el fulgor del divismo y la prepotencia de los consagrados, estaba Lionel Messi, el hombre que fascina al mundo con su arte pero más con su don de gente.
Es cierto, no debe confundirse la humildad con la pacatería. El del “otro” Leonel fue un grupo que supo ser sencillo pero picante en sus manifestaciones. Vale la referencia a ese “loco lindo” del “Dibu” Martínez, que fue capaz de darnos confianza en los penales con tres saltos con el puño en alto y luego la caminata tranquila, el bailecito irreverente y la volada supersónica.
Intentando tener una mirada más abarcativa que la deportiva, la carga que llevó este grupo de futbolistas fue tremenda.
Los argentinos depositamos en ellos la necesidad de reivindicar el deporte argentino, logrado en parte con el triunfo en el Maracaná, pero también las tantas frustraciones acumuladas en cuestiones no deportivas.
¿No parecía excesivo peso sobre las espaldas de quienes sólo son deportistas? Obvio que sí, pero supieron cargarlo en cada partido, en cada pierna puesta con esfuerzo, en cada quite, en cada remate, en cada preparación del partido, en cada concepto de preeminencia del conjunto sobre las individualidades.
¿Cambiará algo en la Argentina de todos los días luego de ganar el campeonato mundial? No quiero caer en los lugares comunes de creer que el fútbol puede trasladarse a la vida. Si la tragedia de la pandemia no fue capaz de cambiarnos, menos aún lo hará un triunfo deportivo.
Es que un país, una sociedad, la política, alcanzan su madurez cuando son capaces de aceptar sus fracasos y trabajar esforzadamente para progresar. No parece ser nuestro caso.
En suma, los muchachos no nos dieron solo un extraordinario triunfo deportivo. Además, nos dieron un gran ejemplo. ¿Lo desperdiciaremos?