Por Mabel Burin
Con la muerte de Diego Maradona en Buenos Aires hace pocos días, y las repercusiones emocionales que se expresaron con relación a este suceso, también se han conmovido --una vez más-- los cimientos sobre los que se asientan las bases del feminismo en nuestro país. Una de sus manifestaciones es el recurso al término “feministómetro” que circuló en varios medios de difusión y en las redes sociales, con intensidades variadas y por momentos sumamente intensas. El supuesto es que el feministómetro mide el grado de legitimidad con que se puede emplear el término feminista, con una evaluación que determina la cantidad de capital simbólico específico en este campo. Se trata de una práctica de etiquetado, que aparentemente puede describir afinidades feministas, pero que de modo más sutil puede encubrir funciones performativas: distribuye a la gente feminista en diversas posiciones por medio de etiquetas tales como “feminista light”, “feminista recién llegada”, “feminista transexcluyente”, etc. Por medio de este etiquetamiento se asigna un valor más/menos, mejor/peor, a sus expresiones, publicaciones, opiniones en general, a la vez que se atribuye el modo en que se realizarán los vínculos hacia la persona etiquetada. Es un etiquetamiento que produce legitimidad o bien falta de reconocimiento sobre la persona en cuestión, reflejando las relaciones de poder al interior del colectivo feminista, que es siempre heterogéneo y diverso.
En el proceso de etiquetamiento se pone en juego lo que podemos caracterizar como violencia simbólica, un tipo de violencia singular que se expresa en los modos de nombrar y en quiénes nombran a la persona etiquetada, debido a que quien tiene el poder de la enunciación impone los límites dentro de los cuales puede ser comprendida, aceptada y reconocida la persona nombrada, y cuál será su destino en los vínculos dentro del campo feminista.
Este orden jerárquico de etiquetamiento deja sus marcas en la subjetividad de las personas feministas. Una de sus marcas implica que son personas que están incluidas dentro de una narrativa de avances o retrocesos, según sus modos de pensar o de sentir expresen que están “adelantadas” en el decurso de la incorporación del feminismo a sus vidas, o bien estén “en proceso”, “recién comenzando”, o “ha retrocedido”, según supuestos puntos de llegada a los que habría que arribar para adquirir un status de “verdadera feminista”. Si bien esta narrativa puede ser bienintencionada respecto de los esfuerzos por deconstruir y eliminar los rasgos patriarcales incorporados a sus vidas a lo largo de su historia, sin embargo sus efectos pueden afectar los modos de sentirse de aquellas personas que no logran adquirir tal status legitimador. Uno de sus puntos más relevantes se manifiesta en las conductas sexoafectivas y la incidencia del amor romántico en las mismas, que generalmente revelan experiencias contradictorias, conflictivas, más allá de los recursos de reflexión crítica disponibles. En estos aspectos emocionales, habría un feministómetro al que ciertos grupos feministas podrían recurrir, estableciendo criterios sobre modos de sentir que operan como dispositivos de poder en el sentido emocional, por ejemplo, provocando sentimientos de culpa cuando se infringen las normas establecidas dentro del encuadre previsto. A esto se sumaría el impacto emocional causado por la no aceptación ni reconocimiento de la conflictiva vida emocional de las personas, que nunca es unívoca ni homogénea, y que podría llevar a que se muestren actitudes de decepción y hasta de rechazo por parte del colectivo al que pertenece una persona feminista.
En estos casos existiría un ideal de perfección feminista, que se incorpora a la subjetividad de quienes están incluidas en una comunidad feminista, con una permanente autoevaluación que pone en tensión la comparación entre sus vidas cotidianas y el ideal social y subjetivo representacional, en pos de sentirse merecedoras de una legitimidad para ser reconocidas por sus pares. Uno de los aspectos centrales para lograr el atributo del ideal feminista se expresa en los modos de amar y de desear, con feroces críticas a la heterosexualidad y al amor romántico: ambos aspectos de la vida sexoafectiva entrarían en el Feministómetro para sancionar a quien sostenga alguno o ambos de esos aspectos en su vida.
La cultura de la cancelación se nutre de este dispositivo del Feministómetro. Se trata de una modalidad cultural que implementa una verdadera cacería de brujas, que asume rasgos dictatoriales, según la cual, cuando se evalúa que una persona transgrede el ideal de perfección se la sanciona eliminándola, haciéndola desaparecer por medio de ataques ininterrumpidos, o bien ignorándola. Esto muestra una notable dificultad para aceptar la complejidad y los variados matices de las vidas contradictorias, promoviendo un achatamiento como pensamiento único. Serán descartados con diversos argumentos varios de quienes han sido constructores de nuestro patrimonio cultural o científico --figuras tales como Einstein, Marx, Freud-- debido a sus conductas y modos de vida considerados hoy en día políticamente incorrectos. Queda suspendido de este modo el valor del debate, siempre fructífero, entre las contradicciones de la vida pública y de las vidas privadas de gente que respondería a los contextos históricos singulares y las condiciones socio-económicas y subjetivas en que construyeron sus existencias. En estos casos, el debate crítico podría contribuir a aclarar los diversos puntos de vista, no necesariamente para generar consensos ni justificaciones, sino más bien para mantener la tensión conflictiva existente entre distintas opiniones, sin la obligatoriedad de eliminar a una de las partes del conflicto.
Propongo estar alertas para advertir a tiempo semejantes dispositivos de poder, que podría constituirse como tribunal punitivista que juzgue a quienes no obedezcan a los parámetros impuestos por ciertos ideales como el antes mencionado -- el ideal de la perfección feminista-- que entran en conflicto con las vidas vividas y encarnadas en la experiencia de las mujeres - y también de muchos hombres. Se trata de estrategias de disciplinamiento y control que, como tantas otras, dejan profundas huellas emocionales entre quienes las padecen.
Mabel Burin es doctora en psicología, directora del Programa de Estudios de Género y Subjetividad en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES), Buenos Aires.