Por Mariana Enriquez
Miraba el cementerio de heladeras desde el otro lado del alambre. Tenía seis años. Había cientos de heladeras abandonadas, les crecía el pasto alrededor y también pilas de basura. Algunas no eran blancas, estaban pintadas de marrón claro, un color sucio. Me imaginaba cada caja de metal como un ataúd. ¿Qué tendrían adentro? La gente usaba las heladeras para descartar o para ocultar cosas. Perros, fetos, cadáveres. Las heladeras también habían sido descartadas por una fábrica que había cerrado. Todas las fábricas cerraban a nuestro alrededor.
Los chicos jugaban mucho en el cementerio de heladeras, era un lugar perfecto. Al menos hasta que una de las heladeras se convirtió en ataúd real. Uno chico que estaba solo, o que fue abandonado por sus amigos asustados, se metió dentro de una de las heladeras. El modelo que eligió era anticuado y no se abría desde adentro. Lo encontraron varios días después: había muerto ahogado, tenía los pies rotos de patear la puerta. Después de su muerte reforzaron el alambrado alrededor del cementerio, una medida sin sentido porque ya nadie se atrevía a entrar.
Después de las heladeras llegó el señor del ataúd de madera. Antes de conocerlo, yo lo imaginaba como un líder ocultista, con polera negra y una cruz invertida colgando de una cadena de plata, brillante en el medio del pecho. Pero era un hombre común de camisa y pantalones de grafa, de piel oscura y canas muy blancas. Era el hermano mayor del verdulero y lo más impresionante de su aspecto era la uña del dedo pulgar, que se dejaba muy larga y estaba amarilla, quizá del cigarrillo, quizá por algún hongo. Trabajaba como sereno en el cementerio de Lanús. Se contaba que les robaba joyas a los muertos, anillos, dientes de oro. El miedo empezó cuando se trajo un ataúd del cementerio y lo puso en el jardincito de su casa, que daba a la vereda. Lo usaba como un banco. A la tarde, decían, yo jamás lo vi hacerlo, se apoyaba en la puerta de hierro de su casa, junto a un rosal seco, e invitaba a tomar mate sobre el ataúd. Siempre muy amable, preguntaba a los invitados si querían saber cómo se sentía estar adentro. Tiene colchón, es de buena calidad. Yo lo cierro, pero unos segundos, nada más. Hasta que sepan lo que se siente y enseguida lo abro.
Dentro del ataúd se sentía un abrazo. No de manos frías, ni de huesos de esqueleto. Eran manos calientes, como afiebradas, brazos que rodeaban el cuerpo. El dueño del ataúd abría la tapa cuando el abrazo resultaba insoportable.
Mis padres me llevaban de visita a Caballito cuando íbamos a Capital. Veníamos del sur y cruzábamos Parque Chacabuco. En el barrio, sobre el parque y sobre un sector de casas, la dictadura construyó la autopista y desalojó a los vecinos. Muchos se resistieron pero solamente uno se negó a dejar su casa. Se suicidó colgándose de la lámpara del living. Así lo encontraron antes de la demolición. Y, al día siguiente, cuando volvieron, el ahorcado los recibió, ahora fantasma, bamboleándose de un lado a otro, girando sobre sí mismo. La sombra del ahorcado aparece hasta hoy en el muro que alguna vez fue parte de su casa. Es fácil verla algunas noches, gracias a las luces de la autopista que lo mató. Se ven con mucha claridad las piernas separadas y los dedos tiesos.
Mi mejor amiga de la infancia tenía un perro horrible, más ancho que largo y nada cariñoso. Una tarde, cuando merendábamos en su casa, enloqueció. Saltó a la cara de la madre de mi amiga, su dueña, y de un mordisco le arrancó los labios. Fue una mordida firme y, después, un tirón. Los labios cayeron al suelo y el perro se los comió. La dueña había cometido un error: intentaba sacarle una pata de pollo de la boca cuando fue atacada. No hay que sacarle la comida de la boca a los animales. No merecía, sin embargo, semejante reacción, semejante castigo. Recuerdo los dientes de la mujer sin labios entrechocándose, el pecho lleno de sangre, sus gritos. Nunca más confié en un perro. No me engañan sus ojos tiernos ni la cola alegre ni su jovialidad ni los topetazos amistosos. Sé de lo que son capaces, lo vi. No me gustan los perros, ni los grandes ni los chicos ni los lindos ni los feos ni los vivos ni los muertos.
Hace un año, en un cementerio de la costa, cerca de Miramar, los padres de un niño muerto encontraron que la tierra de la tumba del hijo había sido removida. Hicieron la de denuncia. La tumba fue abierta: el ataúd estaba vacío. Los perros de la policía encontraron el cuerpo al costado de la ruta 11. Esos días fuera de la tumba los había pasado en una heladera, seguramente en un freezer: tenía signos de congelación. Además, le faltaba el cerebro. Alguien abrió y después suturó la tapa del cráneo con prolijidad. También se llevó sus genitales y sus dientes. ¿Quién guarda bebés sin cerebro en un freezer? ¿Para qué quería sus dientes, para qué los necesitaba? ¿Hubo un solo ladrón de cuerpos? Hay pocas notas sobre el caso, a pesar de su espectacularidad y su horror morboso. Cualquier tontería ocupa horas de televisión y miles de páginas. ¿Por qué no es noticia un bebé muerto, robado y mutilado? ¿Quiénes ingresaron por la noche en ese cementerio cerca del mar? Un hombre y su perro, la cruz brillando bajo la luna, una linterna con su fría luz de heladera, el olor de la tierra y la sal.
* Este es uno de los textos que la autora leyó en la presentación No traigan flores, el 16 de marzo pasado en el Teatro Coliseo, acompañada de Alejandro Bustos (visuales con arena), Mono Hurtado (contrabajo) y Pablo Ledesma (saxo). Son fragmentos de leyendas urbanas, microrrelatos y crónicas breves de hechos reales. Nunca fue publicado, sólo lo había leído previamente en un show de la banda Mueran Humanos.