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Opinión del Lector

La flor en el pantano

Juan Forn

Por Juan Forn

Turín, 15 de octubre de 1967. El Torino acaba de ganarle a la Sampdoria y se mantiene en la punta del campeonato. El joven Attilio Romero abandona eufórico el estadio junto a sus amiguitos ricachones y se sube al volante de su Fiat 124, tapizado de fotos de la estrella del Torino, Gigi Meroni. El joven Attilio debería estar estudiando medicina (su padre es una respetada eminencia) pero su único desvelo es seguir a su ídolo, a quien imita en todo: se ha dejado las patillas y el pelo largo, se viste con ropa multicolor, hasta le copia la manera de caminar. Todo es jolgorio, no se habla de otra cosa que de la magia de Gigi Meroni en ese Fiat 124, hasta que Attilio embiste y hace volar por los aires a un peatón.

Gigi Meroni había nacido durante la Segunda Guerra. Quedó huérfano de padre a los dos años. Su madre, apretada por la necesidad, lo llevó con ella a trabajar en una fábrica de corbatas. El pequeño Gigi juntaba los restos de tela que quedaban en el piso del taller, armaba una pelota de trapo y se iba a patearla contra la pared del fondo. De ahí el mito: que trataba a la pelota como si fuera de seda. Los operarios del taller lo amparaban, los vecinos del barrio también; hasta el cura párroco calmaba a la madre cuando Gigi se escabullía de misa, porque todos querían verlo hacer magia con la pelota y todos iban a verlo donde fuese que jugara. Del club del barrio pasó al Como, de la serie B pasó a Primera cuando lo fichó el Genoa, y después de apenas veinticinco partidos lo contrató el Torino por una cifra récord en el fútbol de la época.

Permítanme contar qué era el Torino para los turineses. Antes de que los Agnelli empezaran a hacer poderosa la Juventus a fuerza de billetes, el club por excelencia de Turín era el Torino. Desde el fin de la guerra, el Torino había ganado cinco scudettos consecutivos, tenía diez de los once titulares de la selección italiana, estaba considerado el mejor equipo de Europa (aunque por entonces no existía una copa europea que les permitiera refrendarlo) y volvían de dar una exhibición en Lisboa cuando el avión se estrelló en las afueras de Turín y murió todo el equipo. No se había vuelto a ver buen fútbol en Italia desde aquella tragedia. Desde entonces reinaba el catenaccio: la defensa a rajatabla, la anulación del rival como táctica, la mezquindad como credo. De hecho, el técnico que contrató el Torino cuando fichó a Gigi Meroni era Nereo Rocco, que venía de ganar con el Milan la primera Copa de Europa, en 1963, jugando al más clásico catenaccio. Pero ya en los primeros entrenamientos del Torino decidió cambiar de doctrina, en cuanto vio que las gambetas endiabladas de Gigi y sus movimientos anárquicos por toda la cancha producían un milagro: hacían jugar al Torino como si Gigi hubiese resucitado entero al equipo de 1949.

Ya empezaban a soplar los primeros vientos de la rebeldía sesentista y Gigi sintió instantánea familiaridad con esos aires. En 1963, en un puesto de tiro al blanco de un parque de diversiones, conoció a Cristiana Uderstadt, una beldad hija de feriantes. El flechazo fue mutuo. Con ella se animó a mostrar un costado de su personalidad que no había mostrado a nadie. El mundo del fútbol italiano era conformista y conservador, pero Gigi no era como los demás futbolistas: vivía en una buhardilla, usaba el pelo largo, bigote y patillas, se vestía con ropa que Cristiana diseñaba para él, confesaba que sus ídolos eran Marilyn Monroe y el Che Guevara, hacía ingenuas declaraciones que explotaban en los titulares de la prensa (“Hay gambetas que deberían valer más que un gol”; “Se puede jugar bien al fútbol con el pelo largo”). Un día, Vittorio De Sica va a filmar su segmento de Bocaccio 70 a la barraca del parque de diversiones donde trabajaba Cristiana, y el asistente de dirección se enamora de la ragazza y pide su mano a la madre (Cristiana era menor edad). Gigi se presenta en la iglesia cuando el cura pregunta si hay alguien que se oponga a ese matrimonio y huye con ella.

Mientras tanto, el Torino juega cada vez mejor, gracias a su estrella. Llegan terceros en el campeonato 1964-65 y se perfilan como candidatos al siguiente scudetto. Entonces Gianni Agnelli se presenta en las oficinas del Torino con una oferta de 750 millones de liras por Gigi y la ciudad se paraliza. Los tifosi hacen una manifestación delante de la sede del club. El presidente sale al balcón a decir que así Gigi seguiría representando a la ciudad y recibe una rechifla generalizada. Los tifosi del Torino que trabajan en la FIAT amenazan con huelga a su patrón y el propio Gigi rechaza un cheque en blanco que le había dado Agnelli, para que él mismo decidiera cuánto quería ganar.

Gigi logra quedarse en el club y, en la temporada 66-67, el Torino vive un esplendor que no conocía desde 1949. Jugadas más de treinta fechas están a la cabeza de la tabla y vienen de quebrarle un invicto de tres años al temible Inter de Helenio Herrera. Pero Gigi se ha puesto en contra a la mitad de Italia, la mitad poderosa: la patria catenaccia, los enemigos del ser. La iglesia lo condena por vivir en concubinato, la prensa lo acosa, lo demonizan por lo que hace afuera y adentro de la cancha, por sus patillas, por jugar con las medias caídas y la camiseta afuera del pantalón, por sus gambetas de “payaso intrascendente”. Cada partido del Torino es una batalla de media Italia contra Gigi. Pero el equipo sigue ganando.

Llegamos así al 15 de octubre de 1967. El Torino juega en casa contra la Sampdoria, gana con lujos 4 a 2, la hinchada está feliz. Terminado el partido, Gigi convence a su amigo Fabrizio Poletti de escabullirse del vestuario y arrimarse a un bar de las inmediaciones del estadio, para “sentir” a la gente. Cruzando Corso Re Umberto, que es de doble mano, quedan varados en medio de la avenida. Cuando un Lancia les pasa muy rápido por delante, Gigi da un paso instintivo hacia atrás y es embestido de lleno por el Fiat 124 de Attilio Romero. Los aterrados pasajeros que bajan del Fiat parecen réplicas del caído. Se junta un montón de gente en cuanto corre el rumor de que el caído es Gigi. El embotellamiento impide la llegada de la ambulancia. Un fornido peatón de nombre Giuseppe Messina lo carga en brazos hasta el hospital. Pero Gigi llega muerto a las escaleras del policlínico Le Molinette.

Cincuenta mil personas fueron a su entierro. Hasta los hinchas de la Juventus lloraron, además de desconsoladas mujeres de todas las edades que pugnaban por tocar el féretro. El Torino ganó finalmente el scudetto en 1968 y se lo dedicaron póstumamente a Gigi (“Fue la flor que creció en el pantano del catenaccio, el desubicado que le daba sentido a todo, el artista en un mundo picapiedra”). En cuanto a Attilio Romero, no fue médico. Se hundió en un pozo depresivo que duró diez años, hasta que descubrió que tenía habilidad para los negocios y se convirtió en empresario. Con los años hizo fortuna, compró con unos amigotes el club Torino, se autonombró presidente y en el 2005 llevó el club a la bancarrota.

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