Por EUGENIO RAÚL ZAFFARONI
E. Raúl Zaffaroni desarrolla en este artículo un esbozo de manual para jueces del lawfare, que como es sabido, consiste en la persecución mediático-judicial de líderes políticos que el colonialismo financiero emplea para neutralizar los movimientos nacionales en su guerra híbrida contra los Estados de derecho y las democracias de nuestra América.
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Es sabido que la persecución mediático-judicial de líderes políticos (llamada lawfare) es uno de los medios que el colonialismo financiero emplea para neutralizar los movimientos nacionales en su guerra híbrida contra los Estados de derecho y las democracias de nuestra América.
Pese a las variables locales, su empleo regional va perfilando algunas notas comunes y una de ellas parece ser el método de elaboración de sentencias condenatorias, es decir, cómo hay jueces que logran condenar sin pruebas, pero citando autores prestigiosos y dando la impresión de que se trata de sentencias serias, razonadas, hasta ilustradas y muy trabajadas por quienes las suscriben.
Al parecer, el 6 de marzo del año próximo tendremos otra muestra de este tipo de sentencias, al conocerse los fundamentos de la condena argentina a la vicepresidenta y otros procesados. Veremos si metodológicamente implicará alguna innovación pero, por lo menos con la experiencia regional recogida hasta ahora nos permitimos bosquejar aquí esta suerte de lineamiento general para un manual práctico de elaboración de sentencias de lawfare -digno de mayor desarrollo- que, si bien puede ser útil a los jueces que se ocupan de esta deplorable tarea, también lo podrá ser para el público desprevenido.
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Ante todo, lo primero que deben hacer los jueces encargados de este penoso trabajo, es rodearse de buenos empleados, cuya obsesividad puedan explotarla al máximo, para que tomen nota pormenorizada de lo que sucedió a lo largo de todo el proceso. También deben proveerse de algún dependiente con mayores fijaciones obsesivo compulsivas, que sea capaz de leer ese largo relato, para encargarse de suprimir o minimizar los argumentos defensivos, incluso con algunos adjetivos descalificantes, aunque no demasiado peyorativos. De esta forma, la sentencia dedicará más o menos la mitad a esta descripción meticulosa, que ocupará cientos de fojas.
Por otra parte, los empleados también deberán contabilizar una enorme cantidad de decretos, contratos, resoluciones administrativas y otros documentos, cuanto más numeroso mejor, para que ocupe también muchas fojas y proporcionen la impresión de una abundantísima prueba, aunque no prueben nada más que lo que indica su propia naturaleza jurídica.
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Con esto los jueces lograrán que, más de la mitad de las por lo menos mil fojas de cualquier sentencia de lawfare, la ocupe el resultado de esa labor paciente de los funcionarios administrativos del tribunal y, por supuesto, no de los jueces.
Todo eso se facilita ahora merced al uso de la computadora, que permite cortar, trasladar y eliminar párrafos enteros, sin necesidad de los viejos papeles carbónicos y correctores, propios de la mecanografía de los románticos tiempos de la máquina de escribir manual, cuando era humanamente casi imposible llenar semejante cantidad de papel.
De este modo, los jueces podrán firmar una sentencia que impresione por su voluminosa extensión, aunque con certeza, ninguno de ellos la haya leído en su totalidad. Esto presenta también la ventaja de que su lectura sea dificilísima para cualquier persona normal. Pero, lo cierto es que el no avisado, que se encuentre ante semejante volumen de papel sin conocer este método de construcción, puede inclinarse a creer que se trata de una obra técnica largamente elaborada y meditada por los jueces.
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Seguidamente, los jueces del lawfare deberán encargar a sus colaboradores la recopilación de muchas citas de los libros de doctrina que escribimos los penalistas, en especial referidas a los tipos y figuras legales en función de los cuales acabarán condenando. Siempre hay cerca un estudiante de derecho curioso, informado del último grito de la moda doctrinaria.
Aquí los jueces no deben olvidar de encargarle al colaborador curioso que recoja algunas citas de autores alemanes, porque eso, además de la sensación de cientificidad, cumple otra función importante, que luego explicaremos. Quien lea transversalmente esos mamotretos notará que hay nombres repetidos, que se supone que por alguna razón se los invoca, aunque a veces ésta no tenga mucha explicación.
Los autores vernáculos no cotizamos mucho para esta parte de supuestas citas de autoridad doctrinaria y científica, aunque conviene que de vez en cuanto los jueces del lawfare nos citen, al menos a propósito de algo periférico al núcleo de lo que se supone que trata o debe tratar la sentencia. Si las citas de autores extranjeros son en lengua original, es mucho mejor, pues eso proporciona la sensación de un conocimiento doctrinario más universal por parte de los jueces.
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Por cierto, los jueces que firman estas sentencias deben superar el principal obstáculo, que siempre consiste en la notoria falta de pruebas de cargo, cuestión que deben disimular al máximo y muy cuidadosamente. Para eso es bueno que omitan toda referencia a la valoración de la prueba como la historia de un hecho pasado, o sea, no deben hacer mención alguna de las etapas heurística (cuáles son las pruebas admisibles), de crítica externa (cuáles son auténticas y cuáles falsas), de crítica interna (cuáles son verosímiles y cuáles no) y de síntesis o conclusiones. Esto no debe ni mencionarse: en esto el silencio absoluto es lo más saludable.
A veces, las pruebas de cargo se reducen a declaraciones de supuestos arrepentidos cooperadores, que son otros procesados, es decir, personas que tratan de mejorar su situación procesal o que declararon presionados por la amenaza de una prisión preventiva en la etapa de instrucción del proceso.
No es raro que aparezcan memoriosos que, sin razón alguna, solo por ocurrencia o deporte, se dedicaron a escribir cuadernos, algunos quemados que vuelven de sus cenizas, otros escritos en tiempo presente cuando se supone que son memorias y, para colmo, con el código de barras arrancado, para que no sea posible saber cuándo se fabricó ese soporte de papel. Alguno incluso puede haber sido escrito en tiempo brevísimo, aunque con muestras de una capacidad de memoria fuera de lo común, registrando cifras que indican hasta centavos.
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Al redactar la brevísima parte medular de la sentencia, los jueces del lawfare deben esmerarse para minimizar la importancia de la condición de procesado del supuesto arrepentido. En especial no deben decir ni una palabra acerca de que la cooperación de otro procesado debe limitar su eficacia al descubrimiento de nuevas pruebas y no respecto del contenido de sus dichos, puesto que en eso es lógico que los declarantes busquen eximirse de responsabilidad y cargarla sobre los otros procesados. Así, si se tratase de un robo, la cooperación del arrepentido sería eficaz cuando permitiese descubrir dónde se oculta la cosa robada, pero no en la medida en que se limite a acusar a los otros y a tratar de liberarse de su propia responsabilidad.
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En este punto es muy importante que ni se mencione el detalle de que se trata de otros procesados, porque esa es una forma de ocultar que, en realidad, lo que están haciendo es reintroducir el llamado testigo de la Corona, deslegitimado por Beccaria y todos los autores del Iluminismo desde el siglo XVIII, pero del que se valieron todas las inquisiciones y también los ingleses para colgar de las torres de Londres a los lores opositores que consideraban traidores. Mejor ni media palabra a este respecto.
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De todas formas, para salir del atolladero de la orfandad probatoria cargosa, los jueces tienen varios recursos. Entre los que son recomendables hay uno que ya se ensayó con singular éxito, consistente en una pirueta doctrinaria que desconcierte con facilidad al lector no especializado e incluso al experto perdido en el fárrago confuso de los cientos o miles de fojas.
El primer paso que deben dar los jueces del lawfare en este sentido, consiste en una remisión masiva a toda la voluminosa documentación que contabilizaron por amontonamiento los empleados, por más que sean conscientes de que no prueban nada más que la existencia misma de esos documentos. Así, mediante todos los adverbios y expresiones adverbiales posibles o extraídas del diccionario de sinónimos (evidentemente, claramente, incuestionablemente, sin lugar a dudas, indudablemente, obviamente, naturalmente, etc.) deberán afirmar sin más que está terminantemente probado que se cometieron múltiples actos de cohecho.
El cohecho es un delito que consiste en hacer u omitir por precio o promesa un acto propio de la función. Los jueces deberán afirmar en su sentencia que queda fuera de toda duda que estos delitos los cometieron en conjunto todos los procesados, mediante un reparto de la tarea, o sea, que ninguno de ellos cometió un cohecho completo, sino una parte del cohecho.
Esto último es lo que se llama coautoría funcional por reparto de la empresa criminal. Para eso es necesario que los jueces sentenciadores del lawfare tampoco digan una sola palabra acerca del detalle de que sólo pueden ser autores o coautores quienes tienen la potestad funcional de realizar u omitir el acto, dificultad de la que, si se viesen muy forzados, podrían salir inventando que está probada una asociación ilícita o banda de delincuentes; pero mejor evitar este recurso, porque se meten en problemas.
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Respecto de la coautoría funcional es bueno que los jueces citen a todos los doctrinarios, pues solemos decir lo mismo: esta forma de coautoría se da cuando, por ejemplo, en el asalto a un banco, un sujeto amenaza al público para que no se mueva, otro embolsa los fajos de billetes que le entrega el cajero y otro aguarda en la puerta con un vehículo en marcha.
En esto no hay problema, todos coincidimos, sólo que los jueces de estas sentencias deberán cuidarse de no mencionar el pequeño detalle de que, en ese totum revolutum de la remisión a la supuesta prueba documental que siempre conviene calificar de abrumadora, no existe prueba alguna de lo que hizo cada uno de los supuestos intervinientes: es como si en el caso del asalto al banco se quisiese condenar a cualquiera de los tres coautores, pero sin probar que apuntaba al público, que embolsaba los fajos de billetes o que estaba aguardando a sus compinches con el coche en marcha o, peor todavía, sin ninguna prueba de que alguno de los tres hubiese estado en el banco.
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Aquí es muy recomendable y hasta necesario que los jueces invoquen a los colegas alemanes, eligiendo la teoría que les parezca más conveniente, para darle un viso de cientificidad a la superación de este escollo y también para confundir al lector. Así, podrían citar a un prestigioso doctrinario como Roxin, para apropiarse de su teoría del aparato organizado de poder, que este autor inventó para explicar la coautoría de los miembros de las SS y de la Gestapo, en el tiempo en que se juzgaba a Eichmann en Israel.
Pero si a los jueces y a los medios de comunicación dominantes les parece exagerado aplicar esa construcción a todo un gobierno electo democráticamente, pueden elegir, con cita del mismo autor, la categoría que enunció como delitos de infracción de deber. Estos delitos serían los que exigen que el autor tenga un especial deber hacia el bien jurídico, lo que podría llegar al infinito, pues son muchos los casos de autores que tienen este deber especial en hechos cometidos en ejercicio de cualquier actividad. Así, no solo infringen deberes específicos los funcionarios públicos, sino también los padres, los docentes, los sacerdotes, los votantes, los ingenieros, los médicos, los veterinarios, etc.
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¿Pero para qué acudir a este concepto de delito de infracción de deber? Pues, para algo que los colegas alemanes citados jamás admitirían, porque se trata de una directa y mal disimulada perversión procesal de sus teorías. Pero como los jueces del lawfare saben que los alemanes nunca tendrán noticia de eso, pueden hacerlo sin inmutarse y quedarse tranquilos.
Con esa tranquilidad de conciencia, los jueces (o algún colaborador más instruido que se lo proyecte) pueden argumentar, siempre un tanto confusamente para que no salte a la vista la pirueta y pueda darse la impresión de que se trata de una deducción de lógica pura, que como todos los funcionarios que en conjunto se repartieron la tarea de cometer cohechos infringieron sus deberes de funcionarios, no es necesario probar en qué consistió la intervención de cada uno de los supuestos coautores, bastando con afirmar, por remisión al totum revolutum de la supuestamente abrumadora prueba documental, que todos infringieron en conjunto sus deberes.
Es notorio que esto es un espectacular salto lógico realmente acrobático, pero se trata del punto más delicado de la sentencia que, por ser tal, los jueces del lawfare deben esmerarse tratando de mantenerlo lo más oculto posible entre los cientos y cientos de fojas de lo que firman.
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De lograr disimular bien este enorme salto lógico, realmente de trapecio circense sin malla de contención, los jueces evitarán que el lector desprevenido o perdido en la hojarasca de la voluminosa sentencia, se percate de que se eludió probar lo que cada uno supuestamente hizo en el supuesto cohecho cometido en conjunto con reparto de la tarea, al igual que como se lo hace en el ejemplo del asalto al banco.
De no disimularlo con los mejores y más hábiles recursos, quedaría claro, en detrimento de la credibilidad de la sentencia, que los penalistas podemos coincidir o criticar las teorías de los autores y colegas que se citan, pero el más mínimo respeto debido a su seriedad científica nos permite asegurar, con la más absoluta certeza, que ninguno de ellos suscribiría este uso procesal perverso de sus construcciones, destinado a obviar la prueba de lo que debiera probarse.
Como este es el secreto clave de la sentencia de lawfare, los jueces nunca deberán permitir que lo descubra cualquiera que tuviese la extraordinaria capacidad obsesiva de leer detenidamente esos cientos y hasta miles de fojas.
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Por último, como toda sentencia de lawfare debe proscribir -o al menos estigmatizar- al principal condenado, especialmente si estuvo a cargo del poder ejecutivo por elección popular, se hace necesario dar por cierto que era el jefe de toda la maquinaria de cohecho.
Para eso hay varios caminos, siendo el más fácil la afirmación rotunda de que no podía ignorar que se cometían los cohechos. Incluso aunque algún corrupto los hubiese cometido, siempre deberá presumirse en la sentencia que el titular del ejecutivo proveniente de un movimiento popular –no los otros- es una suerte de hermano mayor omnisciente que todo lo controla. Aunque este recurso no deja de ser grosero, siempre será más sutil que algunas afirmaciones un tanto insólitas, que los jueces del lawfare debieran evitar como, por ejemplo, atribuirle al funcionario de mayor jerarquía un poder de influjo psíquico. Es aconsejable no inventar conceptos tan increíbles, ser prudentes, no excederse, porque de lo contrario dejan demasiado a luz sus intenciones y pueden caer en el ridículo que, como sabemos, no tiene retorno.
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No podemos dejar de señalar que para este rápido esbozo de manual para jueces del lawfare, nos inspira en buena medida la sentencia del llamado caso Sobornos de Ecuador, contra Rafael Correa y toda la plana mayor de su gobierno y de su partido, porque es muy ejemplar en la materia, debido a la transparencia con que aplica el método reseñado.
Por descontado que, conforme al objetivo actual, dejamos de lado la insólita situación institucional del Ecuador, que hizo que, de los nueve jueces que intervinieron en las diferentes instancias, siete fuesen interinos y, al igual que la procuradora, todos hayan sido nombrados por el partido opositor a los condenados. También omitimos señalar que el tribunal que debía revisar la sentencia aceleró los tiempos y convocó audiencias en plena pandemia, para notificar su decisión confirmatoria la víspera de la apertura de la inscripción de candidatos para la elección popular, impidiendo así la candidatura de Correa y de la plana mayor de su partido.
Si bien estos son datos coyunturales, conviene de paso mencionarlos, porque cualquiera de las sentencias de esta naturaleza se pronuncia siempre en un contexto institucional más o menos caótico.