Por Carolina Moisés
Desde hace un mes, los docentes jujeños llevan adelante una conmovedora lucha en defensa de sus derechos laborales. Ellos encendieron la llama que se propagó hacia otros gremios, hacia los trabajadores desocupados y alcanzó su clímax tras la desafortunada reforma de la Constitución provincial, con la ejemplar resistencia que encabezan las comunidades originarias, cuyo acceso a la tierra y al agua se verá severamente afectada por la explotación indiscriminada del litio que habilitó la ilegítima modificación de la Carta Magna.
En este caldo se fue cocinando el descontento popular que ya no distingue sectores sociales: hay un enorme consenso ciudadano de repulsa al texto constitucional y al método utilizado para su redacción a espaldas del pueblo.
También hay un gobernador sordo, mareado de soberbia, que no registra la voz de las calles en rechazo a la inconstitucional reforma. En lugar de detenerse a reflexionar sobre las causas del levantamiento ciudadano, sólo recurre a la agudización del conflicto prometiendo más represión, más sanciones, más multas y más persecuciones judiciales hacia quienes no se disciplinen a sus designios.
El propio Presidente de la Nación formuló ante el gobernador Gerardo Morales un llamamiento a la reflexión y a la apertura de un espacio de diálogo institucional para superar la crisis. Como respuesta, el gobernador concretó una profundización del accionar represivo, que en la semana que concluye llegó al extremo de ordenar al Fiscal de Estado a agravar las causas penales sobre manifestantes, el cobro de multas millonarias y hasta el embargo de bienes a las de por sí empobrecidas comunidades originarias. El propio jefe de la Policía provincial superó cualquier límite al anunciar que mandará a la cárcel a personas sin la intervención de un juez.
Meten más miedo sobre el renacido pánico social tras las cacerías de personas en vehículos sin identificación, los allanamientos a las patadas de domicilios particulares y sin orden judicial, los apremios ilegales a detenidos, los disparos a los ojos de los manifestantes. Es el Jujuy del Siglo XXI que retrocede al oscuro y siniestro 1976.
Desde mi rol como legisladora nacional brego por hallar un ámbito de reflexión para aplacar los ánimos y reencauzar la convivencia social. Nadie quiere la repetición de escenas de enfrentamiento entre jujeños, en la que los lastimados siempre los pone el pueblo. Pero la sociedad jujeña observa que quien genera la violencia es el gobernador y el propio Estado.
Podrá tener visos de legalidad, pero la metodología en que se concretó la reforma constitucional la convierte en ilegítima. Porque concentra aun más el poder, porque le quita el acceso a la tierra a los pueblos originarios, porque el Poder Ejecutivo se apropia de la tierra y el acceso al agua, porque se eliminan los organismos de control y porque establece constitucionalmente un sistema de represión sistemática a todo atisbo de disidencia.
Se dio la paradoja de que en el mismo momento en que la Convención Constituyente –casi de madrugada y a puertas cerradas– aprobaba un artículo que dice que “el Estado fomentará la prevención de conflictos, promoviendo el diálogo y la solución pacífica de las controversias de las personas entre sí y entre estas de las autoridades municipales y provinciales”, en la plaza la ciudadanía recibía balazos, gases y hasta pedradas por parte de la policía.
Reconozco especialmente la intervención del presidente Alberto Fernández al atender y escuchar la posición de las comunidades originarias; destaco la postura del ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, quién se negó a reprimir al pueblo jujeño a pesar de las presiones del gobernador; la del ministro de Justicia, Martín Soria, que ejecutó la presentación de la acción de inconstitucionalidad de la reforma constitucional de Jujuy, como así también el involucramiento de la ministra de Trabajo Kelly Olmos, quien denunció ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) la violación al convenio 169, que establece como postulados básicos el derecho de los pueblos indígenas a mantener y fortalecer sus culturas, formas de vida e instituciones propias, y su derecho a participar de manera efectiva en las decisiones que les afectan.
El oficialismo jujeño repite como un mantra que “no permitirá el regreso de la violencia”, cuando la realidad cotidiana lo muestra como generador de violencia sistemática. La aventura presidencial de Gerardo Morales –que sólo alcanzó como premio consuelo la precandidatura a una vicepresidencia– ha tenido un costo monumental para los jujeños. Subiendo la apuesta por mostrarse más duro en el posicionamiento en la interna de su espacio político, el pueblo jujeño terminó siendo el pato de la boda. Puso el cuerpo, derramó su sangre y hasta perdió ojos de jóvenes comprometidos para hacer valer sus derechos.
A pesar de las amenazas, la persecución y la extorsión institucionalizadas, los jujeños y jujeñas le perdimos el miedo a Gerardo Morales. Es tiempo que los argentinos y argentinas empiecen a tenerlo.
* Diputada nacional por el Frente de Todos (Jujuy).