Por IRENE POLIMENI SOSA
El fenómeno cultural coreano que hoy recorre el mundo llegó al Hall Alfredo Alcón: quedan 2 encuentros para juntarse a bailar coreografías y participar de sorteos. Un fenómeno que da qué pensar sobre nuestra propia industria musical.
El género que se consolidó en los 2000 y comenzó un proceso de globalización en los 2010s al ritmo de Gangnam Style pisa hoy más fuerte que nunca en Argentina. Pasado el primer encuentro, los próximos sábados 15 y 22, en el Hall Alfreco Alcón del Teatro San Martín, se desarrollará el evento de K-Pop Random Dance con Cami Magallanes a la cabecera.
El Ramdom Dance es una de las actividades que se despliegan al interior de las numerosas convenciones destinadas al mundo del K-pop que se realizan en la Ciudad de Buenos Aires, en toda la Argentina, y alrededor del mundo. Se arma una gran ronda o un cuadrilátero que deja el centro de la pista libre. La lógica es similar a la de un flashmob: el inicio de un tema dispara el movimiento de todas las personas que se sepan la coreografía hacia el centro de la pista, donde la ejecutan durante el tiempo que suene, que generalmente son unos segundos. Cuando el tema deja de sonar, vuelven a disolverse en la masa que agita desde afuera. Así se suceden fragmentos de varios temas, de distintos grupos, mientras las personas entran y salen del círculo. La gracia está en bailar junto a otrxs sin haber ensayado en conjunto antes. Lograr coordinar con un grupo de extrañxs es, de por sí, una acción loca y placentera. Mucho más si se trata de compartir un interés que despierta el nivel de compromiso apasionado que suscita el pop coreano.
Desde que el PSY apareció en el momento justo, allá por julio el 2012, arrasando las listas de éxitos globales y rompiendo -literalmente- el contador de reproducciones de YouTube (que al año siguiente comenzarían a ser consideradas para la categorización de ventas de singles en Estados Unidos), el K-pop no ha hecho más que crecer, convirtiéndose en un fenómeno cada vez más ineludible y necesario para entender las tendencias culturales globales.
En Argentina miles de jóvenes están estudiando coreografías de K-pop en talleres o por su cuenta, armando grupos, entrenando, participando de concursos y, en algunos casos, soñando con abrir academias propias o vivir de bailar. A quienes se dedican a hacer covers de las coreografías de sus grupos favoritos se los llama fandancers.
Desde que el PSY apareció en el momento justo, allá por julio el 2012, arrasando las listas de éxitos globales y rompiendo -literalmente- el contador de reproducciones de YouTube (que al año siguiente comenzarían a ser consideradas para la categorización de ventas de singles en Estados Unidos), el K-pop no ha hecho más que crecer, convirtiéndose en un fenómeno cada vez más ineludible y necesario para entender las tendencias culturales globales
Korean Attack es una de las muchas organizaciones que arman eventos de K-pop en la Ciudad de Buenos Aires. En su última edición, el grupo de fandancers Heavy Irons se llevó el primer puesto de la competencia en este área, con la presentación de un cover del tema Puma, originalmente del grupo TXT. Dos de sus integrantes, Yuto y Cami (22 años) comentaron que su deseo es llegar a hacer “algo en serio”, y buscan ampliarse sumando gente al grupo, trascender los límites del K-pop y eventualmente, formar una academia. El segundo puesto se lo llevó B:YOUTH, un grupo femenino tributo a BTS conformado por 7 chicas de entre 17 y 20 años. Presentaron No More Dream, primer tema de la icónica boyband. Su intención es hacer un recorrido que emule el del grupo original, yendo desde su debut hasta su último lanzamiento. “Creo que esto está de moda ahora porque en la industria del K-pop buscan constantemente renovarse para darle a la gente lo que le gusta a cada momento” opinó una de ellas. Otros factores que observaron fueron el impacto del viraje hacia la música más pop por parte de BTS los últimos años, y las consecuencias del aislamiento social producido por la pandemia: “mucha gente se metió a bailar cosas, y cuando volvieron a hacerse estos eventos después de mucho tiempo, explotaron”, comentó Cami de Heavy Irons.
Según un estudio del Instituto de Investigación Gino Germani de la UBA, en la Ciudad de Buenos Aires se registran manifestaciones del K-Pop como universo de interés por lo menos desde el 2004. La sede local del Centro Cultural Coreano organizó el primer Concurso Anual Latinoamericano de K-Pop en el 2010, el cual se transformó en una de las competencias más importantes del género a nivel global. En la edición de este año se presentaron 150 grupos de diferentes países. Actualmente en la Ciudad de Buenos Aires hay una gran cantidad de convenciones (por nombrar tan sólo algunos ejemplos: K-STYLE, que está festejando sus 10 años, KPOP STARS, cuyo próximo evento es el 15 de octubre, la ya mencionada Korean Attack). Cientxs de jóvenes se encuentran a recorrer decenas de stands de emprendimientos especializados, participar de concursos y sorteos, reaccionar colectivamente a videos, jugar, visitar salas temáticas. Cada vez más estudios de danza abren talleres de K-pop y los cursos para aprender coreano se pueblan de kpopers que quieren internalizar el idioma para poder entender las letras de los artistas que siguen. Es común encontrar grupos de jóvenes ensayando en las plazas, cruzarse personas con remeras, buzos o parches de BTS, Blackpink, Stray Kids, TXT o Twice, o toparse con fiestas que prometen hacer sonar los últimos lanzamientos de la industria coreana.
Lo interesante del K-pop es que innegablemente es uno de los fenómenos culturales más importantes del siglo XXI, pero ha tardado mucho tiempo en ser tomado en serio en este lado del mundo. Las distancias culturales y la naturalización de la hegemonía occidental han impedido que se lo pensara como lo que realmente es: no sólo un género musical, sino una matriz de producción industrial que se erigió como respuesta a las necesidades de un país en crisis con una historia sociocultural tormentosa, que 30 años después ha logrado convertirse en la única capaz de hacerle competencia a la hegemonía de la industria musical estadounidense. Una forma distinta de producir, consumir y pensar la cultura, fertilizadora de otras lógicas vinculares entre artistas, empresarios y audiencias. Una configuración cultural que capitaliza elementos fundamentales de esta época y genera fuertes espacios de pertenencia, que a su vez dinamizan prácticas sociales como las que se mencionan más arriba. Es seguro decir que muchxs jóvenes argentinxs encuentran en el K-pop una fuerza movilizadora para hacer arte.
Los orígenes del K-Pop
Los orígenes del K-pop surgen en la década del 90, junto con la llegada de la democracia, tras tiempos de fuerte censura, de la mano de figuras que funcionaron como voceras de una juventud protagonista del escenario político surcoreano. El movimiento estudiantil del país oriental tiene una larga trayectoria de lucha, movilizaciones y complejas tensiones con el aparato gubernamental y los discursos dominantes del “buen vivir”. Las primeras expresiones del K-pop interpelaron a esa juventud, por primera vez receptora de manifestaciones que mixturaban géneros occidentales con sensibilidades locales que la cultura pop interna ya había empezado a canalizar. Hip-hop, metal, rock, y pop se fusionaron logrando unir la liberadora posibilidad de enunciación del individuo que caracterizaba la balada, la rebeldía adolescente que traían consigo los géneros urbanos occidentales y la energía festiva del eurodance. Lo que comenzó con la sorpresiva popularidad del grupo independiente Seo Taiji & the boys, -compuesto por tres integrantes que vía rap, metal y pop, acercaban letras críticas del sistema educativo y otros malestares sociales, acompañadas por rústicas coreografías hip-hoperas- pronto se evidenció como un gran negocio y fue transformado en modelo por empresarios que combinaron algunos de esos elementos y empezaron a moldear una dinámica industrial que terminaría siendo original y efectiva.
Como toda industria cultural, la del K-pop presenta en su interior problemas relativos a la cuestión de la explotación de lxs trabajadorxs y la mutilación de las fuerzas creativas en función del aspecto monetario. Sin embargo, hay una diferencia fundamental con el funcionamiento de la cultura de masas que acostumbramos: la idiosincrasia de la industria musical coreana no está atravesada por la disputa entre el “verdadero artista” y la “estrella que encarna el frío negocio de las industrias millonarias”, que le quita el sueño a los detractores del pop occidentales. No hay espacio allí para la dicotomía entre arte “puro” y cultura de masas. Hay, por supuesto, artistas independientes que critican el funcionamiento de la industria. Pero dentro de esa determinada maquinaria, las cosas se presentan de una forma menos velada. Los idols -el equivalente a una estrella de pop- se proponen como intérpretes todo terreno que pueden cantar, bailar, rapear, actuar y modelar porque han trabajado muchos años para ello. Se los entiende como trabajadores de la industria. Es explícito que detrás de cada grupo hay una empresa que -a veces más, a veces menos- restringe sus libertades creativas y gestiona su carrera durante el tiempo que dure el contrato. Es explícito que su trabajo es, en efecto, construir un producto, y que ese producto incluye a su persona pública y la participación de muchísimas otras personas que involucran su fuerza de trabajo cumpliendo una función particular. Todos estos elementos están cuidadosamente velados en la forma en que la industria estadounidense se presenta a sí misma. Si no fuera así, todos tendríamos muchísima claridad respecto a qué empresas están detrás de cada artista pop que escuchamos o cuántas les pertenecen a ellxs mismxs. No es así.
La famosa ola coreana que hoy impacta con fuerza en Latinoamérica y el mundo (no sólo a través de la música, sino también de literatura, novelas gráficas, comida, producciones televisivas y cinematográficas) se originó en el contexto de la crisis financiera que golpeó Asia en 1997. El plan era invertir en industria cultural con el fin de generar productos culturales exportables que promocionaran el estilo de vida corenao y, asi, produjeran un estímulo a la exportación de otros bienes para combatir la caída del consumo interno. Plan que funcionó a la perfección. Hoy no sólo Samsung es una de las marcas lideres en tecnología celular en el mundo, sino que la expansión del cine, el K-drama y el K-pop generan ingresos extraordinarios para la economía del país. Sin ir más lejos, BTS representa el 0.3% del PBI de Corea del Sur. Es seguro decir que este fenómeno ha sido fundamental para el desarrollo atravesado por el país las últimas décadas.
¿Qué pasa en Argentina?
Vale la pena pensar esto desde Argentina, donde la cultura es siempre un área de recorte de presupuesto y pocas veces se considera la una gran influencia que puede tener sobre otros sectores de la economía. Sobre todo en este momento, de gran efervescencia en la producción de música popular jóven. Es de destacar que un gran número de artistas sub 30 están haciendo giras por Latinoamérica y Europa e ingresando con mucha fuerza al mercado internacional vía plataformas de streaming. Sobre todo visto que en muchos de ellos no faltan gestos de afirmación de su identidad nacional, y de mucha conciencia respecto a las implicancias sociopolíticas que eso puede tener. Grandes ejemplos son las ideas que ha compartido Ysy A sobre su intención de crear y exportar al mundo un género totalmente rioplatense, el concepto del último álbum de Duki “Desde el fin de mundo” o el reciente Tiny Desk de Trueno, situado en el barrio de La Boca y esmeradamente armado en cada detalle para nombrar y resaltar su procedencia porteña, argentina y latinoamericana. Es decir: hay artistas argentinos que están teniendo muchísimo éxito internacional y no dejan de involucrar sus propuestas con la idea de una cultura nacional.
Es importante que espacios oficiales como el San Martín le den lugar a lo que la juventud ya está haciendo. Así como ayer el ingreso de música estadounidense permitió que jóvenes coreanos mezclaran sonidos foráneos con experiencias y sensibilidades locales y crearan un fenómeno que hoy es plenamente surcoreano y representa uno de los mercados más importantes de la música pop a nivel global, hoy las dinámicas y herramientas que han ingresado con el K-pop en nuestra sociedad forman parte de los elementos que se mezclan en la cocina de la cultura argentina.
No es que la conversión de la cultura en una cuestión empresarial sea deseable -si me preguntaran, diría todo lo contrario-, pero el caso del K-pop ilustra de qué manera la organización del campo de la producción cultural puede significar una puesta en valor de la función social del arte en sus formas de producción y circulación. Como dicen Matías Parkman y Pikawaii en su serie de videos sobre la historia del K-pop (disponible en YouTube): la cultura nunca puede ser un gasto, es lo que le da identidad y autoestima a un pueblo.