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Opinión del Lector

Feminista en falta: Silvina Luna y la economía de la belleza

Mercedes Funes

Por Mercedes Funes

Más allá de la mala praxis médica que provocó el calvario de la modelo, su autoexigencia es la de todas. Y aunque hasta ella misma se haya culpado por “caer en la trampa de los estereotipos”, ninguna tiene la culpa: una serie de artículos recientes de The Economist dice que es económicamente racional para cualquier mujer ambiciosa querer verse de acuerdo a los estándares impuestos.

Nunca fue más fácil culpar a la víctima. Nos horrorizamos ahora ante la tragedia de Silvina Luna, joven, bella y luminosa mucho antes de las cirugías estéticas que pusieron en jaque su vida. Pero hasta ella se responsabilizó a sí misma –en una entrevista de hace apenas tres meses con María Laura Santillán en Infobae– por haber tomado la decisión de operarse, por “haber caído en la trampa de los estereotipos”. ¿Acaso tenía escapatoria trabajando en el teatro de revista, con su físico?

La respuesta es que no, que no la tenemos siquiera las que nos dedicamos a otra cosa, que más allá de la mala praxis médica que es la verdadera razón de su calvario, la autoexigencia de Silvina es la de todas. Y ninguna tiene la culpa: es razonable para cualquier mujer que pretenda progresar en su carrera –no importa de qué trabaje– querer verse de acuerdo a estándares de belleza inalcanzables hasta para las más bellas.

“Yo creía que no era suficiente”, dijo Silvina en esa nota de Infobae. Y parece increíble al verla, hermosa aún ahora en su cuerpo castigado, ¿cómo iba a ser insuficiente una de las chicas más lindas entre las lindas? ¿Cómo iba a ser insuficiente alguien que ya estaba desde el vamos por encima de cualquier estándar?

Sin embargo, no es una locura que lo sintiera así. Nada es suficiente en un sistema que nos mercantiliza mientras nos vende mensajes de autoaceptación. Basta con pasar un rato en Instagram: caras de chicas de veinte que parecen diseñadas con inteligencia artificial, un desfile de Laras Croft educadas en el body positivity desde el jardín de infantes e igual de obsesionadas con sus cuerpos que las de cuarenta y que nuestras madres.

En los últimos meses, The Economist publicó una serie de artículos en los que analiza un fenómeno que se mantiene en el tiempo, y al que titula sugestivamente “El peso del mundo: Economía de la delgadez”. Lo que concluyen diversos analistas consultados es bastante evidente para quienes padecemos a diario la experiencia “personal, pero a la vez universal” de tener un cuerpo siempre insuficiente para el mundo que habitamos. Y de todos modos hiela la sangre leerlo: “Es económicamente racional que una mujer ambiciosa intente por todos los medios posibles ser más flaca”; “Para una mujer obesa, perder peso puede aumentar su salario tanto como obtener un Máster”.

Es decir que, por mucho que hayamos escuchado sobre la brecha de género, la relación entre peso y salario también nos juega en contra. Los ricos son más flacos y eso tiene bastante sentido: tienen más acceso y más tiempo para ocuparse de llevar una alimentación saludable y hacer ejercicio. Pero eso se exponencia en las mujeres: las ricas son mucho más flacas que las pobres, mientras no hay una tendencia marcada que distinga entre el sobrepeso de los varones ricos y los pobres. Sobre todo: los varones más gordos no ganan menos, en general, que otros varones delgados.

Los estudios en los Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Francia y Dinamarca, y también los realizados en países de Latinoamérica, sugieren que una mujer obesa tiene una penalidad de alrededor del 10% sobre sus ingresos. Más claro: que las mujeres con sobrepeso tienden a ganar un 10% menos que otras colegas que ya ganan menos por el hecho de ser mujeres. Y no tiene que ver con la salud, sino con lo que los analistas llaman sin demasiadas vueltas “un particular gusto por la discriminación”.

Lo prueban citando una investigación en países escandinavos en que se enviaron postulaciones falsas a empleos en las que se digitalizaron algunas fotos para hacer ver más gordas a las aplicantes. El resultado no es una sorpresa: las posibilidades de que llamaran a esos perfiles para una entrevista disminuyeron brutalmente. Otro dato: la discriminación ocurre especialmente sobre las mujeres blancas, o acaso es más fácil de desagregar en ellas; otros grupos son discriminados antes por su origen racial y su clase, entre otras desigualdades propias de la interseccionalidad. Por lo mismo, la autoestima de las mujeres blancas de cierto nivel socioeconómico suele estar mucho más afectada por su peso y apariencia.

No es otra cosa que la trampa de los estereotipos de la que hablaba Silvina: llegar a un lugar de privilegio –su nombre en la marquesina de un teatro y una carrera ascendente en los medios– pero sentirnos insuficientes, llegar porque aprobamos el exámen de los estándares de belleza del momento, pero temer siempre que no alcance.

La imagen impuesta a las mujeres fue variando en el tiempo, pero las mujeres adultas de hoy nunca dejamos de sufrir por nuestro peso. Dice The Economist: en los 80 fueron las “radiografías sociales” de Tom Wolfe en La Hoguera de las Vanidades, señoras de alta sociedad tan delgadas que sólo tenían dos dimensiones; en los 90, el “heroin chic” londinense, con sus ojeras y sus figuras andróginas. La perfección de hoy es sólo quirúrgica: hay que ser totalmente livianas, pero con culo, tetas y bocas carnosas. Nunca tuvimos un discurso más liberado y nunca nos prestamos más a ser sexualizadas.

Lo decía Naomi Wolf en El Mito de la Belleza: la mayoría de las mujeres atractivas, exitosas y supuestamente dueñas de sí mismas, llevan una “subvida” secreta que envenena su libertad con ideas sobre su apariencia. No lo hacemos porque somos idiotas, sino porque advertimos la importancia que los demás le dan a nuestros cuerpos: para darnos un trabajo y para querernos.

Y de cualquier manera seguimos criando nuevas generaciones de chicas “que caminan en el bosque sin saber con que van a encontrarse, hasta que aparecen los árboles –dice The Economist–. Después podrán preguntarse cómo llegaron hasta ahí esos árboles y que tan profundo van sus raíces. Pero hay muy poco que podamos hacer sobre ellos y es casi imposible imaginar el mundo de otra forma”.

Es triste. Y es que el calvario de Silvina es personal e intransferible, pero su tragedia es tan generalizada como entender sin demasiado esfuerzo que no se trata de una sensación; en efecto no alcanza con ser inteligentes o educadas, ni siquiera con ser hermosas y menos con repetírnoslo en un hashtag: nuestro cuerpo siempre va a ser objeto de escrutinio.

Como plantean los analistas de The Economist, la mirada social –o lo que queda bien decir que miramos, agrego– puede haber cambiado en las últimas décadas, pero la realidad económica es la misma. ¿Cuánto cambiamos realmente? ¿Somos tan inclusivos como sostenemos o apenas estamos montando una nueva apariencia? Mientras rogamos que Silvina se recupere, deberíamos enfrentar esta verdad flagrante al menos para que las chicas dejen de caminar a tientas.

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