Por Álvaro Ruiz
Es curioso cómo se olvida con facilidad lo que tanto daño nos produce, cómo podemos prescindir de lo experimentado siquiera para cotejar los resultados esperables de propuestas remanidas que nos presentan como novedosas. Cómo nos cuesta identificar a aliados, adversarios y enemigos para establecer las necesarias diferencias a la hora de decidir con quienes unirnos o debatir y a quienes combatir.
El conocido dicho de que el hilo se corta por lo más delgado, alude a la oposición de fuerzas que en las relaciones sociales se traduce en que -dejados a su propia suerte- prevalecerán los poderosos, el fuerte frente al débil.
El mundo del trabajo ofrece claras asimetrías en donde el reparto de potencias e impotencias exige mediaciones indispensables para encontrar equilibrios razonables, sólo posibles si las normas que regulan las vinculaciones entre quienes ofrecen y demandan trabajo crean en favor de estos últimos fortalezas que de algún modo equiparen las desigualdades preexistentes, impidiendo que esas ventajas puedan renunciarse por sus beneficiarios en negociaciones individuales so pretexto de una idealizada “libertad de contratación”.
Las leyes laborales están orientadas en ese sentido, como lo sintetiza una norma que encierra un principio liminar del Derecho del Trabajo -derogada por la dictadura cívico militar en 1976 y recuperada en el año 2010 por la Ley 26.592 (actualmente artículo 17 bis LCT)- que establece que: “Las desigualdades que creara esta ley a favor de una de las partes, sólo se entenderán como forma de compensar otras que de por sí se dan en la relación”.
Pero esas mediaciones necesarias en las que el Estado juega un rol fundamental también, y más aún cuando el Estado abandona o reduce drásticamente ese cometido, encuentra a otro sujeto social -incluso anterior y generador del Estado social- que es fundamental para aligerar las cargas en términos de sobreexplotación al trabajo: el sindicato.
Claro que hablar de “trabajo” conlleva una suerte de abstracción que es preciso concretizarla en su subjetividad, en las personas que trabajan y hacen de esa actividad su fuente de subsistencia -personal y/o familiar- a la par de constituir la vía de su realización personal para la gran mayoría de la población.
Los delgados hilos cuando se unen en un entramado dirigido a un fin común y motivado en la búsqueda de ofrecer una mayor resistencia a los desgarramientos o a los simples cortes, adquieren una capacidad no sólo defensiva convirtiendo lo individual en colectivo, sino potencian las aptitudes de preservarse en el tiempo e ir paulatinamente alcanzando una mejor calidad de conjunto.
De eso se trata la organización gremial, allí su razón de ser, anteponiendo el interés colectivo que no es mera sumatoria de intereses individuales sino una síntesis de todos ellos y la autotutela como herramienta fundamental para conservar los derechos obtenidos a la vez de brindar la oportunidad de incorporar nuevas conquistas.
Cuando se persigue desgarrar esa trama, deshilacharla para cortar por lo más fino, es cuando mayor debe ser el esfuerzo por consolidar la unidad y fomentar todo aquello que amalgama, sin ceder a la tentación de creer factible la salvación individual cuando vienen por todo y por todos.
¿Qué genera empleo?
Las recurrentes argumentaciones flexibilizadoras de las regulaciones laborales -legales o convencionales-, como el único camino para proveer de empleo a quienes no lo tienen o a los que se les niega su reconocimiento con diferentes modalidades de marginalización, son de una absoluta hipocresía.
El falseamiento -consciente y deliberado- de la realidad se acentúa al postular, además, que esas propuestas buscan darles derechos a aquellos que no lo tienen, señalando que la creciente informalidad y desocupación es la consecuencia de las rigideces normativas que se verifican en un universo del empleo formal cada vez más reducido. que es responsable de la resistencia de los empleadores a la contratación de nuevos trabajadores.
El cuadro que componen se completa con la demonización de los sindicatos y sus dirigencias, que exhiben como producto de una aristocracia obrera que conforman también las y los trabajadores representados, que serían los “privilegiados” por gozar de tutelas laborales excesivas y antifuncionales para el desarrollo económico que está en las manos -atadas por tantas prerrogativas- de la clase empresarial.
La fórmula perfecta sería, entonces, quitar o reducir al máximo derechos a quienes hoy se le reconocen junto con un mayor empoderamiento del empleador para disponer con total libertad de las puertas de entrada y salida del empleo, así como del modo en que se desenvuelva la relación laboral mientras esté vigente. Es decir, incrementar las asimetrías propias de ese tipo de vínculos y anular todo atisbo de compensación de tales desigualdades, anulando o restringiendo al máximo las mediaciones estatales o sindicales.
Más aún, en lo posible dotar también de figuras ficcionales en apariencia “no laborales” que vayan todavía más allá de cualquier posible equilibrio entre las partes e introducir, además, entre medio a otros sujetos (meros intermediarios en la colocación de personal) que genere una exacerbada situación de inestabilidad e imprevisibilidad de las personas que trabajan, con el consecuente sometimiento absoluto al dador de trabajo y beneficiario real de los servicios prestados.
Desde esas usinas ideológicas tales especulaciones economicistas y jurídicas omiten una cuestión para nada menor, que no hay comprobación empírica ninguna que brinde sustento a ese relato. Por el contrario, las experiencias dentro como fuera de nuestro país dan cuenta de que ningunas de las auguradas bondades se verifican y que, contrariamente, se incrementan los males que dicen pretender combatir ampliándose la precarización del trabajo formal e informal.
El factor determinante para la creación de empleo es el desarrollo y crecimiento económico contra el que no conspiran las regulaciones laborales protectorias, al contrario, le son funcionales en tanto coadyuvan a una mejor calidad y estabilidad del empleo que permite mayor formación profesional, capacitación y compromiso con las metas productivas.
Las crisis requieren políticas contracíclicas también en lo laboral, que no pasan por facilitar la destrucción de puestos de trabajo, precarizarlos o proveer de alternativas deslaboralizadoras para la sustitución de personal dependiente; sino, ampliando el campo de las mediaciones tutelares, abrir espacios de negociación y consensos para sostener el empleo, auxiliar a las empresas que asuman compromisos serios en esa dirección y preservar una fuerza de trabajo calificada imprescindible para -y en- la salida de la coyuntura crítica.
Evasores seriales
En el país se registran un sinnúmero de programas -que algunos estiman en cien o más- con facilidades para regularizaciones de situaciones marginales de empleo, acompañados de generosos planes de pago con grandes quitas y tasas de interés bajísimas o condonaciones totales de deudas como de cualquier otro tipo de sanciones, incluso penales (por ejemplo, cuando se han retenido aportes deducidos al personal sin ingresarlos a los organismos o subsistemas de la seguridad social).
En ningún caso sirvieron al objetivo declarado como principal, ni abonaron a una posterior conducta acorde con esas obligaciones básicas patronales, como tampoco impulsaron a una mayor disposición para contratar y, mucho menos, a sostener el nivel de empleabilidad con rangos mínimamente aceptables de regularidad en los puestos de trabajo nuevos o preexistentes.
A mediados de 1989 la tasa de desocupación, a pesar de la crisis, era del 5,9% y en menos de diez años -aún en tiempos de estabilidad monetaria y crecimiento económico- casi se cuadriplicó, flexibilizaciones mediante de todo tipo introducidas por sucesivas “reformas laborales” y programas de abaratamiento de los costos salariales indirectos en favor del empresariado, al que también se benefició o se dio oportunidad de negocios creando mercados de capitales cautivos (con las AFJP y las ART) a la par que se ocasionaban enormes perjuicios a las y los trabajadores en orden a sus derechos jubilatorios como en cuanto a la seguridad e integridad psicofísica frente a los riesgos del trabajo.
Los llamados “contratos para la promoción del empleo”, popularizados como contratos basura, llegaron a conformar a mediados de los años ’90 un amplio menú que superaba veinte modalidades diversas y no todas admitidas como dando origen a una relación de trabajo dependiente.
Su común denominador fue instaurar un esquema para eximirlas -total o parcialmente- de las tutelas de la legislación general del trabajo, medrar contra la estabilidad en el empleo con la consiguiente acentuación de las asimetrías entre los contratantes, precarizar las condiciones de labor, tender a una individuación de las relaciones laborales que neutralizara o esterilizara la acción gremial y, con similar propósito antisindical, reducir el universo sindicalizable tanto fuera por el régimen contractual particular como por la inestabilidad a la que se hallaren sujetas las personas o, apelando a la exclusión directa del potencial afiliado, bajo la figura de “personal fuera de convenio”.
Por qué habría de ocurrir en este nuevo ciclo de “reformistas antiderechos” algo diferente, si la matriz de deconstrucción y deslaboralización, como las fuentes en que abrevan los aplicados escribas de los funcionarios y legisladores libertarios, coinciden con las de aquella otra época funesta que tanto costó remontar para volver a dotar al trabajo y a quienes lo desempeñan de la dignidad, derechos y posibilidad de realización que como personas se merecen.
Tropezar con la misma piedra
Se afirma que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra y que, sin embargo, ello no sería por falta de inteligencia o incapacidad.
Aún de compartir esa opinión, cuando ello nos sucede en el ámbito personal también debería convenirse en que se incurre en una clara torpeza, tanto imaginemos ese hecho en su sentido literal como metafórico.
Cuando nos ocurre como sociedad, como cuerpo social, las dispensas son menores cuanto más perniciosas han resultado las consecuencias de nuestra anterior experiencia y del mismo modo se proyectan las derivadas de su posible actual reiteración.
La exigencia para reponernos de ese brutal impacto consiste en desentrañar la esencia de lo que nos proponen, dando paso a un acto reflexivo que continúe en un hacer legítimo y necesario por resistir esa nueva embestida contra los derechos en juego, sin prescindir de una indispensable revisión de cuánto nos incumbe en el desenlace que nos coloca nuevamente ante situaciones tan extremas.