Por EDGARDO MOCCA
La filtración de presuntos chats y la lluvia de denuncias abrió una grieta en la iniciativa política de la derecha. Limitaciones y oportunidades en la coyuntura actual.
La sucesión y acumulación de escandalosas revelaciones en torno de funcionarios públicos, jueces y personajes relevantes de la política dan cuenta de manera terminante de la existencia de verdaderas redes delictivas desplegadas en pleno interior de las instituciones vitales del poder constitucional-estatal (funcionarios de gobierno, miembros del Congreso, jueces, grandes empresarios de la comunicación…y la lista parece abierta a nuevas incorporaciones). ¿Puede pensarse en la inevitabilidad de una crisis del bloque de poder efectivo y permanente en nuestro país? Un determinismo “justiciero” como éste merece ser guardado rápidamente en el rincón del infantilismo político. Sin embargo, su contracara, el escepticismo extremo, la sensación de que la impunidad es invencible, no es un punto de vista más certero.
La historia política no tan lejana en el tiempo tiende a poner en duda esa “verdad de los escépticos”: los militares de la dictadura fueron eyectados en tiempo récord, una vez que la aventura militar en el sur que ellos mismos pusieron en acto terminó en derrota, humillación y dolor colectivo. Nadie, unos pocos días antes del desembarco en Puerto Argentino, hubiera apostado un peso a favor de tamaña retirada -rápida y lapidaria- de los generales de la dictadura. Claro que las fuerzas empresarias, religiosas y de diversos sectores de la sociedad que auparon el golpe de 1976 y fueron beneficiarios principales de las políticas públicas de la dictadura no acompañaron su desdichada deriva. Así y todo, negar la importancia histórica del derrumbe de la dictadura no sería un relato justo de la historia.
El pacto constitucional de hecho que se abrió paso a continuación permitió una época difícil, compulsiva y hasta crítica, pero a la vez rica en experiencias políticas y sociales: no sería sostenible ninguna equiparación de estos casi cuarenta años últimos de nuestra historia con los tiempos de los grupos de tarea y los crímenes en masa contra la población. Los sucesos de 1982 no eran necesarios en términos históricos, mucho menos inevitables; no es que fueran “casuales” pero digamos que tranquilamente podrían no haber ocurrido; la historia hubiera seguido de otro modo y nadie puede asegurar de qué modo concreto. El determinismo político es una contradicción en sus términos; si algo está “determinado” no puede ser objeto de la política.
Descartada la posibilidad de que los hechos de corrupción estallados en manada marquen “necesariamente” una oportunidad para cuestionar el régimen vigente en nuestro país; un régimen que no puede definirse como autoritario pero difícilmente pudiera llamarse democrático y constitucional cabe preguntarse por otra “certeza determinista” que también circula entre nosotros: la que dice que todo esto no tendrá ninguna consecuencia porque el bloque de poder es un coto invencible, más aún, inexpugnable. Lo que sí es innegable -como siempre en política- es la existencia de cambios coyunturales muy importantes: una situación compleja para la oposición, marcada por pasajes de fractura cruzados, públicos y privados, inquietud por ciertas candidaturas que aparecían “cantadas” y una sensación de descontrol que suele ser el prólogo de decisiones equivocadas y hasta suicidas.
A esto hay que agregar una parálisis institucional bastante generalizada. Las cámaras del congreso no funcionan, claramente a causa de la estrategia defensiva de la oposición: no es una apertura de canales institucionales lo que está necesitando, sino más bien ganar tiempo, “desensillar hasta que aclare” hubiera dicho un jefe político histórico (un tal Perón, siempre muy alejado de los personajes que hoy protagonizan esta saga). El poder judicial -parte central de esta película de escándalos- mantiene paralizado al consejo de la magistratura. Nada menos que el presidente de la Corte Suprema aparece pétreamente involucrado en hechos que, por lo menos, involucran abusos aberrantes.
¿Y el gobierno? A diferencia marcada de su actuación en oportunidades parecidas, ha planteado iniciativas: la más importante de todas, la decisión de tramitar el juicio político al presidente de la Corte (aunque sigue estando en discusión la extensión del proceso a todos los cortesanos). Es una oportunidad para un gobierno que ha hecho del rechazo al conflicto político una marca de su desempeño. El juicio político no llevaría a una condena mayoritaria de los involucrados, pero sería una experiencia de alcances históricos, marcaría un antes y un después. El gobierno tiene una nueva oportunidad y daría la impresión de que está dispuesto a transitar el territorio del conflicto. Por lo pronto “tomó posición” ante la situación, una posición que lo obliga más que nunca a una adecuada combinación de audacia y de cálculo que no ha sido, hasta aquí, su rasgo mejor: la mayor parte de las veces el cálculo (casi siempre conservador o pasivo) se impuso a la audacia.
Las fuerzas populares, en el sentido más amplio, más inclusivo, más generoso de la expresión, están ante una oportunidad. Porque el potencial conflicto que está en marcha tiene la marca de un parteaguas central de la política argentina: el que divide aguas entre las necesidades no satisfechas de una amplia mayoría de la población y el comportamiento corporativo, mezquino y en ocasiones mafioso de los distintos círculos concéntricos del poder real en la Argentina. De ese poder que nadie vota en elecciones libres. Que no figura en ninguna constitución y en ninguna ley. Que es un poder esencialmente fáctico: se tiene porque se usa.
Hay un lugar común muy usado en ciertas arenas militantes que dice que los problemas judiciales no tienen interés para el pueblo. Que la clave para su movilización no está en las formas del derecho sino en las demandas económicas y sociales insatisfechas; nada nuevo bajo el sol del activismo popular: este modo de pensar recibió el nombre de “economicismo”, allá en los primeros años del siglo XX. La reducción de la política a la economía termina siempre (o casi) en un elitismo que deja en manos de círculos muy pequeños las decisiones políticas. (Claro: si la política no es para el pueblo -preocupado siempre solamente por los problemas económicos- termina siempre en manos de burocracias pasivas y manipuladoras.)
Entre la saga del Lago Escondido (espléndida metáfora para la oscuridad de las trampas y los tráficos de influencia salidos a la luz) y los Dalessandro y los Milman han producido una grieta en la iniciativa política de la derecha. Está claro que no se trata de corrupción eventual o circunstancial, que hay, allí sí, una asociación ilícita de utilización sistemática de posiciones en el terreno estatal, judicial y del sistema político a favor de grupos delictivos. Con estos materiales hay suficiente para impulsar un reagrupamiento político con la consigna de la reconquista del estado de derecho en la Argentina. Y con el estado de derecho -y con la política- está definitivamente ligado el interés de los trabajadores y, en general, de los sectores más postergados del pueblo.