Por Jaume Catalán Díaz
Consciente de la creación, del pecado y de la vida eterna, al preparase a morir el cristiano creyente se sitúa ante tres hechos con los que necesariamente, lo quiera o no, se tiene que enfrentar y recapacitar, aunque siempre tenga la posibilidad de encerrarse completamente en sí mismo, y no dar alimento a ese palpitar de la eternidad que, cercano ya el fin terrenal, rebrota en el corazón de todo ser humano, aunque durante muchos años de la vida el hombre haya querido enterrarlo, ahogarlo, erradicarlo, del fondo del alma: esas heridas no se cierran jamás.
Estos tres hechos son: la conciencia de su límite radical y existencial; además del límite, la sombra de la muerte reverdece en el espíritu la conciencia del juicio sobre sí mismo: ¿qué sentido ha tenido mi vida?, ¿ha valido la pena vivir?; y en tercer lugar, la muerte, de una forma u otra, coloca al hombre ante su propia soledad: la muerte la vive cada ser en soledad, consigo mismo o con Dios.
¿Cómo reacciona el hombre ante la conciencia viva de esos tres hechos? La diferencia de reacción puede ser muy grande entre el creyente cristiano y el no creyente -y los creyentes de otras religiones-, y los que se declaran ateos.