Por AGUSTIN MINA
La ficción hace tiempo que retrata el impacto de los discursos de odio y los contextos sociales violentos en las personas. El atentado contra la Vicepresidenta nos invita a revisar algunas de estas historias para ver cuánto de ellas se ha vuelto parte de nuestra realidad.
Estados Unidos, como país “desarrollado”, siempre suele destacar por su violencia, una característica “propia” de sociedades más precarias, pobres, aunque también desiguales, un mote que le calza perfecto a la potencia del norte. Es tan particular que hasta cuenta con sus propios fenómenos autóctonos, como los tiroteos escolares. Por ello, muchas series y películas han retratado a la perfección lo que lleva a una persona “común y corriente” a matar— o intentar matar— a alguien. A veces es un vecino con el que tienen un conflicto y la mejor manera que encuentran para resolverlo es a los tiros, otras es contra alguna persona que pertenezca a una minoría que creen peligrosa y por tanto “hacen patria” al asesinarla, y otras, como nos pasó hace poco, una figura pública, que se han convencido es mala para el país y, de nuevo, le hacen un favor a la patria sacándola del medio.
Desde el sur, esas formas siempre nos parecieron tan lejanas como barbáricas, al menos a una mayoría que también ejercía sus formas de odio y discriminacion, pero sin pasar a la acción, muchas veces incluso sin siquiera hacerlo público. El día que atentaron contra la vida de la vicepresidenta la violencia política abandonó la palabra pública, donde ya se había instalado como normal, para pasar a los actos. Los problemas de Estados Unidos son suyos, pero ahora que llegaron a nuestras costas cabe preguntarnos: ¿Cómo llegamos acá?.
La miniserie Years & Years, estrenada en HBO en 2019, hace exactamente eso. Toma el punto de vista de una familia tipo del Reino Unido y muestra cómo las pequeñas cosas generan olas gigantes. Los Lyons nos permiten observar la radicalización de buena parte de la sociedad británica en un periodo de quince años. La tira pone el ojo en lo que hoy llamaríamos la “bolsonarización” de la política, iniciada en realidad por Donald Trump y cuyos exponentes locales podrían ser Javier Milei o Patricia Bullrich, donde un personaje irrumpe en el sistema mediático diciendo “lo que nadie se anima a decir”, siendo “políticamente incorrecto” y por lo general atacando a alguna especie de enemigo común, como “la casta”, que es culpable de todos los problemas del país.
Para el caso de la producción, ese personaje lo encarna Vivienne Rook— maravillosamente interpretada por Emma Thompson— una outsider de la política que viene a proponer “algo distinto”, “nuevo”, y critica a todo el arco político, colocándose a la derecha de la derecha. En un principio, es subestimada por sus adversarios y tampoco logra buenos resultados electorales. La serie nos muestra que en la familia su discurso no logra calar demasiado y sólo le parece más o menos atractivo a algún miembro menos “politizado”.
Sin embargo, lo interesante del planteo que nos propone Years & Years es no quedarnos con la foto y ver la película completa. Al abarcar un periodo más grande de tiempo, nos muestra cómo ese personaje bizarro, sin votos y más parecido a un panelista enojado que a un político, va ganando terreno, se sigue presentando a elecciones y cada vez saca un porcentaje más alto. El contexto es importante, ya que va de la mano de todas las crisis que sufrió el mundo en los últimos años, políticas, económicas, sociales, ecológicas, etc., lo que lleva a una crisis de representación. Ante la falta de respuestas por parte de la política “tradicional”— llamémosle democrática— los outsiders prometen soluciones mágicas y señalan enemigos claros, que suelen ser los mismos de siempre: inmigrantes, negros y otras minorías, ya sean etnicas, sexuales, religiosas o de género.
¿El resultado? Vivienne Rook asciende al poder y no sólo se lleva puesto hasta el último engranaje del Estado de bienestar, sino que impone hasta campos de concentración. ¿Que es lo mejor de la producción? Que vemos cómo los personajes más “progresistas”, politizados y comprometidos terminaron comprando el discurso y avalando, sin darse cuenta, el ascenso al poder del fascismo. Un planteo un poco más complejo que pensar que la televisión convence a la gente de que la está pasando mal cuando no es así para votar a Mauricio Macri. El final es un llamado de atención al pueblo para involucrarse en la política, tomar consciencia de que su voto es importante y que los discursos que avalamos con él, de manera inofensiva, pueden terminar en cosas horribles. Ninguno de los miembros de la familia es un facho o un nazi, no odian ni quieren lastimar a nadie, pero casi todos votaron a alguien que sí. Entender cómo y por qué pasa es la única manera de evitarlo.
De este modo, vemos que, como en la ficción, los Trump y los Milei no nacen de un repollo. Se van gestando de a poco, corriendo el discurso más a la derecha, desde afuera, moviendo la vara de lo decible, buscando dejar en offside a las derechas más moderadas. Necesitan un público insensible al que le parezca bien y hasta gracioso que insulten, griten, y que se enojen, algo que se replica en foros y redes “alternativas”, para después pasar a las masivas y, finalmente, a la televisión y la política. En ese contexto violento generado aparecen los famosos “lobos solitarios”, que de solitarios tienen sólo el nombre.
Del Reino Unido a Ciudad Gótica
La última película de Batman con Robert Patinson muestra cómo la manipulación del descontento de grupos— al menos en principio— marginales de la población puede llevar a la violencia física y a poner vidas en riesgo. El villano se aprovecha del descontento en una sociedad desigual y totalmente disfuncional como la Ciudad Gótica para promover el odio contra su propia versión de “la casta”. Lo que empieza en un foro, publicando mensajes anónimos, haciendo alusión a acciones terroristas, termina con un grupo de jóvenes enmascarados que pasan a la acción, toman las armas y desatan el caos.
Una escena de la serie The Boys, de Amazon Prime, es particularmente útil para graficar el rol de los medios y la violencia estructural de la sociedad como disparadores de atentados por parte de estos “lobos solitarios” educados socialmente para odiar.
Un hombre como cualquier otro ve la televisión y navega por redes sociales, se encuentra constantemente con un discurso que le da una respuesta a sus miedos y preocupaciones: el extranjero es el problema. Los voceros invitan a la sociedad a “ser parte de la solución”, a “cumplir su deber ciudadano”, a “hacer lo correcto”, les dicen que cuentan con ellos para mantener seguro al país, a su familia y amigos. Los interlocutores intercambian mensajes y hacen memes haciendo alusión a matar extranjeros, algo “inofensivo” en apariencia que puede ver cualquiera que entre en este momento a Twitter. Uno decide pasar a la acción y le dispara a un comerciante extranjero. Lo convencieron de que es el enemigo. El hombre tiene miedo no sólo del extranjero, sino de empuñar un arma y asesinar. No es algo que hubiera pensado hacer antes, sin embargo lo lleva a cabo. Un hombre inocente muere por nada, un nuevo asesino nace, va a la cárcel y las personas que lo llenaron de miedo y odio se lamentan por la tragedia, lejos de reconocer que todo el tiempo están señalando a personas que se ven como ese comerciante como el enemigo. Podemos cambiar la palabra extranjero por negro, mujer, musulman, peronista o cualquier otra, el ejemplo se sostiene.
Los medios son un engranaje más en la máquina del odio que genera “lobos solitarios” en masa y después se lamenta de los atentados que llevan a cabo. Las redes, productos culturales— series, películas, memes—, comediantes e influencers, cada consumo donde se nos presenta a una idea, persona, partido, etnia, religión o lo que fuera como digno de burla, inferior, menos que humano, como causante de algún mal, está acompañado de otro millón de producciones con ese mismo mensaje. Un porcentaje de sus autores seguro no tomó conciencia de lo que podría significar, no querían causar algún mal y mucho menos dañarían a alguien ellos mismos, pero los mensajes, una vez afuera, son libres de ser interpretados por quienes los reciben. Otro porcentaje, sin embargo, sabe bien lo que hace.
El humor suele ser un gran vehículo para ello. Por cada chiste donde atacamos, de nuevo, quizá “inocentemente”, a algún grupo o persona en particular, existen un millón de chistes más que quizá sin intención de herir o de pasar a la acción sobre lo que se dice, pueden ser interpretados por alguien con otras intenciones, que se suman a vídeos, películas, series, noticias o discursos, donde se ataca o se señala a esa misma persona o grupo y lo llevan a creer que eso es así. De esa forma se generan los sentidos comunes.
La mejor forma de, al menos, desacelerar este espiral de violencia e intolerancia es ser más responsables con lo que hacemos y decimos, sobre todo quienes tienen llegada a públicos masivos o responsabilidades institucionales.
Cuando dejamos pasar cosas que degradan el debate público sin consecuencias eso se normaliza y corre una vara que después es muy difícil llevar hacia atrás. Hace 20 o 30 años era impensado que se dijeran o hicieran cosas que hoy en la política, el periodismo y el poder judicial son de todos los días. Hasta hace 20 días, nadie pensaba que algo que le podía pasar a Cristina y, sin embargo, 15 años de editoriales, tapas de revistas, memes, comentarios en redes, cantos, carteles en movilizaciones y hasta amenazas desestimadas nos muestran que, en realidad, lo llamativo es que no haya pasado antes. La democracia necesita de la libertad de expresión para existir, pero la libertad de expresión necesita de un uso con responsabilidad para que sigamos viviendo en democracia.