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Opinión del Lector

La pampa se presenta

LUCAS PETERSEN

Por LUCAS PETERSEN

Muchos años después, frente al periodista René Vargas Vera, Suma Paz recordará la tarde en que descubrió la pampa. “La descubro de una manera tan total, que aún hoy, por ejemplo, si yo te cuento la sensación, si yo te pudiera transmitir lo que sentí cuando la descubrí, no sé si podría”. Tendría entre unos seis y siete años. En esa época, pasaba algunas semanas del verano en un campo cerca de San Nicolás en el que vivía su abuela Natalia Salinas, una ranquel originaria de la zona de Fraile Muerto (hoy Bell Ville), Córdoba. Suma se escapaba de las siestas obligadas para ir a balancearse en una hamaca rústica que había construido un tío.

Fue allí que experimentó una sensación que cobrará para ella sentido con el tiempo: “mirando hacia delante, de pronto se levantó la pampa. Se me presentó”. Se me presentó, dirá. “Era una sensación tan viva la que yo tuve en ese momento, que con la hamaca, al hacer el vaivén y bajar, a mí me parecía que la pampa se me venía encima. Entonces, instintivamente abría la boca como para beberla, como para aspirarla”.

Es probable que haya terminado de comprender el sentido que ese momento tuvo para ella a partir de una hermosa milonga de Atahualpa Yupanqui, “Para el que mira sin ver”, que grabó en 1983: “Para el que mira sin ver,/ la tierra es tierra nomás./ Nada le dice la pampa,/ ni el arroyo, ni el sauzal. // Pero la pampa es guitarra / que tiene un hondo cantar. / Hay que escucharla de adentro, / donde nace el manantial. / … / Campo adentro y cielo limpio. / ‘cha que es lindo galopear / y sentir que adentro de uno / se agranda la inmensidad”.

Esa necesidad y esa sensación física de engullirse la llanura, de respirarla, de hacerla cuerpo, de consustanciarse con ella para conectar con planos más abstractos de la existencia es un impulso que movió a Suma Paz toda su vida. Graduarse en los 50 en Filosofía y Letras por la Universidad Nacional de Rosario le dará densidad y complejidad a una filosofía del arte y el artista popular que había asumido, mucho antes de comenzar su carrera profesional, a partir de su admiración por Atahualpa Yupanqui, con quien adoptará una actitud discipular sin atenuantes pero también sin exigir del maestro favoritismos ni provechos inmediatos.

Con Yupanqui compartía la mixtura étnica entre inmigrantes y nativos que, en su caso, se expresaba en un rostro de rasgos americanos pero piel clara. Compartían Pergamino, donde Atahualpa nació y donde Suma creció (había nacido en Santa Fe en 1938). Compartían la adopción de seudónimos desde sus primeros escarceos poéticos adolescentes: Suma Paz, que se llamaba Eglantine Enrico, se inspiró en la región colombiana de Sumápaz para crear un apodo lo suficientemente ambiguo como para, sin dejar de parecer un nombre real, sugerir rasgos de su canto y su personalidad.

Con Yupanqui compartía sobre todo la idea del arte como misión trascendental. Se sentía una elegida, no en el sentido de un privilegio sino de un mandato. Pensaba al artista como “un traductor de un lenguaje colectivo, plural, que tiene la obligación de entregar ese patrimonio a sus legítimos dueños, que es el pueblo”, según resume en aquel libro de Vargas Vera, Suma Paz: El canto de la llanura.

Toda su trayectoria artística puede entenderse por eso desde aquella intuición infantil. Si abarcar la pampa como geografía y como concepto es absurdo, es en cambio posible atravesarla y, como en “Para el que mira sin ver”, sentir crecer adentro algo de esa infinitud. ¿Qué es la milonga, si no eso? Una línea melódica sin sobresaltos, que se despliega en una cadencia que parece proyectarse siempre hacia adelante. Un lazo tendido, una flecha en el aire, para reincidir en las referencias yupanquianas, que aloje un canto reflexivo que, incluso cuando es asertivo, pícaro o desafiante, lo es porque se enfrenta a dilemas y paradojas de la vida, tal como lo forjó el modelo hernandeano.

Los discos de la década inicial de su carrera, desde La incomparable Suma Paz (1960, título que ella nombraba con incomodidad) hasta Una mujer con alma de guitarra (1970), son de una importancia capital. La mostraron como la mejor intérprete de Yupanqui en la música surera, probablemente como la mejor en todos los géneros, incluso. Con un repertorio exquisito de milongas, cifras y estilos, establecieron la vara frente a la cual debieron medirse sucesivas generaciones de cantoras de folklore bonaerense, con un modo interpretativo que fundó una escuela virtuosa: sobrio y expresivo, femenino y yupanquiano a la vez, personal sin exuberancias. Ni gritos ni enojos forzados saboteaban la belleza de los versos que cuidadosamente elegía.

Suma Paz repudiaba el “gauchismo”, al que definía “como una afectación que alguien asume como quien se coloca un traje, o quizás un disfraz. Los gestos copiados, las inflexiones de la voz, los giros del habla suenan sobreactuados. El gauchista tiene una idea pintoresquista, y por ende epidérmica, de su personaje. Se da sobre todo en las jineteadas o en ciertos ambientes de las peñas. Lo curioso en las jineteadas es el contraste entre los ‘gauchos’ falsos y los verdaderos. Frente a los primeros (recitadores, relatores, cantores) oponen su silenciosa humildad los jinetes, los tropilleros y cierto público: los de verdad”.

Aunque tenía formación musical en piano y guitarra, entendía el valor de acompañamiento que tenía su instrumento, limitado a tender una red armónica sencilla, incluso previsible, sin floreos, para dejar exponer la palabra. Sabía que el toque personal no estaba en las variaciones armónicas (a decir verdad, rechazaba abiertamente la experimentación: en sus palabras, defendía la “renovación”, pero no la “innovación” en la música popular) sino en los detalles, que manejaba con maestría; en un silencio, en un rubato, en un vibrato, que fueran como subrayados sutiles del canto. El guitarrista Carlos Martínez se detuvo en que tocaba. A radical diferencia del aporreo “gauchista”, su mano derecha acariciaba con suavidad las cuerdas. El rasguido era mullido, el punteo era sosegado. En cambio, “su izquierda se prendía al diapasón con firme intención, como arrancándoles hasta el último vibrato que su guitarra pudiese emitir”.

Para una cantora dotada como ella, en los años 60 en que se inició, ceder a la tentación de acercarse a los ritmos del norte era grande porque podía significar un paso al éxito masivo. Por entonces, hasta Yupanqui había puesto en segundo plano a su música surera; Néstor Feria y Virginia Vera habían muerto una década atrás; Alberto Merlo, José Larralde y Argentino Luna ni siquiera habían grabado; Rogelio Araya tenía sus irregularidades y Omar Moreno Palacios apenas iniciaba su carrera. Solo Amalia de la Vega, del lado uruguayo, podía ofrecer una referencia en un punto alto. Había, claro, cantoras de milongas urbanas o, a lo sumo, orilleras, pero para Suma Paz representaban un universo radicalmente distinto al campero. No parecía haber un público creado para lo que hacía.

Sin embargo, nunca dio aquel paso, que sentía como una traición. “Yo sabía que, desde el punto de vista de la conveniencia, del destino comercial que podía tener lo mío, era totalmente negativo. Estaba convencida de que nunca iba a ganar dinero con eso, ni fama, ni ovaciones”. Su compromiso con el canto bonaerense –siempre en peligro de extinción o de museo– fue tal, que recién en sus últimos discos, ya en este siglo, se permitió a sí misma coquetear un poco más abiertamente con zambas y algunos otros géneros que solo en muy contadas ocasiones había abordado con anterioridad.

La respuesta, de todas formas, fue positiva. “Yo era una chica de pelito lacio que cantaba milongas de Yupanqui acompañándose de una guitarra. Fue algo que quedó como grabado; una cosa nueva que nadie había visto”, recordó. La sobriedad con que se vestía, mitad postura ética (“no muestre las piernas porque, si no, no van a escuchar lo que usted canta”, le recomendó su madre), mitad pobreza de recursos, resultaba igualmente llamativa en la televisión y en la tapa de los discos que editaba RCA Víctor.

Para Suma Paz, la espectacularización de la música no era una ofrenda del artista al bienestar de su público sino todo lo contrario, una exacción, una estafa. “Música fuerte, canto gritado, los fáciles resortes de la euforia, palmitas acompasadas… Se obtiene del público lo que menos cuesta, lo que menos importa, sin dejarle nada a cambio; sólo un rato de excitación del que saldrá más vacío y más solo que nunca”. Por eso rechazaba el diseño de un concierto como un crescendo de emocionalidad que culminara un éxtasis preseteado. “A veces pienso que después de la última canción tendría que haber un gran silencio. Un silencio que guardara, que fuera custodia de ese sentimiento para siempre”.

Si un ACV no se la hubiera llevado bastante sorpresivamente el miércoles 8 de abril de 2009, otro miércoles de abril, el de este, el 5, hubiera cumplido 85 años. Lo recordó el músico José Ceña, quien resaltó su arrojo en una época adversa en términos de prejuicios sexistas en el folklore, y también el Instituto Nacional de la Música. Ella no hubiera esperado mayores homenajes.

“Veamos: he grabado pocos discos; he actuado poco en televisión; he salido poco en giras internacionales; he estado largamente ausente de festivales, campañas proselitistas, homenajes y eventos varios; he rechazado sistemáticamente respaldos políticos y/o comerciales; me he negado a escribir o cantar obras tendenciosas; he dicho que no a la sofisticación y a la frivolidad. Ergo: no he gozado de fama, ni de popularidad, ni de dinero”, reflexionaba en su casa de siempre, en Castelar. Sin embargo, rechazaba cuando alguien decía que era una artista injustamente olvidada: “¿cuál es la memoria válida? ¿La de la televisión? ¿La de cierta prensa? No, ésa es la frágil, mudable memoria. La verdadera es la de la gente. Porque quienes son guardados por esa memoria, tienen para siempre el mejor de los custodios: el del amor”.

Perdida la perspectiva del horizonte para la mayoría de la población, cada vez más despoblado el campo, trastocado profundamente lo que se ve cuando se ve la tierra (mero paisaje o mero recurso productivo, para el que mira sin ver), secundarizada la música bonaerense en el abanico genérico del folklore argentino, ¿qué lugar debe tener Suma Paz en la cultura argentina? Al cierre de la reedición de 2009 de aquel libro de conversaciones con Vargas Vera, Juan Falú no mostraba dudas. Tras equipararla con Borges, Yupanqui, Perón o Jauretche, en tanto fueron capaces de construir una mirada universal desde la aldea, afirmaba: “Defendió lo criollo con la conciencia de quien sabe que en la cultura criolla aún se enraízan las semillas de nuestro destino”.

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