Por Eva Giberti
A simple vista todo parecía natural y en orden: la platea repleta, los palcos colmados, mientras en el escenario se desplegaba el semicírculo de los y las constituyentes. Tal como puede verse en las fotos, un primer plano de las autoridades acodadas sobre la gran mesa que presidía el acto; aparentemente se trataba de la misma rutina estética que se planifica para la realización de cualquier encuentro político. Sin embargo, la presencia de las mujeres constituyentes y de la presidenta de la Convención implicaba una nueva y flagrante distribución del poder, opuesta (no me atrevería a decir antagónica) a la tradicional hegemonía masculina. Digamos (convivencialmente) complementaria, del que fuera estricto uso del poder a cargo de los varones.
No sólo estábamos frente a la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, sino que dicha autonomía había sido diseñada por hombres y por mujeres. Mujeres que, esa mañana del 10 de octubre, ocupaban el lugar de sus derechos, larga y duramente defendidos durante décadas mediante la participación de las primeras militantes de partidos políticos y las primeras sindicalistas. El jueves por la mañana, para quienes formábamos parte del público, la escena aparecía tan natural como sin contásemos con una antigua tradición de mujeres políticas en ejercicio del poder. Y no es así.
Había quedado atrás, pulsante en la memoria de quienes recordábamos, la historia de las luchas por los derechos del género mujer, las actividades de las anarquistas, que en los últimos años del siglo XIX organizaron la resistencia contra una legislación excluyente de los derechos de la mujer: también denunciaban la opresión que provenía de la familia patriarcal y autoritaria, al mismo tiempo que protagonizaron las primeras luchas laborales en favor del género.
En 1902 se fundaron el Centro Socialista Feminista y la Unión Gremial Femenina. Alicia Moreau de Justo impulsó aquellas iniciativas que siguieron con la Unión de Universitarias Argentinas en 1904, el Centro Feminista, en 1905, y en el mismo año el Centro Feminista de Libre Pensamiento. Instituciones que reclamaban condiciones de trabajo para la mujer, su igualdad ante la ley y el derecho a votar.
Tiempos en los que surgieron contradicciones entre aquellas que eran feministas y quienes no lo eran (el Consejo Nacional de Mujeres se oponía al voto femenino y adhería a la defensa de los roles tradicionales de las mujeres). Durante aquellos años, que precedieron a la que sería “la guerra del ’14”, feministas y socialistas consiguieron avances en la legislación laboral destinada a las mujeres, pero las instituciones y los grupos militantes contaban con escaso apoyo por parte de la comunidad. Recién en 1918 se retomó, mediante la Unión Feminista, el sentido de esta lucha por nuestros derechos: se introdujo la técnica de la dramatización de un sufragio realizado por mujeres, haciendo “como si” las mujeres votasen tal como lo muestran los documentos de la época. En Santa Fe y en San Juan, las mujeres pudieron votar en las elecciones municipales desde 1920, pero el golpe de Estado, en 1930, desarticuló la participación femenina en los campos de la política. Tres años más tarde se fundó la Asociación de Mujeres organizadas en forma de resistencia al gobierno del presidente Justo, que pretendía abolir las reformas de la legislación civil.
La presencia de Perón reactivó la participación política de las mujeres y Eva Perón, en 1947, consagró nuestro derecho al voto. Sin embargo, la labor política se ceñía alrededor de lo que se consideraban actividades “esencialmente femeninas”, fenómeno que se reprodujo en todos los partidos políticos que más tarde habrían de ocupar los lugares del gobierno o de oposición. Las decisiones políticas las tomaban los hombres.
El mercado y el poder
Las mujeres, durante años, constituyeron un mercado que los hombres de la política debían atender. Era un mercado disperso, razón por la cual contaba con menores posibilidades de negociación o de obtener “precios justos”, de allí que el género masculino intentó, históricamente, apropiarse del mismo, ya fuese seduciendo o prometiendo de acuerdo con lo que ellos suponían que eran necesidades femeninas. Para el género mujer resultaba difícil evaluarse como mercado –desde esta perspectiva de políticas partidarias– ya que las presiones culturales, familiares, conducían a verse a sí mismas como “compañeras del varón”, sin exigir ni reclamar lugares en la vida pública, acordes con su militancia y con su capacidad. No sucedía del mismo modo con todas las mujeres con vocación por las prácticas políticas y muchas comprendían la arbitrariedad de su exclusión tanto de los cargos jerárquicos dentro de sus partidos, así como de su postergación como funcionarias cuando su partido ocupaba el gobierno.
El tema del poder, ejercido en la política, podía resultar chocante para aquellas mujeres convencidas de la exclusividad de los roles domésticos y maternos: más aún, muchas de ellas, durante su militancia partidaria, no dudan en rescatar una posición maternante o subordinada respecto de los varones (sí, ya sé, a quienes leen no les sucede de este modo, me refiero a las otras, a las que rápidamente se ocupan de lavar los ceniceros y las tacitas del café después de las reuniones políticas). No planteo un enfrentamiento entre hombres y mujeres (tampoco se me ocurriría negar que éste subyace o se evidencia), sino tener en cuenta que las nuevas igualdades puestas en marcha durante este siglo no responden, todavía, a una distribución democrática de las áreas de decisión.
La presencia del poder compartido y ejercido en democracia, tal como podía advertirse durante el lanzamiento de la Constitución en el Teatro Colón, contrastaba con la idea de poder que aún sobrellevan algunas mujeres, el poder como mala palabra, derivada de la idea maquiavélica de uso, usufructo y abuso.
Aquella mañana, el poder que se precisa para elegir, asumir y tomar decisiones políticas se transparentaba en la presidenta de la Convención (lo de transparentar no es casual: hay transparencias que permiten ver una historia de vida sostenida por dignidades y corajes acoplados.) Del mismo modo que el poder sonreía, enérgico y experto, peleador y sensato, en las constituyentes que finalizaban esta parte de su labor. Con otra índole de poder, las asesoras de las y de los constituyentes, dispersas entre el público, se veían exhaustas y triunfantes, porque muchas de sus ideas formaban parte de los debates que precedieron a la edición del volumen que Graciela le entregó al jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
No era natural que todas ellas estuvieran donde estaban: era, ni más ni menos, un triunfo político, cultural e histórico. Ellas reproducían la voluntad de ocupar un lugar de decisión en la construcción del país, por el que habían peleado quienes ya no estaban presentes. Y lo lograron. Claro, debería haber habido un homenaje mayor de mujeres políticas en la firma de esta Constitución: esa proporcionalidad es tema pendiente.
* Publicada el 15 de octubre de 1996.