Por Sandra Russo
El 24 de marzo no tiene palabras. El 24 de marzo murieron las palabras. Su resonancia abre en nuestros interiores los dolores que eran inimaginables. Hasta la violencia tiene un contrato, como la guerra. Se rompieron todos y vino el terror.
Las formas que adoptó nos acompañan a los que fuimos contemporáneos. Nunca dejará de erizarnos su sonido, el de un patrullero o un falcon estacionando en la cuadra. Los portazos. Las preguntas elementales que nunca fueron respondidas, dónde están, qué hicieron con ellos, nos atravesaron veinte años. Ese ver trauma que no cesa tuvo sin embargo su recompensa por no haber cejado nunca, por no haber desfallecido, por haber perdido el miedo. Esas mujeres. Esas madres. Esas abuelas.
En ellas la fuerza de la maternidad, poderosa, intensa, hecha carne, las hizo discutir mucho pero en algo siempre estuvieron de acuerdo: había que seguir pidiendo Justicia cuando el tiempo asaba y llegaban las leyes del perdón. Siguieron. Siguieron. Y con Néstor Kirchner llegaron los juicios y para muchxs, no todxs, se pudo cerrar el círculo perverso de la desaparición como metodología aberrante.
A lo largo de casi cinco décadas de vida argentina, en los momentos inestables, en las crisis, en las encrucijadas, en los dilemas, hemos mirado a las madres y las abuelas. Ellas, ya grandes, ya pocas, son todas, las que están y las que ya no están, el capítulo sanador de nuestra historia, el bálsamo que calma porque ante el enemigo ha mostrado los dientes, la fuerza del amor en el estado más puro concebible. Ellas son la luz de nuestra historia reciente. Mujeres animales en el mejor y más intenso sentido de la palabra. Necesarias cada día para no perder el equilibrio.