Por MANOLO MONEREO
La estrategia será integración regional sin enfrentarse, obligatoriamente, con el poder del Norte.
El 2 de octubre, primera vuelta de las elecciones, los dilemas quedaron muy claros y, para muchos, una gran sorpresa. Lula ganó con 48’4%; en total, 57 millones de votos. Bolsonaro muy cerca, a 5 puntos: 43’2% del voto; es decir, 51 millones. En la segunda vuelta, el día 30, la polarización fue extrema. Lula obtuvo el 50’9%, 60’34 millones de votos; Bolsonaro el 49’1%, 58’20 millones de votos. En la campaña electoral, Lula ganó algo más de 3 millones de votos y Bolsonaro pasó de los 6 millones. Como se puede observar, la situación es difícil. Se habla de que entramos en un tercer turno; es decir, el intento por parte de las fuerzas que apoyan a Bolsonaro de crear las condiciones para un golpe de Estado militar o favorecer un conjunto de iniciativas que quiebren la legalidad constitucional. Que Bolsonaro no acepte la derrota significa que se prepara para una oposición dura basada en una estrategia de tensión permanente. En todo caso, de lo que se trata aquí y ahora es arrinconar al gobierno de Lula antes de que nazca.
Como he dicho, la correlación de fuerzas es desfavorable a Lula tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados. De los 27 senadores que se han elegido, 14 son del presidente saliente. La coalición de fuerzas que apoya a Lula solo ha obtenido 8. En la Cámara de Diputados la fragmentación es muy alta; Bolsonaro obtiene 96 diputados y Lula 80. Siempre es difícil saber con precisión las mayorías efectivas existentes en un parlamento donde están representadas 22 formaciones políticas; una cosa si se puede asegurar y es que existe una clara mayoría conservadora. Esta polarización se da también a nivel territorial: Lula y sus aliados ganan en 11 Estados; Bolsonaro lo hace en 14, que incluyen los dos Estados más poblados y sus respectivas capitales: Sao Paulo y Río de Janeiro, a lo que hay que añadir al Distrito Federal.
Se habla mucho de polarización, pero habría que intentar explicarlo bien. Hay polarizaciones y polarizaciones. En el primer mandato de Lula esta era, en gran medida, por la izquierda. Ahora la polarización es claramente por la derecha. Dicho de otra forma: son las fuerzas de las derechas autoritarias y liberal-conservadoras las que configuran el mapa político, influyen sobre la agenda y refuerzan su capacidad de movilización político-electoral. Las polarizaciones políticas son casi siempre asimétricas. Lula ha tenido que construir, para poder ganar, una coalición electoral muy amplia y heterogénea, con concesiones significativas a los poderes económicos y mediáticos, ambigüedades calculadas y guiños a un electorado que tiene memoria y confianza. En un momento se creyó -las encuestas favorecían esas expectativas- que la batalla se podría ganar en la primera vuelta. No fue así. Ahora hay que gobernar frente a una oposición política social y culturalmente fuerte, con gran capacidad, insisto, de movilización y con fuertes resortes de poder en los cuerpos de seguridad y, sobre todo, en las fuerzas armadas.
El Presidente electo va a tener que moverse en un terreno minado. De un lado, debe intentar restarle apoyos y base social a un bloque de extrema derecha que emerge con mucha fuerza; del otro lado, debe dar coherencia a una coalición que va desde la izquierda comunista hasta una parte significativa de la derecha económica-empresarial y financiera. Después de un periodo de contrarreformas sociales que han golpeado duramente a las clases trabajadoras, a los sindicatos y a los pensionistas, Lula aparece como el hombre capaz de revertir la situación y construir un país más justo e igualitario. Los aliados ocasionales del Presidente electo ya le están exigiendo que se vaya al centro, que cuide el sagrado equilibrio de las finanzas públicas y que siga las reglas del techo del gasto aprobadas por el gobierno golpista de Temer.
Es un dilema que empieza a aparecer, cada vez con más fuerza en América Latina: compatibilizar frentes amplios contra unas derechas que se han hecho extremas con las necesarias transformaciones estructurales que exigen las clases populares y, específicamente, los sectores sociales más vulnerables y empobrecidos. Se calcula, por ejemplo, que en Brasil más de 33 millones de personas sufren hambre y más de 100 millones viven en una permanente inseguridad alimentaria. Las desigualdades sociales son cada vez más extremas y la concentración de renta, riqueza y poder adquiere unas dimensiones dramáticas. Todo ello en un contexto marcado por una situación económica cada vez más difícil, conflictos geopolíticos relevantes y la militarización creciente de las relaciones internacionales que tienden a la formación de bloques socioeconómicos contrapuestos.
Hay una paradoja que sorprende mucho. Me refiero al anticomunismo como eje de la estrategia discursiva de unas clases dominantes en proceso de reforzamiento ideológico y reorganización político- electoral. Anticomunismo sin comunistas; en momentos donde la izquierda encuentra grandes dificultades para concretar una alianza política capaz de impulsar programas alternativos al neoliberalismo y donde el esfuerzo táctico se pone al servicio de no inquietar al todopoderoso imperio del Norte. En casi todas partes lo mismo: derechas cada vez más radicales e izquierdas que moderan programa y proyecto para organizar frentes que impidan su triunfo. Esta segunda ola es diferente a la anterior, más defensiva, menos propositiva y más preocupada por defender derechos y libertades públicas que por construir un futuro distinto y superador del desorden existente, al menos a corto plazo.
El “lulismo” se ha podido definir como un modo concreto y preciso de regular el conflicto social desde una estrategia que tenía en su centro la lucha contra la pobreza, la inclusión y los derechos de las capas sociales más golpeados por las políticas neoliberales sin, era la clave, confrontar con el capital. Fue eso y algo más, entre otros asuntos, porque, para los que mandan, la cuenta de resultados no es siempre el mejor y único baremo para medir su poder social. Los dos mandatos de Lula y el mandato y medio -interrumpido por un golpe judicial-parlamentario- de Dilma Rousseff así lo ponen de manifiesto. El poder es siempre relacional y los gobiernos del PT iban más allá de los límites de un sistema que se preparaba, además, para una crisis económica internacional de grandes dimensiones.
¿Qué hará Lula? Lo de siempre: partir de la realidad y ganar autonomía para realizar políticas sociales avanzadas y recomponer el bloque popular. El margen de maniobra es estrecho, por lo tanto, habrá que maniobrar y buscar alianzas vencedoras problema a problema, tema a tema. Una de las claves de bóveda de su gobierno será la búsqueda de una nueva relación entre política externa e interna para cambiar una relación de fuerzas (internas) demasiado desfavorable. No es un juego de palabras. Es el poder que da dirigir un país de las dimensiones económicas, demográficas y político-culturales como Brasil. Lula tendrá un gran protagonismo en un mundo que cambia aceleradamente. La influencia será visible pronto, afectará a todas las dimensiones de la política internacional y tendrá consecuencias internas -también económicas- relevantes.
La estrategia parece clara: más integración regional para construir un mundo multipolar justo y democrático sin enfrentarse, obligatoriamente, con el poder del Norte. Es decir, la cuadratura del círculo. ¿Cómo lo hará? A la brasileña, poniendo una vela a Dios (China) y otra al diablo (EEUU). Para la izquierda es también un programa, fortalecerse con Lula y ganar poder externo e interno. Hay que ir más allá de la retórica. Hace falta inteligencia, audacia y coraje: no será fácil. ¿Cuándo lo fue?
*Nota publicada en lel medio nortes.me
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