Por RODRIGO FRESAN
UNO El otro día, en un telediario, Rodríguez vio como se encendían los motores/reactores del Starship ("el cohete más grande del mundo", sí, pero de nombre más bien poco creativo), la mole se elevaba rumbo al infinito y más allá y, a los pocos minutos volaba por los aires aunque no cómo se hubiese querido. Pero lo que sorprendió aún más a Rodríguez es que entonces, el personal de la compañía exploradora-cósmica SpaceX, viendo eso, estallase en eufóricos aplausos. Enseguida, se informó que no era que el cohete hubiese explotado sino que había experimentado una "desintegración no anticipada" y "desmontaje rápido fuera de programa". Y todos felices por lo "emocionante" que había resultado todo. Y Rodríguez se preguntó entonces cómo se habría expresado el personal si todo hubiese salido bien. Probablemente se hubiesen volatilizado por combustión espontánea. Y programada.
DOS Y detrás y por delante y arriba y abajo y a los costados de SpaceX está uno de los hombres más ricos del planeta. Y se llama Elon Musk. Y de toda esa nueva camada de trillonarios obsesionados con otros mundos y su propia inmortalidad, Rodríguez tiene que reconocer que Musk (apellido que se traduce como almizcle y que, a menudo, es el olor de demonios o de hechiceros) es el mejor de todos: el más inquietante y logrado y entretenido como personaje. Y la semana de ese no Big Bang sino Big Kaboom no fue buena para Musk: bajó el voltaje de las acciones de sus autos Tesla y estuvo todo eso de que finalmente desató la purga de la verificadora "blue check" ya no gratuita en su ahora suya Twitter. Y con cada una de estas caídas (que parecen ser no más que tropiezos que los analistas atribuyen a la propensión de Musk a la auto-zancadilla) Musk pierde y se deshace de tanto pero tanto dinero que no es el que Rodríguez jamás hará en su vida sino el que Rodríguez jamás podrá llegar siquiera a imaginar en su vida: demasiados ceros para alguien que se crió y creció con cuatro o cinco dígitos como mucho. Y a Musk nada parece importarle demasiado. Ahí está y ahí sigue con esa risita como de primo psycho del ya psycho Willy Wonka. Y --apareciendo en Saturday Night Live y revelar su Asperger o recomendar la lectura de Beckett o programando a sus coches para reproducir en sus pantallas sketches de Monty Phyton o emitiendo tweets desconcertantes-- Musk parece más que empeñado (hasta el punto de tener que empeñarse) en ser gracioso. Y días atrás, en la edición americana de Rolling Stone, Miles Klee proponía una "teoría de gran teoría unificación" para explicar/demostrar por qué Musk no era gracioso en absoluto. Y, de ahí, su gracia.
TRES Pero Musk no está de acuerdo con Klee. A Musk nada parece divertirle más que Musk y explica que "Si entretenemos a la gente, escriben sobre nosotros y no tenemos que gastar en publicidad... Creo que soy gracioso". Y Rodríguez piensa que Musk, sí, tiene gracia (que no es lo mismo que ser gracioso) si se lo compara con ese Lex Luthor sin épica que es Jeff Bezos o ese Dude Lebowski prolijo que es Richard Branson. Y de ahí que viese un documental sobre Musk y, sí, se haya divertido mucho. Ahí estaba su madre edípica con look Cruella De Ville y su padre con aire de aventurero turbio quien no dudó en matar a balazos a tres asaltantes en su casa ("Ellos me dispararon como doscientas veces, yo disparé tres veces", sonríe) y sus ex esposas. Y Musk todo el tiempo danzando y sonriendo entre desenfrenados arranques de furia. Y, en un momento, cuando un entrevistador la pregunta por qué es como es, Musk responde: "Porque tal vez sea extraterrestre".
CUATRO Y, sí, claro, algo de eso hay: se puede haber nacido en la Tierra y ser completa y absolutamente alien. Y de pronto --inevitablemente sci-fi-- Rodríguez no puede sino acordarse de esos entrepeneurs y magnates dementes (categoría a la misma altura de la del científico loco pero con mucho más medios para perturbar con sus perturbaciones) en lo del último Jules Verne (Robur), el primer J. G. Ballard (Hardoon), Philip K. Dick (Palmer Eldritch) o Kurt Vonnegut (Malachi Constant).
Pero --suponiendo que de verdad haya venido desde muy lejos-- a Rodríguez a quien más le recuerda Musk es al Thomas Jerome Newton de Walter Tevis en la recién reeditada El hombre que cayó a la Tierra.
Y Tevis (1928-1994) fue y es un escritor casi tan raro como Musk y ahora best-seller post-mortem por su inesperada resurrección cortesía de aquella mini-serie ajedrecística, Gambito de dama con la que el mundo entero se confinó a jugar en pandemia. De ahí que Tevis fue por fin justicieramente reeditado y vuelva a verse su mirada neo-surrealista que hace uso muy especial y personal de la ciencia-ficción como con los autómatas de Sinsonte o en The Steps of the Sun (otra con magnate sufrido y existencialista en un mundo donde China es el Gran Poder); o su visión realista pero en trance en la ya mencionada Gambito de dama, El buscavidas y El color del dinero. Y en El hombre que cayó a la Tierra (de 1963) comulgan todos los Tevis para conformar al Tevis más grande de todos.
CINCO Inspiradora de film de culto de/desde 1976 dirigido por Nicolas Roeg protagonizado por David Bowie (quien la revisitó estrenando en 2016 Lazarus, casi póstuma secuela teatral-musical) y de una reciente y muy aceptable (aunque, suele ocurrir, también completamente innecesaria) miniserie-secuela, esta novela de Tevis es bastante más que una excelente novela futurística transcurriendo en el casi presente. En El hombre que cayó a la Tierra, el extraterrestre Thomas Jerome Newton --un Odiseo espacial-- llega a nuestro planeta para construir una nave/arca para traer a su especie en extinción desde Anthea: mundo agonizante por guerras nucleares y sequías (lugar cada vez más parecido a una reseca España donde el agua no se ha de beber porque cada vez corre menos). Caído a la Tierra, Newton comienza a patentar invenciones maravillosas desde las sombras. Pero lo que más entusiasma a Newton es el vaciado de botellas alcohólicas y el consumo de trash-tv y nada sale bien y todo entra mal. Es, sí una historia tan sencilla como terrible con mucho de parábola existencialista predicada con una prosa engañosamente simple. Pero lo interesante aquí es lo que hace --y seguirá haciendo Tevis-- con el género sci-fi desde dentro del género. Algo muy lejos de lo que suele ofrecerse con el casi cliché del exitoso alien-mesías. El Newton de Tevis es una suerte de extranjero à la Camus quien --aunque sabe muy bien lo que debe hacer-- en verdad no sabe muy bien lo que quiere. Mientras, todos buscan pero no encontrarán en él una sabiduría estilo El principito o un sentido del show, de nuevo, digno de ese marciano que es Elon Musk. Al final --muy lejos de ese "E.T. phones home"-- Newton ya no tiene a nadie a quien llamar. Y, lejos de la paranoia de Dick (en su momento obsesionado con Newton), sólo le queda la melancolía de Tevis. Y pedir otra copa que se cree la última --pero quién puede creerse eso-- mientras mira a las estrellas preguntándose si se puede caer más bajo que a la Tierra.
Y, sí, claro: siempre se puede caer más bajo. Pero, piensa Rodríguez, para Musk será, seguro, una "precipitación dentro de cálculo" y una perfecta ocasión para seguir contando el cuento y, cayendo en la cuenta, levantarse con una de esas risitas de las suyas.