Por Hugo Soriani
Una mañana de julio de 1977, mi padre, el Capitán Soriani, entró a la visita del Penal de Magdalena, donde yo estaba detenido, y se sentó en el taburete del locutorio que los militares habían construido luego del golpe del 76. El vidrio que nos separaba impedía el contacto físico, así que con una sonrisa intentamos disimular la tristeza que la falta de abrazo nos producía. Papá acercó su cabeza al parlante y me preguntó, preocupado, si en la semana habíamos sufrido alguna requisa violenta.
Un cabo de la gendarmería le había comentado al entrar que debería llevarse algunos efectos personales que ya no estábamos autorizados a seguir teniendo. La angustia de nuestros familiares aumentaba: nos sabían despojados de casi todo, sin libros, sin diarios, sin cuadernos, sin cigarrillos, sin ropa de abrigo, sin comida que no fuera la provista por los militares, casi siempre muy escasa o incomible.
Hacía casi dos años, además, que tampoco teníamos recreos. El encierro era total, en celdas individuales, y la prohibición de hacer gimnasia nos impedía otros movimientos que no fueran caminar de pared a pared. Cuatro pasos, media vuelta, otros cuatro. Así durante horas para salir de la inmovilidad a la que nos sometía el aislamiento. Tampoco había donde sentarse. En esos meses de invierno el suelo de la celda estaba siempre mojado. La humedad de esa zona de bañados donde se asentaba el Penal de Magdalena chorreaba las paredes y traspasaba las baldosas. Sólo quedaban los elásticos de la cama sin colchón, a los que nos resignábamos cuando las horas de caminata imponían algún descanso.
Ese era el panorama en julio de 1977 en esa cárcel de la dictadura. No era el peor, en otras se sacaba a los presos políticos y se los fusilaba sin más. Y en los centros clandestinos de detención se torturaba y se tiraban los cuerpos al mar desde los vuelos de la muerte, tratando de borrar los rastros de los compañeros secuestrados y desaparecidos.
El Capitán Soriani intuía la masacre. Celebraba verme vivo y sano, pero en cada visita crecía su angustia. El aumento de las restricciones lo llevaba a los peores presagios y a noches de insomnio o pesadillas.
Esa mañana de invierno del 77, mi viejo volvió a nuestra casa de Almagro con una bolsa de objetos que ya no podíamos tener con nosotros. Entre ellos un termo, un mate y una bombilla que en realidad nos habían requisado meses antes pero que recién ese día los gendarmes decidieron devolverles.
A la semana siguiente le dije, para tranquilizarlo, que en realidad la prohibición de tomar mate no era grave ni nueva. Llevaba meses y habíamos encontrado una manera de seguir haciéndolo, que no era la mejor pero sí bastante divertida. Mi padre, curioso, acercó su cara al vidrio y levantó sus cejas sorprendido. Decidí contarle, a riesgo que los guardianes me escucharan, y una nueva requisa nos privara también de ese mate sustituto: un tubo vacío de desodorante Odorono, que usábamos como calabaza, con la yerba y el agua que de vez en cuando nos daba alguna guardia más tranquila, o alguno de los presos sociales que se animaban a correr ese riesgo.
La cara de mi padre se iluminó con el relato, pero no pudo dejar de preguntar: “¿Y la bombilla, cómo hacen para tomar mate sin bombilla?”
Muy fácil papá, le respondí: usamos una birome Bic, sin tanque y con el capuchón agujereado con un alfiler al que le calentamos la punta con la llama de una vela, para poder perforarlo.
Nosotros, los presos políticos, no teníamos velas ni fósforos. Y biromes sólo de vez en cuando. Tampoco los tubos vacíos de desodorante Odorono, pero la solidaridad y el ingenio de los circuitos carcelarios funciona en todos los penales del mundo, y Magdalena no era una excepción.
Hace algunas semanas, en casa de mi madre y ordenando con ella algunas viejas carpetas y cajas con fotos y recuerdos, en una bolsa de nylon, junto a medallas ganadas por el Capitán Soriani en competencias deportivas, apareció un tubo de Odorono y una birome Bic amarilla con su capuchón azul completamente agujereado.
Mamá, al ver como yo miraba esos objetos mientras los sostenía con mi mano algo temblorosa, me dijo:
“Ah, ¿viste eso? Fue otra de las locuras de tu padre. No sé por qué, pero durante algún tiempo, mientras vos estabas preso, se le había dado por tomar mate en esa porquería con olor a desodorante. Decía que los mates eran feos, pero que le servían para estar más cerca tuyo. ¿Vos podés creerlo?”
“Sí, mamá, puedo, claro que puedo”, le dije recordando aquella charla de una mañana fría, en el locutorio de la prisión militar de Magdalena.