Por Guillermo Saccomanno
La casa taller está acá en Gesell, pasando el golf, en una calle de arena, escondida entre árboles, rodeada de verde, donde se tiene la sensación de estar en plena naturaleza, entre los troncos y las plantas. Las puertas ventanas se abren a la luz, que es fundamental por cómo resalta el color en la pintura de Ricardo Roux. Ante sus cuadros se tiene la impresión de una energía creciente, apenas contenida por los límites de los paneles enormes. Se siente la potencia de un estallido, porque ya en la primera mirada asalta la expansión del color que lo abduce a uno. En ocasiones, siempre en el dominio de la abstracción, le asoma lo figurativo, y por esto se lo ha encasillado como “expresionista abstracto”. Podría ser, pero prefiero considerarlo fuera de las etiquetas, los estándares de la plástica que se supone vanguardista. Nada de eso en Ricardo Roux, más bien una visión salvaje de lo pictórico. Así homenajea tanto a Vincent van Gogh como a Carlos Gorriarena: “Apelo a tirar en la cara pensamientos y sentimientos que me surgen, que suenan incoherentes. Pero qué joder, así es la cosa”, dice. En consecuencia, actúa frente a la tela blanca mediante ataques que irán adquiriendo sentido a medida que se interna en la exaltación del color. Según Oscar Smoje, “su pintura nunca se queda quieta”.
Roux cuenta que pinta en series. Por ejemplo, maratonistas, barcos, ventanas, rejas, entre otras. “Cuando se empieza no hay que parar”, dice. “No hasta agotar el tema. O que el tema lo agote a uno, que suele pasar.” En Roux, más que un tema, una constante existencial, influencia fuerte, está el mar, la playa en que se crió. “De pibe soñaba con ser marinero. eso me gustaba”, dice. Y se advierte en sus pinceladas fuertes como el trazo de una ola que quedó en la mirada del chico anticipándose a las pinceladas del hombre. Con la experiencia del autodidacta que se construyó a sí mismo, opina: “No soy un intelectual del arte. Mi obra surge a partir de la intuición y el resultado es una pintura visceral, anímica. Descreo de las recetas. Lo que pretendo es que mi obra más que una búsqueda puramente estética sea el compromiso del hombre con el medio y las circunstancias que lo condicionan en su momento histórico. Lo que intento decir es que parto de la realidad pero la transformo a mi manera”.
Roux es del 45. Y sus antecedentes están en la niñez, en la época pionera, cuando su padre administraba el primer hotel de Gesell. El pibe potrereaba descalzo, liebres, pájaros, médanos vivos, el aire libre, y eso persiste en su producción porque la libertad es una de las condiciones de su arte. Después, un período porteño que le resultó inaguantable. Al vivir en Caballito, el Parque Lezica le parecía una maceta. Cuando hacía el secundario, un amigo le pidió que lo acompañara a un concurso de manchas y fue, estuvo entre los finalistas. Una profesora de filosofía, que solía aconsejar a sus alumnos sobre sus estudios futuros, a él, por el contrario, le recomendó que abandonara todo y se dedicara a la pintura. Desde ahí no paró. Un buen día cargó sus pinturas y se mandó al Di Tella. Entonces adhirió al arte contestario de los 60/70, lo cinético, lo gráfico, el muralismo, la protesta y la denuncia. Entonces el secuestro, el cautiverio en la Esma junto a su compañera, Los reclamos nacionales e internacionales consiguieron su libertad. Previsible, el exilio barcelonés, la disolución de la familia. En la vuelta al país, al encontrarse con su obra anterior, al juzgarla como obediente de “la moda”, la destruyó. “Volví a pintar cuando me conecté con el dolor que me había producido el exilio, la separación. Volver a pintar a partir de ahí, sin ninguna especulación, sin ver a nadie ni nada sino enfrentándome con mi propio dolor. Es así como comencé a hacer otra imagen y ésta terminó por ser mi camino auténtico”. De este modo, Roux se adentró en un camino nuevo, uno interno, que podría interpretarse como camino del Tao, que no por interior se aparta de lo fraterno: pone el cuerpo y conecta con quien lo vea. Se trata de un proyecto de descarga del yo siempre inquieto y alerta, eso que llamo el estallido. Por tanto, al acercarnos a Roux, se hace preciso contar algo más de su vida, pero qué. La obra, sea texto, pentagrama o pintura, no es nunca autónoma. Al remitirnos al origen corresponde señalar también su contacto con el grupo Nueva Figuración que incluía a Ernesto Deira, Rómulo Maccio, Jorge Demirjian y Luis Felipe Noé, a quienes conoció en vacaciones, de pibe, mientras paraban en el hotel de su padre. Tal vez sea necesario además puntualizar algo del orden de un saber: no es casualidad que su vivienda taller, se llame “La lechuza”. Pudo ser casualidad ese nombre, pero confío más en el trabajo de su inconsciente puesto a prueba, como él dice, en esta idea: “Hay que desprenderse. Hay que volar, entregarse al cosmos y ver. Darse cuenta de la otra realidad”.
No quiero que se lea esto que escribo planteado como probable catálogo. Por otro lado, o el mismo, la formalidad no entra en su carácter de creador. Basta plantarse ante una de sus telas enormes para que la retórica expulse a uno lejos del afán culterano: lo que cuenta, el vértigo que contagia la obra, el mismo motor con que fue encarada. A esta altura, me pregunto si lo que escribo es capaz de transmitir ese impulso hacia el mirante, la ola que te agarra por sorpresa, te da vuelta. Es decir, lo que procuro, y no sé si lo logro, es narrar la plástica de Roux, describir aquello que la obra en sí narra, el significado de una abstracción que va más allá del título, eso indecible que puede pasar de la furia al júbilo.
Para entender mejor quién es Roux, un ejemplo. Miguel Briante, en 1990, le ofrece exponer en el Centro Recoleta y Roux le pide abrir el acto de la creación al público. En vez de exponer, exponerse: los fines de semana pinta en vivo: que el espectador vea el momento de la creación. Se reía Briante cuando al hablar de Roux le preguntaban si se refería a Guillermo o al otro, el preso. Se apellidaban igual. Guillermo, el surrealista, el que pinto la cúpula de las Galerías Pacífico, que en la postración y recuperación de un acv, dibujó una colección desgarradora de autorretratos en con birome negra en senectud. A no confundirlos.
Pero, por qué no pensar a este Roux, el otro, como el otro de sí mismo, el que surge descubriéndose en cada obra. “Del otro hablo”, decía Briante, “el que permite revelar secretos de la pintura no figurativa y abrir el juego. En tiempos de agua quieta y repetición vienen bien estos llamados hacia afuera del círculo de iniciados de las galerías”.