Por PAULA PUEBLA
El “sí, quiero” insiste.
Permanece impávido y extemporáneo, no se actualiza, no se refrasea. El “sí, quiero” es políglota y polizón. Atraviesa los mares y continentes, también los siglos. Traspasa tanto los credos como los rituales seculares.
Sin alterarse, el “sí, quiero” pisa la copa, rompe los platos, ofrenda brebajes a la Pachamama o hace fila en los pasillos grises del registro civil para que luego lluevan granos de arroz por buenos augurios.
El “sí, quiero”, voceo aguantador, resiste como una ley tallada en la piedra roseta de nuestra humanidad, no importa cuán en crisis se suponga su casa matriz, la temida institución. Dos palabras, un “sí, quiero”: tan fácil de pronunciar, aún cuando la voz se entrecorta de emoción; tan difícil de decir, incluso cuando no es amor lo que falta.
Sin embargo, el matrimonio que amanece pronunciado tras el “si, quiero” desafía esta universalidad, porque la unión no tiene otro sentido que no sea singular y en esa aceptación, quizás, haya una clave —no por nada el “sí, acepto” aparece como único sinónimo, como un hermano racional. Ni enamoramiento sostenido por siempre, ni fábula de media naranja; más bien una confabulación entre dos que acuerdan estar donde deben (¡y sí, quieren!) estar. Esta última idea no es mía, sino de Julia Kristeva y Philippe Sollers, coautores en nupcias de un libro hermoso titulado "Del matrimonio como una de las bellas artes", que recomiendo con fervor a los lectores.
Aunque haya cada vez menos distancia entre la comedia y la política —y por más ganas de llorar que esta cercanía nos dé— asoma entre Lizy Tagliani y María Eugenia Vidal una antítesis: la calidez de la actriz y humorista se opone por el vértice al carácter glacial y técnico de la ex gobernadora bonaerense. Pero ambas se engalanaron núbiles y allá fueron, atrio arriba hacia sus hombres, como fueron tantas en la historia y como tantas otras seguirán yendo. El vestido de diseñador, el casorio a todo trapo y la tapa de revista será para unos pocos, pero el matrimonio —como un vaso de agua— no se le niega a ninguna pareja que lo quiera, salvo que se invoque la tragedia shakespeariana más conocida.
Ya sean primeras, segundas o terceras nupcias; por un embarazo fuera de cálculo que apuró el trámite con el fin de disimular la panza; por compartir, como una hogaza, una poco romántica cobertura de salud o por el anhelo de toda una vida. Ricas y pobres, jóvenes y viejas, viudas y divorciados, con bendiciones propias o sin ellas, en la cima del amor febril o muchos años después, con festejos rimbombantes o con un brindis de bodegón: el “sí, quiero” rebana el tiempo como solo lo puede hacer un acontecimiento.
Mucho se habla de lo que la época espera o deja de esperar de nosotros. Pero donde por atropello o distracción se pronuncia “época” la mayoría de las veces se debería decir “ideología”, fuerza invisible que hoy empuja, bajo formas de aparente simpatía y presunta diversidad, hacia la disolución de los lazos sociales. Si son las redes de un sindicato, las de un colectivo artístico o las de los vínculos amorosos, eso no importa; todo engorda al sistema del divide y reinarás, y encima son legión los que trabajan para él. Gurúes e influenciadores variopintos, convencidos de hacer el bien o diligentes para realizar la tarea por una paga, intentan calar en nuestras conciencias la ética de la autosuficiencia a todo costo, de la fortaleza sin fisuras, de los vínculos higienistas en los que nada debe doler. Como si fuera posible una existencia indolente, como si los efectos de la anestesia capitalista tuvieran la fuerza de una bomba nuclear, se nos quiere convencer de que vale la pena vivir sin el otro. Sin diferencia, sin alteridad, sin siquiera el roce de la mirada ajena. Se nos pretende enseñar que la libertad no es si no en solitario, porque el de al lado no es un potencial compañero sino la más descarnada competencia.
¿No es acaso asfixiante el mundo lleno de uno mismo que propone el neoliberalismo?
El “sí, quiero” resiste. Es la manifestación oral de que todavía no nos han vencido. El “sí, quiero” lleva inscripto que todavía se quiere algo con otro; una vida, unos años, una casita con fondo, un par de hijos, uno solo o ninguno. El “sí, quiero” le niega entidad a aquella vida calculada, sin riesgo, y se presta a la aventura de andar por la cornisa. No es que no sienta vértigo, es que de la mano de la persona amada importa menos. Parece pacato y conservador, antiguo y demodé, pero hoy es un ávido subversivo.
Decir “sí, quiero”, hacer una pequeña gran revolución.