Por José Luis Lanao
Que bien se conserva el odio en nuestros días. Ese odio racial, pardo, viscoso, de balas negras, que se ha enquistado en el hígado de una parte de los cuerpos de seguridad del Estado y en ese acompañamiento de porosa piel de un sector de la sociedad autoritaria. Ese odio espeso que se enquista para denigrar, perseguir, excluir, dominar, extinguiendo todo residuo de piedad, y donde la figura humana deja de conmover. Esos lugares deshabitados, donde el tiempo humano deja de existir, y la costumbre de matar fluye, se banaliza, y se hace incomprensible. Ese fantasma de la violencia extrema y del miedo inducido que un día se despertará de madrugada para advertirnos que el abismo existencial empieza al borde de nuestros pies.
En esta breve grieta de luz donde existimos, Lucas González ya no está con nosotros. Como no lo están Maldonado, "Lolo" Regueiro, Fernando Báez Sosa, entre otros. Almas que ya se han ido de la vida, en ese horror que nace de la deshumanización del otro. En esta sensación de extrañamiento de lo real que podría servir para inaugurar nuevas vías de repensar nuestro lugar en el mundo respecto a la violencia y el asesinato. Pensar de manera crítica, tajante, de resistencia, contra estas nuevas formas de barbarie.
Contra ese desenfado mediático tan promiscuo con este mundo fusilado de violencia extrema y de noticias falsas, tan cortesano con el extremismo militante y cuartelario. Un universo donde se debilitan las formas éticas, de solidaridad y de ciudadanía; donde desaparece la reflexión, la mesura y la racionalidad. Mercaderes del odio y de la crispación que idolatran la violencia y sus placeres coercitivos.
El asesinato de Lucas González fue de una brutalidad desmesurada, con ribetes de un cinismo macabro: pistas falsas, pistola de juguete. Ahora el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) N° 25 condena a prisión perpetua a los oficiales de Policía Gabriel Isassi, Fabián López y Juan José Nieva, y a tres comisarios, un subcomisario y dos oficiales, a penas de tres a cuatro años por encubrimiento. La sentencia reconoce la "violencia institucional" y el "odio racial". En sus alegatos, las dos partes acusadoras habían sostenido que los oficiales de brigada "eligieron" a los chicos por prejuicios de clase y raciales al verlos salir del predio ubicado en la Villa 21-24. Héctor González, padre de la víctima, expresó: "Se demostró el racismo, lo dijeron los jueces”. Horacio Pietragalla Corti, secretario de Derechos Humanos de la Nación, también destacó la condena por "odio racial" y "violencia institucional", y aseguró estar demostrado “que esto fue una cacería y una estigmatización a los pibes".
Más allá de la sentencia, el dolor pervive. Está. Está en la carne, en los huesos, en los silencios huérfanos, deshabitados. En esa tristeza irreparable de los sometidos sin quejas. Tanto odio cansa. Pero siempre vuelve, y asusta. Para entender a una sociedad hay que rebuscar en su basura. Hay algo más peligroso que creer que la opinión pública siempre tiene razón, creer que no la tiene nunca.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979