Por Santiago O'Donnell
Fue la despedida que Donald Trump se merecía. Cientos de fanáticos enardecidos entrando por la fuerza al Capitolio para interrumpir el viejo ritual de certificar una elección, en este caso la que ganó Joe Biden, como si semejante acto pudiera cambiar el resultado de la voluntad popular. Una toma de palacio alentada por el propio presidente, un acto de fanfarronería con los minutos contados, sin ninguna consecuencia política más allá de hundir aún más en el desprestigio al magnate neoyorquino, quien demostró ser incapaz de respetar las reglas democráticas durante todo su gobierno y aún más cuando eligió desconocer su derrota electoral.
Fue, eso sí, un golpe más al débil tejido social estadounidense atravesado por una grieta multicultural, que no pone en riesgo el funcionamiento de las instituciones a corto plazo pero escenifica una crisis de representatividad y legitimidad que viene desde hace tiempo y que tuvo su máxima expresión, precisamente, en el ascenso de un personaje racista, machista y chauvinista a la presidencia, y se prolongó durante cuatro años de políticas basadas en el señalamiento del Otro como enemigo a odiar, y culminó con este desenlace patético, tan dramático como insustancial.
Cuando ya la escena no daba para más, cuando el mundo y los propios estadounidenses se cansaron de mirar el show decadente por televisión, cuando ya se estiraba demasiado, salió Biden por televisión para decirle al mundo que lo que veía no era lo que Estados Unidos representa, que su país está hecho de gente decente y buena, y para decirle directamente a Trump, prácticamente ordenarle, que termine su pataleo y llame a su gente a abandonar el Congreso antes de que alguien salga lastimado, más allá de la mujer baleada, aparentemente por un guardia de seguridad, según informaron algunos medios locales. Biden mencionó la palabra "sedición" como para dejar en claro que el chistecito les puede costar caro a los revoltososos ultraderechistas que habían interrumpido una sesión legislativa en el Capitolio, algo de lo que no se registran antecedentes en Estados Unidos.
El mensaje de Biden hizo reacciónar a Trump. Al borde del suicidio político, el todavía presidente llamó a sus muchachos a abandonar la toma, ya rodeados de patrulleros y policías listos para actuar. Dijo que los entendía, que le habían robado la elección, pero que ya era hora de volver a sus casas. Al momento de escribir estas líneas los rebeldes trumpistas se empezaban a dispersar triunfantes sin haber logrado nada para su causa mientras se acercaba la hora del toque de queda, ultimátum que preanuncia una actitud más represiva por parte de agentes federales y sobre todo de la Policía del Capitolio, la fuerza encargada de custodiar el predio tomado, que responde directamente a las autoridades del Congreso.
La despedida de Trump fue bochornosa, sí, pero no hay que perder de vista lo importante. En catorce días Estados Unidos tendrá un nuevo presidente. Uno muy distinto a Trump en muchos aspectos. Un cultor del multilateralismo acostumbrado a trabajar con los republicanos, no en contra de ellos, que llega con el mandato de cerrar las heridas abiertas por su predecesor. Un tipo centrista, con virtudes y defectos, pero que no tiene los antecedentes de mentir e insultar casi a diario por Twitter, como nos había acostumbrado Trump. Nada de lo ocurrido hoy impedirá que el traspaso suceda. Al contrario. Hoy quedó claro que el camino de Trump no es el que eligieron la mayoría de los estadounidenses. Hoy Estados Unidos y el mundo entero pudieron ver, acaso como nunca antes, la peor cara del movimiento extremista ultraderechista que este mandatario lamentable supo liderar. Un show tan liviano, inútil, grosero y triste como el hombre que lo inspiró.