Por Maru Bielli
En las vísperas del fin de semana largo de Semana Santa, miles de trabajadoras y trabajadores estatales recibieron la notificación de que se quedaban sin trabajo. Quizás se trate del desguace más integral, violento y vertiginoso que sufriera el sector público desde la década de los noventa. Los correos electrónicos que llegaron durante la madrugada, la sensación de no conocerle la cara a quien está detrás de la decisión- incluso después de haber trabajado 10 o 15 años en el mismo lugar-, son eslabones de una cadena motivada por la crueldad. El goce en el sufrimiento ajeno y el desprecio actúan como el andamiaje de una política de Estado que tiene por objetivo contribuir a un proceso de reestructuración económica que logre cristalizar una distribución regresiva del ingreso.
Hasta el momento conocemos que alrededor de siete mil personas se quedaron sin trabajo, aunque sabemos, por las propias declaraciones del gobierno, que su objetivo es que sean muchas más. ¿Quiénes son? ¿Qué hacían? Veamos algunos ejemplos.
Una trabajadora social de la UDAI -oficina descentralizada de ANSES- de Cuartel V, Moreno, que diariamente iniciaba el trámite para que los vecinos pudieran jubilarse. Así, evitaba que tuvieran que tomarse uno o dos colectivos para realizarlo. Desde la semana que viene, esa oficina no va a funcionar más.
Es esta trabajadora y es la decisión de que, a poco más de 100 días de gobierno, el ajuste en las jubilaciones expliquen el 35,4% del superávit fiscal. Dicho de otro modo, es la decisión política de que el ajuste lo pague esta porción de la sociedad, que además, va a cobrar su jubilación en cuotas durante el mes de abril.
Un docente contratado por el Instituto Nacional de Formación Docente-INFOD-, especialista en Prácticas de la Matemática, que armaba guías consultadas por los docentes en las aulas de todo el país.
Es este trabajador y es la idea de que como “la escuela pública es una gran lavadora de cerebros” cuanto más privada, diferenciadora e individualista sea la educación, mejores serán los resultados.
El despido de una trabajadora del Centro de Referencia en Catamarca deja a toda una ciudad que ya no va a tener un espacio del Ministerio de Desarrollo Social de Nación -ahora Capital Humano- para canalizar algunas de sus mayores necesidades.
Es esa trabajadora y son cada uno de los afectados por algún temporal o inclemencia que ya no cuentan con la dinamitada área de Ayudas Urgentes. Es también cada uno de los que busquen un plato de comida en alguno de los 40 mil comedores comunitarios que ya no reciben alimentos en todo el país.
Un técnico agropecuario de agricultura familiar que acompañaba a los productores para presentar proyectos de inversión que favorezcan su producción.
Es ese trabajador y son los 250 mil pequeños productores que generan el 60% de los alimentos que se consumen en el país, que se quedaron sin el apoyo vital de 900 técnicos distribuidos a lo largo del territorio nacional. Son ellos, y somos todos los que consumimos sus alimentos.
Es también esa trabajadora de la Comisión Nacional de Energía Atómica que trabajó durante 10 años en el proyecto CAREM para el desarrollo del primer reactor nuclear de baja potencia que es frontera tecnológica en el sector con potencial de exportación.
Y así podemos seguir. Cada una de las áreas del Estado desguazadas se ocupa de desmercantilizar alguno de los aspectos de la vida de un sector de nuestra sociedad. En general, para acompañar a quienes más lo necesitan.
Esto no quiere decir que el Estado no se ocupe de aquellos que más tienen. Al contrario. Basta una devaluación para favorecer a los sectores exportadores como la minería. Basta un DNU para liberalizar los precios de las prepagas y generarle ganancias extraordinarias a los dueños de las empresas de medicina privada. Basta con permitirle a los bancos reducir la tasa de plazos fijos para que se empobrezcan los ahorros de los argentinos e incremente sus ganancias todo el sistema financiero.
En definitiva, cada vez que se avanzó con el desguace de lo público se hizo en función de garantizar transferencias de recursos y negocios a sectores poderosos de nuestra economía. La verdadera casta económica. Quizás sean estos los momentos para recordar que el verdadero costo social lo generan las políticas de gobierno que se ocupan de trasladar ingresos de quienes menos tienen a quienes más tienen. Pero claro, para llevar adelante esta tarea no se necesitan personas comprometidas con su trabajo, ni un entramado con fuerte anclaje territorial que permita llegar a los últimos rincones de nuestra patria. Cuando el Estado se “quita de encima” a estos trabajadores, está exponiendo también cuales son las funciones que no está dispuesto a abandonar, quienes son los sectores que está empeñado en favorecer.
En la conjunción y articulación de cada una de estas historias de trabajadoras y trabajadores, de su función en el Estado, hay un modelo de país y de sociedad. No queremos con esto romantizar un estado de cosas anteriores, ni asumir que se trataba de lo mejor que podía hacerse con el aparato estatal. Queremos sí asumir una posición que evalúe la eficiencia del Estado en función de cuánto mejora la calidad de vida de las personas. Que dé cuenta de un Estado inteligente cuando se interviene en áreas de alto riesgo y con gran impacto. Son el Estado y sus trabajadores quienes orientan y le dan direccionalidad al rumbo que va a adquirir nuestra sociedad, quienes trabajan para definir los niveles de desarrollo con los que va a contar nuestra economía.
Detrás de cada trabajadora y trabajador del Estado, estamos todas y todos nosotros.