Por Alejandro Marmo
El padecimiento de lo malo deja su aprendizaje para un verdadero trabajo de construcción espiritual. Es necesario afinar el concepto del optimismo cuando todo en la época viral es de una positividad fofa. Así lo dice la frase: Aprendí todo lo malo, aprendí todo lo bueno... en el tango "Las cuarenta".
Esto me disparó un recuerdo del verano de 1988, momento difícil en la memoria argentina. No obstante, el empaquetador de una fábrica de cerámicas, que lamentablemente cerró por quiebra en los finales de los años ´90, nos dejó una enseñanza en su casita de Mar del Tuyú.
El que también era padre de un compañero de la secundaria, nos dio un mensaje que, al día de hoy, resuena en cada crisis de esperanza. Con enorme generosidad nos prestó aquella casa sin terminar, con ladrillos huecos sin revocar, para pasar los típicos veraneos de la adolescencia. Entre amigos y sin contar con otro recurso más que el mar bonaerense, disfrutábamos del fuego sagrado de una lata de conserva casi vencida.
En una de sus paredes había una frase sobre el optimismo que me quedó grabada como un pensamiento centrifugo: “No creas en nada, salvo en lo irrelevante”.
La vida pasa como la cinta que lleva las valijas del aeropuerto. Mientras tanto, el pesimismo se actualizó para canalizar su poder con el celular en mano y suplantó, en las nuevas generaciones, el viejo posteo del cigarrillo de Hollywood.
Los sentires oscuros de siempre, se disputan la manera de poder expresar su presencia en el mundo paralelo de la realidad ampliada. No resulta ajena la vieja estrategia de corromper el optimismo para achatar la cabeza y que gobiernen los mensajes dominantes y engañosos. En la patología de la información, el sentido es desmoralizar.
“Urbi et orbit” en la traducción “a todo el mundo”, tiene una significación aparentemente optimista. Aunque, en realidad, esconde un veneno que es el “nadie”. Plantea que el mundo se actualiza siempre en modo avión y te lleva puesto sin señal si no orientas tu antena.
Terminas, entonces, en la desolación punk de no creer en nada. Situación que suena cinematográfica para “Sid y Nancy” pero te deja sin nafta para la belleza de vivir la naturaleza y el pensamiento creativo, en este planeta marginal.
Hay un escenario contradictorio que se planta como una nebulosa y nos involucra con sus garras en el juego de la vida. Allí la disyuntiva de tomar decisiones trágicas, generalmente es vista como una carga negativa de la pila, en nuestro cerebro. El pensamiento vital para morir muchas veces y navegar esta vida intensamente, nos desemboca en un optimismo genuino donde todo es incertidumbre y libertad.
En la aventura de pinchar una cubierta en la madrugada fría y sin rueda de auxilio, el sol negro de la noche alumbra la gomería abierta, sobre Avenida Márquez, cerca de donde ocurrieron los fusilamientos clandestinos de José León Suarez. Allí entra en escena el verdadero optimista del parche y da cátedra para no desesperarse en momentos donde la soledad conurbana y el caño de escape fumador, dan escalofrío.
El gomero entiende que mientras haya algo para emparchar, el optimismo vive en la lucha.
Las emociones siempre nos anticipan cuando los nubarrones de la tristeza apagan el sentido de aquello que nos activa el interés, la vocación y la certeza de saber para qué hacemos lo que hacemos.
Como sentir el temblor antes de los temporales, como las hormigas emergen del hormiguero antes de una tormenta, como los anfibios cambian la piel o como se regeneran las arañas. Entender los ciclos del optimismo también puede renovar la lectura de la realidad y evitar que nos envenene una esperanza vieja que nada tiene que ver con nuestro contexto.
Si uno escucha el final de una época, asoma la dimensión de un optimismo nuevo con la necesidad de ser descubierto. Recibir "la revelación de creer en algo", cuando el escepticismo por los optimismos viejos marca la herida, es abrir los sentidos en el esquema de un formato para entusiasmarnos.
El panorama a descubrir en este tiempo, nos involucra necesariamente en el mundo de la realidad expansiva donde el pensamiento positivo encuentra múltiples ramificaciones. Es el verdadero optimismo en la resurrección de morir y renacer en los desafíos.
En cambio el optimismo negro nos lleva a la euforia de seguir insistiendo en que "estará todo bien y se solucionará el problema". Una pose cómoda para no tomar decisiones y dejar que la vida se licúe en un organigrama de actividades grises.
En el ámbito social que vivimos a diario, la vieja escuela de la esperanza para mejorar, puede desarrollar múltiples realidades que se encargan de sembrar optimismo ficticio. El objetivo es manipular la acción y llegar a un resultado programado.
En esa táctica que se impulsó en la antigüedad para gobernar, se utilizan armas legendarias para estimular.
Una de las ramas que estructuran el pensamiento positivo es la guerra virtual, lo que no se puede hacer en la realidad física, se desarrolla en el mundo “game”.
Jugar agresivamente activa la adrenalina por un futuro brillante que puede dar el resultado de la sobrevivencia.
La isla flotando en el medio del metaverso es el semillero para contar buenas historias y declararle la guerra al pesimismo y a la violencia de la calle.
Los discursos y los desimantados líderes de la actualidad construyen día a día la factoría de la desilusión colectiva, surgiendo los nuevos conceptos de optimismo.
Parece que en la cultura “pop game”, la esperanza que se manifiesta en los juegos, aun no tiene un análisis profundo de la sociología analógica.
Queremos más jefes, más enemigos atractivos, el juego como servicio y el jugador solitario. Por ello la teoría de ser gobernados por hologramas, en un futuro, presenta un escenario alentador para el público.
El optimista es el que escribe lo que piensa y no muere con el veneno de pretender ser escritor, por una ambición egocéntrica del pesimismo.
El “Diego Iluminado” nos deja la poética sobre el optimismo: “La pelota no se mancha”.