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Opinión del Lector

Los días del juicio: Trapisondas, equivalencias y espectáculo

MARIA PIA LOPEZ Y MARIANA GAINZA

Por MARIA PIA LOPEZ Y MARIANA GAINZA

Las autoras de esta nota sostienen que el juicio a la vicepresidenta constituye el intento de la derecha de enlazar el Juicio a las Juntas con el juicio a la corrupción, usando la memoria social del Nunca más para justificar el ataque a líderes democráticos; y afirman que ese enlace produce dos efectos problemáticos: Uno, desplazar la legitimidad institucional en el corte con el terrorismo de Estado hacia el presunto Nunca más a la corrupción; el otro efecto es enrarecer la comprensión de los vínculos entre la criminalidad de las derechas genocidas y las políticas económicas y sociales.

La democracia argentina buscó su legitimidad en el acuerdo para decir Basta al terrorismo de Estado. Nunca más fue consenso y umbral. El Juicio a las Juntas, en 1985, fue el acto institucional fundamental, que asumía y realizaba una demanda extendida de los movimientos de derechos humanos y las militancias políticas. Alrededor de las consignas de memoria, verdad y justicia, se mantuvo la vitalidad de esas militancias, incluso en tiempos sombríos y de profundas derrotas. Ese juicio constituyó, lo sabemos, una singularidad argentina respecto de otras transiciones y convirtió esa singularidad en ejemplar. Fue tan central esa cuestión, que cuando el menemismo producía modificaciones serias y reaccionarias a la estructura social y privatizaba la riqueza pública, el presidente contestó a las movilizaciones opositoras con una frase amenazante: puede haber más Madres de Plaza de Mayo. La amenaza de las desapariciones forzadas fue ademán recurrente de las derechas y en el último gobierno de ese signo, la desaparición de Santiago Maldonado fue encubierta con conocidos artilugios. Porque hubo otrxs desparecidxs en democracia -Julio López nos duele cada día- pero la diferencia es contundente cuando desde las máximas responsabilidades del Estado se decide negar y ocultar.

El Juicio a las Juntas fue extraordinario y tuvo sus límites. En particular, la desconsideración de las complicidades empresariales y eclesiásticas. Los beneficiarios de la reestructuración social producida por la dictadura -fundamental en términos de cambio en la participación de lxs trabajadores en la riqueza y en la sumisión a una lógica del endeudamiento externo y la financiarización- no fueron parte de la escena hasta muchos años después. Esa dimensión había sido señalada en la temprana Carta a la Junta de Rodolfo Walsh y en las airadas intervenciones de Fogwill en la revista El porteño. La traemos aquí para señalar ese anudamiento entre terrorismo de Estado y poder económico. El neoliberalismo chorrea sangre en su proceso de acumulación (siempre) originaria. Si las derechas son negacionistas -y perseveran en su intento de revisar, una y otra vez, el número de detenidxs-desparecidxs, y buscar reabrir los procesos a las militancias setentistas-, es en el mismo movimiento en que son endeudadoras y persiguen el menoscabo de los derechos sociales. Las luchas por la memoria no se pueden separar de las luchas distributivas.

Hasta aquí, el escenario es bastante claro y se reactualiza en muchas intervenciones. Pero en este tiempo, se agrega un escarnio argumentativo más complejo, que viene a enlazar ese Juicio a las Juntas con el juicio a la corrupción, usando la memoria social del Nunca más para justificar el ataque a líderes democráticos. Si el Juicio de 1985 era una singularidad ejemplar, los juicios por (presunta) corrupción son la comidilla cotidiana de aparatos judiciales que vienen a hacer la tarea de corroer instituciones políticas y representantes democráticos. Salta a la vista lo sucedido en Brasil, donde lograron encarcelar al ex presidente, destituir a la presidenta y abrir el terreno para el paseo triunfal de una derecha brutal. Ese período está terminando, pero nada es gratis para los sectores populares, cuando se producen interrupciones a políticas públicas que intentan disminuir la desigualdad.

Los juicios en Argentina son parte de esa serie, destinada no sólo a castigar a personas que ocuparon lugares de conducción si no a disciplinar a la clase política entera. Juicios llevados adelante por una red de fiscales y jueces que son parte del entramado político que gobernó entre 2015 y 2019, no sujetos insospechados de partidismo y capaces de encarar una efectiva investigación. ¿Puede compararse este elenco maltrecho con el esfuerzo institucional que implicó el corte de 1985? No, no sin mala fe. No estamos diciendo que la corrupción no reclame un trato serio, por el contrario: lo reclama, pero estamos asistiendo a un proceso que de serio no tiene nada. Discursos para el espectáculo, asunción de que importan las narrativas más que las pruebas, sustitución de las pruebas reales por entidades metafísicas y números mitológicos -pasan a ser “tres toneladas”-, supresión del derecho de defensa. Siempre se trata de narrativas, porque el quehacer político tiene entre sus derivas fundamentales la construcción de una explicación del presente y del pasado. Construimos, colectivamente, una narrativa sobre el terrorismo de Estado: pero ese relato no surgía de lo improbable o lo supuesto, surgía de la palabra de las y los testigos, de la fuerza sobresaltante de quienes volvían del horror concentracionario y podían testimoniar, del carácter indudable de esos cuerpos ausentes. ¿Cómo comparar esa narrativa encarnada con la que surge de un guión mediático y judicial, que incluyó excavaciones en la Patagonia y fue pergeñado en las catacumbas en las que se imaginaron confabulaciones, bóvedas y viajes?

Estas comparaciones falaces vienen a producir dos efectos problemáticos. Uno, a sostener el desplazamiento del basamento de la legitimidad institucional en el corte con el terrorismo de Estado, hacia el presunto Nunca más a la corrupción. El macrismo intentó eso, y lo materializó con el lanzamiento de ataques judiciales contra integrantes del gobierno anterior y con un negacionismo de distintos tonos. Ese desplazamiento permite nuevos campos de alianzas. El otro efecto consiste en enrarecer la comprensión de los vínculos entre la criminalidad de las derechas genocidas y las políticas económicas y sociales. ¿O el espectáculo de la corrupción no es también el velamiento de la eficacia disciplinadora de la deuda externa?

Si el aparato judicial está propicio a producir narraciones eficaces, el gobierno nacional peca por su ineficacia para hacerlo, porque no ha logrado producir una narración necesaria sobre la deuda, sus beneficiarios y sus efectos dramáticos sobre la población. Una historia que debe incluir desde la estatización de la deuda privada llevada adelante por el último gobierno militar hasta la fuga de capitales producida con las últimas cuotas del endeudamiento en 2015. Eso se hereda de muchos modos, pero fundamentalmente como restricciones y empobrecimiento. Juicio a los endeudadores seriales, sería necesario, pero ¿con estos fiscales y estos jueces? Ni siquiera aspiramos a esa escena, sino a la comprensión de la situación actual, con señalamiento de responsabilidades, obstáculos y adversidades.

El espectáculo del juicio a Cristina se sostiene sobre ese otro vacío discursivo, sobre una escena que no está habitada por una palabra política más densa que la suya en la defensa. Son tiempos de desmovilización, de penuria anímica, de capas caídas para muchas militancias. Fragmentación y después. O pandemia, encierro y después. ¿Qué hacer en este mundo nuevo en el que el horizonte aparece cerrado y las fuerzas populares en la trampa de tener que asistir, más o menos silenciosas, a una estabilización por derecha de la situación? En esa escena se sitúa el juicio, surgido del olfateo de una impotencia general, que solo tendría estertores mínimos para contrarrestar. No es así, porque es claro que Cristina no es sólo Cristina, que lo que se pone en la picota es la experiencia misma de los gobiernos populares y un conjunto de derechos. Pero a la vez, es necesario volver a anudar -sí: narrativa y políticamente- esas cuestiones, porque no podemos defender con plenas fuerzas a la perseguida sin poner en discusión las condiciones que hacen que hoy, muchas de las políticas que defendimos en su gobierno, estén ausentes y, en especial, que la mayoría de los sectores populares se encuentren en graves dificultades para desarrollar dignamente sus vidas.

Esa defensa, imprescindible y urgente, debe serlo de las condiciones mismas de la política popular y de la apuesta a una política capaz de transformar, para mejorar, las condiciones de vida de las mayorías. Porque Cristina es el nombre más emblemático de esas apuestas, pero también la que encarna los dilemas complejos de la época. Dilemas, decimos, o tensiones entre las apuestas a la transformación o una estabilización conservadora.

(María Pía López es Socióloga, ensayista, investigadora y docente. Mariana Gainza es socióloga, docente, investigadora)

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