"¿Con qué sueña el Gobierno que sueña el pueblo? A partir de distintos aportes de la producción intelectual argentina reflexionamos sobre el cambio en el signo de estos tiempos y sus diálogos posibles con la tradición política del campo nacional popular".
A la par que realizó su operación de establecer un parteaguas en los estudios argentinos que querían inscribir su interrogante sobre formaciones sociales, indicando en forma cara que lo anterior a su proyecto de institucionalización de la sociología en Argentina era pura narrativa poco menos que relevante, Gino Germani se interesó por los pliegues entre lo social y lo subjetivo. Paradojalmente, ensayó -a la par de sus fundaciones y sus políticas de publicaciones, editoriales e investigativas- una menos conocida acción de buceo en las aguas de las teorías del sujeto donde un animoso zigzagueo lo llevó a escribir, en compañía de un colega -y bajo pseudónimo-, una serie de textos de divulgación con la pretensión de acercar nada más ni nada menos que el psicoanálisis a las masas. Efectivamente, junto a Jorge Perelman, Germani intentó realizar una interesantísima praxis de interpretación de los sueños de mujeres anónimas, que escribían a una revista del corazón, de esas que se llamarían de divulgación, contando algún pasaje onírico reciente. En algo así como en una labor libre de sugestiones cientificistas, ejecutando bajo otro nombre, -para varios- mucho más que aquello especulador que él mismo condenaría en ensayistas como Martínez Estrada, Germani indagó allí también, liminal entre los social y lo subjetivo, sobre los sueños del pueblo.
¿Con qué cosas sueña el pueblo? ¿de qué forma “la política” contiene una disposición “sociológica” de escuchar si no a la sociedad, a algún tipo de conjunto más o menos específico o más o menos masivo para el que se gobierna? Si la praxis política fuese solo la demarcación desde allí de las aspiraciones que debieran tenerse, y la procura de que algo de ellas pueda, si no hacerse realidad efectiva, al menos sostenerse como horizonte, en cierta forma la linealidad entre las partes de la democracia -el gobierno y el pueblo- sería un juego que no implicaría casi una práctica de interpretación, de escucha, de conducción. “Hoy sabemos lo que queremos proteger pero ignoramos lo que queremos conquistar”, dice la presentación del sugestivo Comunología, de Nicolás Vilela, que se propone como un libro que reflexiona y fundamenta con textos de filósofos y del pensamiento nacional argentino la praxis militante de la época kirchnerista.
Sucede que si de estas preguntas concluyéramos que la tarea acuciante sería una actualización doctrinaria, la cuestión no sería simple. Un requerimiento de este tipo implicaría una amalgama no inmediata entre los conceptos que hicieron a, por ejemplo, la doctrina nacional-popular -donde resulta insoslayable el pensamiento de Perón, pero que no la agota- que debiera darse hasta últimas consecuencias la problemática de si. Para sostener el espíritu de su corpus reflexivo sería preciso apuntar a sostenerlo aún intercambiando los significantes -o la jerga, como llaman otros despectivamente-, o si, por el contrario, lo central radica -bajo el riesgo de tornarse incomprensible para el pueblo actual- en sostener las categorías propias de la doctrina, en términos clásicos.
Doctrina de lo inactual
Dicho de otra forma: no resulta un punto de fácil resolución decidir de qué manera es posible sostener los grandes núcleos decisivos de la tradición nacional-popular a través de un convocatoria que sepa captar el malestar popular pero también su picaresca histórica, y extraer de allí algo potente socialmente, que vaya más allá que una pura exégesis de los textos clásicos. Si abordáramos esa cuestión desde la complejidad entrelazada entre concepto e imaginario social, la tradición nacional-popular ha sido una máquina proliferante que ha construído, enarbolado, asimilado, deglutido y apropiado un sinfín de representaciones, imaginarios y figuraciones, efectivas gemas que han sabido por ejemplo latir sus marchas bajo la melodía del corazón popular, algo por demás inaprensible por teorizaciones desde un afuera radical a dicha experiencia, a la vez que, por eso mismo, ha tendido en muchos momentos a pensarse a sí misma con categorías demasiadas veces impropias. ¿Ha sido eso un elemento que lo ha hecho sobrevivir, o bien ese nudo gordiano de nuestra historia nacional ha despotenciado la traducción de lo popular en lo nacional? En esta última pregunta se captura la distinción que no siempre realizamos para establecer diagnósticos y estrategias. La -nunca justipreciada del todo- encrucijada planteada por Perón de “ya hemos repartido la torta todo lo que nos fue posible, ahora de lo que se trata es de hacerla crecer”, contendría una fórmula, de hecho, al respecto, toda vez que por medio del valor del trabajo podría encontrarse la polea para que sólo si lo nacional crece, también lo haga el disfrute popular.
Planteados en estos términos, no son claros ni los mecanismos a través de los cuales el gobierno nacional, en la actualidad, busca recortar la distancia que lo aleja de poder situarse como figurador condicionante de horizontes comunes, en términos potentes, ni tampoco debajo de qué signos categoriales ha decidido emprender precisamente una justicia social -con una forma concomitante de conocimiento de los deseos del pueblo- inscribiendo sobre lo institucional aquello que no existía. La torta cae; el reparto de ella más; el pueblo trabaja. Esa encrucijada a la que aludíamos se estaría “resolviendo” sin la fórmula de la desocupación masiva, como forma de adoctrinamiento liberal, en efecto estructural a lo largo de nuestra historia económica. Pero esa no desocupación lejos está de expresar un estado de cosas ajustado a lo que se retuvo hasta acá como figuraciones colectivas sobre el peronismo. La doctrinaria y fundante fórmula de “gobernar es crear trabajo” se realiza sobre el signo de una época que no se está interpretando en toda su dramaticidad estructural, y frente a la cual los interrogantes de un Germani quedarían hoy entre ingenuos y obsoletos. No tanto aquellos que han querido dar cuenta de la necesidad de ver que el fondo del imaginario de movilidad social nacional tiene sus singularidades, al punto de ser necesarias verdaderos aparatejos analíticos que capten lo que pasa en los márgenes del pueblo, cuando la movilización y la movilidad social se dan en una época histórica determinada -como lo fue, por ejemplo, en el kirchnerismo-, sino también cuando los deseos colectivos mutan y las aspiraciones se encuentran disputadas en el interior mismo de los dispositivos que nos devuelven un código de nosotros mismos.
Sueñan los androides con las sagradas vacas muertas
¿Con qué cosas sueña el gobierno que sueña al pueblo? ¿bajo qué doctrina se maneja, si resultara necesario asumir que nadie se guía pura y exclusivamente por tacticismos o supuestos pragmatismos inconducentes? Si nos viéramos conminados al imposible de hablar con la jerga doctrinaria, no pareciéramos del todo alejados si plantásemos como horizonte diáfano del peronismo dos objetivos suyos fundantes: la grandeza de la nación y la felicidad del pueblo. Para el historiador Daniel James la justicia social en el peronismo clásico oficia como una detención -o un desplazamiento, diríamos, de la confrontación “entre el capital y el trabajo”. En el peronismo, la justicia social es la lucha de clases por otros medios.
La centralidad de la organización para vencer al tiempo, que se sitúa como eje del texto Comunología, en su intento por describir los horizontes del kirchnerismo, encuentra un punto ciego de sentido. Como si no hubiese organización sino movimiento diaspórico cuando se requiere conminarse a la lógica de la militancia habiendo captado como felicidad popular -sus andanzas fantasmáticas, sus hazañas amañadas- aquello de lo que se dista, gobernando.
Porque ni siquiera se rozan etapas modernizadoras que ya no existen. A la luz del punto de partida sobre el saber mínimo planteado por el autor, nada más ni nada menos que eso que debe ser “protegido”, el intento de magnicidio contra Cristina Kirchner trastoca no solo la relación con la propuesta “conquistadora”, sino los cimientos mismos de la lectura de lo propio.
La función social del Estado, en un gobierno nacional, es devolver al pueblo una imagen más organizada de sí misma. La felicidad sería un fin como efecto de esa instancia organizada, pero extasiados en una nomentaclatura que falla en la interpelación de los dirigentes actuales, eso no logra siquiera captarse. Y la grandeza de la nación, sería además, una manera de posibilitar ese fin sin que deba optarse por otro camino, que se acerque a la sangre. Esa ha sido la diatriba de Perón que León Rozitchner y Cooke establecieron como sustrato de un desencuentro entre lo que el pueblo decía querer y lo que un dirigente era capaz de definir como la parte que le tocaba definir por sí mismo. Hoy se corren días de una tensión gravosa. Y solo bajo una azuzada escucha de la maravillosa música podrá evitarse la sangre que parece querer golpear, para futuro con los pies caminando hacia las propias fuentes.