Por José Luis Lanao
Se sabe muy bien que el poder de algunas ideas poco tiene que ver con la verdad que contengan. A finales de los años 70, dos jóvenes asesores del Partido Republicano se citaban a almorzar con un economista de segunda fila en el prestigioso restaurante Two Continents de Washington. Durante el encuentro, el profesor de una escuela de negocios de segunda fila, se decidió a exponer su idea garabateando un gráfico en un trozo de papel. Así nació la “archifamosa” curva de Arthur Laffer, y una de las dos servilletas más famosas del mundo.
Expuesta en el Museo Nacional de Historia de EEUU, la “curva” se transformó de inmediato en uno de los pilares del nuevo orden económico neoliberal, y en uno de los fraudes más devastadores de nuestro tiempo. El documento sostiene que la reducción de impuestos a las clases adineradas y a las corporaciones consigue una mayor recaudación fiscal. Sus ideólogos consideran que el dinero de estos impuestos, volcados a la actividad económica, repercuten en un mayor crecimiento y en un aumento en la recaudación tributaria. Como si existiera un gramo de verdad en la teoría del derrame: esa falaz idea de que enriquecer los bolsillos de los de arriba redunda en beneficio de los de abajo.
La curva de Laffer fue bendecida de inmediato por el establishment político y económico de la época, aún sabiendo que resultó (y resulta) ser uno de los grandes timos de nuestro tiempo. Los dos asesores del Partido Republicano que asistieron a la comida con Laffer salieron muy satisfechos de la reunión. No eran otros que Donald Rumsfeld y Dick Cheney, esos dos grandes cerebros curtidos a sangre y fuego en todas las guerras de interior y exterior de la política estadounidense, que aconsejaron a Ronald Reagan y Margaret Thatcher para que asumieran la “curva” de Laffer como eje central de su revolución conservadora. Ese nuevo contrato social basado en la fe en los mercados autorregulados, las privatizaciones, la reducción de impuestos, y el poder magnético de posibles mercados eficientes por encima de todas las cosas. Que lejos quedan aquellos gravámenes del 90% para las grandes fortunas aplicados por los gobiernos Franklin Delano Roosevelt y del británico Clement Attlee. Cuarenta años de Laffer, siempre Laffer, a uno lo agota.
La otra servilleta de papel tal vez usted ya la conoce. En octubre del 2000, el padre de Messi, harto de que le den largas, se plantó y amenazó con llevarse a su hijo si el Barcelona no le extendía ya mismo un contrato. Al secretario técnico, Carles Rexach, el ultimátum le sonó serio, muy serio. Así nació la otra servilleta más famosa del mundo: “En Barcelona a 14 de Diciembre del 2.000 y en presencia de los Sres Minguella y Horacio ( Gaggioli, representante de Messi) y Carles Rexach, secretario técnico de F.C.B. se compromete bajo su responsabilidad y a pesar de algunas opiniones en contra a fichar al jugador Lionel Messi, siempre y cuando nos mantengamos en las condiciones acordadas”, se puede leer de forma literal. Un recurso sorprendente en un club que entonces ya pasaba por tener muy bien estructurado el fútbol base.
En lo que todo el mundo está de acuerdo es que sin Juan Lacueva, Messi no hubiera fichado por el Barcelona. Su empecinamiento fue determinante y le llevó a reconocer que compró las primeras dosis de la hormona del crecimiento para que la “Pulga” siguiera el tratamiento que ya recibía en Argentina. "Había que hacer cosas o se largaba", admitió.
La servilleta de Messi también se encuentra en un museo, en el del Barcelona. La de Arthur Laffer en Washington. La historia de estos dos trozos de papel no deja de estremecernos. Por un lado el indomable imperio del gansterismo económico, en esa imagen desoladora, de humanidad dañada, que nos atraviesa. Por el otro, el brillo salvaje, desesperado, de toda una vida de inasible belleza que Messi y sus placeres nos han regalado.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979