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Opinión del Lector

Una clase puede ser muchas clases

María Pia López y Guillermo Korn

Por María Pia López y Guillermo Korn

Se nombraba con orgullo: profesor. Un docente de aquellos que piensan que en cada clase se conjuga una partitura nueva, de los que hablan mientras abren la escucha más atenta a la conversación que surge. Alguien que eligió, sobre otras trayectorias profesionales mejor remuneradas o más ligadas a las rutinas del prestigio, la insomne tarea de dar clase. Múltiples recuerdos que circularon sobre Javier Trímboli, de él hablamos, hicieron foco en ese estado de gracia que tuvo, también, como docente.

Alguna vez, allá por 1997, impulsó un documento firmado por un conjunto de historiadores que se conoció como el Manifiesto de Octubre y se convocaba a una discusión pública. Era la escritura del hartazgo y la advertencia sobre el destino de las universidades y, en especial, de lo que en ellas se llama investigación. Alerta respecto de lo que pasaba en ese tiempo: la capacidad de discutir el ahogo presupuestario y la ofensiva neoliberal, sin incluir la crítica hacia los dispositivos que iban a transformar, de cuajo y en ese sentido, las instituciones, cuando sí hubiera presupuesto. Nos acostumbramos a la lengua de los incentivos, al regimiento de la CONEAU, a la acumulación de formularios, a la evaluación como motor del abatimiento. Eso se discutía, cuando se confrontaba el confortable encierro de las escrituras en los entornos de colegas, en las publicaciones cercadas por la indexación pertinente, en el silencio respecto de la conversación pública.

Se ha dicho en estos días que nadie estuvo a la altura de esas enfáticas escrituras. Javier Trímboli lo estuvo con los modos precisos de la fuga y de la pregunta por el sentido político de lo que se hace. Ninguna palabra puede ser dicha en el vacío, porque aquella que se presume inocua, al hacerlo tira sobre la enunciación una manta relativista. Eso lo sabía, con intensidad, Javier. Por eso, eligió el ensayo -ese género del riesgo y la conversación política- antes que el formato de la tesis. Escribió un libro desolado en el que volvía a pensar un viaje: 1904. Por el camino de Bialet Massé. Clave para pensar la década de 1990 -justo ahora, que retorna como deseo para muchos, amenaza para otrxs y que nos encuentra con no poco cansancio-, para comprender el desguace de un territorio productivo y social, y asomarse al temblor de las vidas dañadas. En 1904, Bialet Masse había escrito su Informe sobre las clases obreras en la Argentina. Lo había contratado Joaquín V. González, ministro de Roca, en el marco de la apuesta por una ley de trabajo que no fue sancionada. La descripción de aquel catalán de su recorrido por los lugares de trabajo y establecimientos fabriles no era lo que podía esperarse de un informe de Estado, ni fue del agrado de los propietarios. Javier volvió a algunos de esos pueblos y ciudades para ahondar en las huellas de aquel texto y, en paralelo, pensar con desgarro la década del 90 y su política de devastación. Ese ensayo desplazó la idea de una tesis sobre la obra de Ramos Mejía, que había comenzado a esbozar. Fue un comienzo y un cierre. Comienzo de los que publicará y cierre con los precedentes, pensados como entrevistas y compilaciones colectivas.

Escribió en las huellas de otra escritura, porque era un lector para el cual el archivo no era repositorio que invocara liturgias ni trastos a los que dejar, finalmente, de lado. El archivo escriturario, sonoro, visual, estaba ahí, a ser construido, a ser leído como conjunto de huellas vivas, a ser una y otra vez interrogado. Lo decimos rápido: a ser interrogado desde un compromiso vital, político e intelectual de izquierdas. Archivo y revolución: modos del anacronismo. No de la deuda, sino del tajo en el presente. En toda la obra de Trímboli -los libros, las clases, los cursos de capacitación docente, las intervenciones en charlas y mesas redondas, la labor en la TV pública, los podcast y producciones audiovisuales- ese núcleo resulta constitutivo: la tensión entre pasado y presente, pero también como diálogo para permitir que los acontecimientos de otro tiempo se vean cercanos, sin caer en semejanzas capaces de borrar aquello que la tensión aloja. La historia pensada a contrapelo, no linealmente, o en el facilongo blanco contra negro, sino con su escala de grises.

No cultivaba el halo tranquilizante de las dicotomías que estructuran muchas discusiones, sino el zoom sobre el detalle. El detalle como clave de lectura permite hacer foco en aspectos que a cierta lejanía se pierden, valorar aquello que pasa desapercibido y en la mirada general queda fuera de la observación. La exhaustividad de este tipo de análisis supone trazar genealogías y complejizar tramas. La necesidad de apelar al difícil arte de saber leer y relacionar lecturas. En el caso de Trímboli, ese universo podía nutrirse tanto de Hannah Arendt a Alcides Greca, como de Vicente Fidel López o Walter Benjamin. Y Cavafis, y Busaniche, y Sergio Raimondi, y Sebald, y Terán, y Nietzsche, entre tantos. Y siempre Halperin Donghi y Horacio González. Pero también se nutría de los colectivos que forjaba, que se tramaban alrededor de su impulso, de las personas con las que construía cada proyecto y con las que sostenía un impulso conversacional atento y persistente.

Un lector, un escritor. En Sublunar, Trímboli llevó a cabo la reconstrucción minuciosa de un archivo de los sucesos recientes, para comprender lo que se trasegó, se intentó, se abandonó, en los años del kirchnerismo, en la época en la que quisimos que bajo ese nombre se recuperara algo de la apuesta por la revolución. Es un libro que se puede leer como reconocimiento de un campo minado, de una historia de obstáculos, de una secuencia de posibilidades descartadas o de discusiones olvidadas. Vivimos, lo sabemos, como si cada acontecer victorioso reordenara el pasado a su gusto, para engalanarse de ser lo que racionalmente debía ocurrir. Javier, el benjaminiano, pensaba a contrapelo la historia. Sabía que “arduo es trabajar con la memoria y más aún con los resquemores heredados”, como escribió en Espía vuestro cuello. Buscaba los otros rastros, el murmullo de las conversaciones más amplias, las palabras que se habían dicho y escrito, las imágenes que circulaban. Evitar que cada acontecimiento convierta la multiplicidad anterior en una serie de antecedentes necesarios.

Eso ocurría en cada clase, donde el horizonte de la conversación se concentraba en un detalle, que convertido en piedra preciosa, se ponía a refulgir en una interrogación fundante a veces sobre la historia, otras sobre la transmisión generacional, los legados, los mitos y siempre la política. En estos días se multiplican recuerdos hermosos de muchas personas, que muestran que Javier Trímboli fue no solo un maestro para les más jóvenes (por aquello que lo desvelaba: las generaciones venideras y la transmisión de los legados), sino un maestro para su propia generación. Para nosotrxs, sus colegas, sus amigues, sus compañeres de estudio. Para quienes atesoramos un modo de leer, una precisión enunciativa, una insistencia en el sentido de lo que se hace, en los que se insertan esos trazos que aprendimos con él. De todo ese campo formidable y vivo de recuerdos, dejamos brillar aquí esa memoria de una clase, de una clase que puede ser muchas clases, en cualquier lugar y no solo en un aula, también en una escuela, un sindicato, una universidad, una radio, una clase en la que alguien se prepara, con toda su sensibilidad y todo su arrojo, para que una cita ocurra entre trayectorias diversas.

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