De la mano de Cristina Iglesia, lo familiar y lo desconocido se alternan en paisajes de infancia.
Entre el campo y la ciudad, al abrigo y a la vez en vecindad con la intemperie, los parajes señalan sitios en los que rara vez se detienen los viajeros. No hay nada que hacer, faltan servicios básicos y puede que se pierda la señal para comunicarse con el mundo. Al presentar su último libro con ese título, Cristina Iglesia (1944), reconocida ensayista sobre el periodo colonial y el siglo XIX, refiere al vínculo con los lugares donde transcurrieron su infancia y su adolescencia, en la provincia de Corrientes, y al modo en que determinaron las percepciones del presente.
Crónica, aguafuerte, ficción, diario íntimo: si los textos de Parajes atraviesan esos géneros sin ubicarse en ninguno es porque más bien conforman prosas poéticas acentuadas de modo sutil por afectos y sentimientos profundos. En “Horses”, Cristina Iglesia evoca así su primer intento literario, cuando tenía 14 años y al modo de Sherwood Anderson se propuso escribir cuentos sobre caballos: “estaba preparada para escribir sobre la tristeza”, dice sin mayor asombro, y ese saber tan particular ilumina el conjunto del libro.
Un cierto estado de duelo subyace y emerge a la superficie de modo inesperado, pero no se trata de ninguna manera de una confesión o de exponer la intimidad. En “Isleña”, otro texto central en Parajes, la memoria vuelve sobre la Isla del Cerrito, el lugar donde el padre de la escritora dirigía un hospital de atención de un leprosario (registrado por Rodolfo Walsh en “La isla de los resucitados”, una de sus grandes crónicas).
Invitada por un cineasta, Cristina Iglesia vuelve al sitio, recorre la casa donde pasaba temporadas y fines de semana cuando era chica, reconstruye el espacio ahora deshabitado, rememora los juegos y se retira sin pronunciar palabra ante los lectores, porque “no hay adjetivo que pueda describir o insinuar lo que sentí en ese encuentro”.Entre el pasado y el presente, del campo correntino a Berlín, de París a Nueva Orleans y de una playa de Grecia a un departamento en Balvanera, los textos de Iglesia integran a la vez un relato autobiográfico discontinuo y liberado de cualquier exigencia de totalidad.
El pasado retorna más bien a la luz de los estímulos imprevistos del presente: el menú de un restaurante evoca un postre de elaboración casera, un recorte de diario traspapelado convoca la figura del padre y de una quinta de naranjos, un desconocido que lee en la calle se asocia con el interrogante sobre los tiempos vacíos de la vida y a continuación con las esperas cargadas de miedo durante los años de persecución política.
En ese tránsito la casa aparece como un sitio alejado en el tiempo, localizado en una zona “cuyo desinterés por el afuera solo era comparable, en tamaño, a su inmensa y casi incalculable extensión en tierras, montes y humedales”. No puede haber más que parajes, entonces, porque cualquier lugar resulta en comparación transitorio y hasta inhóspito, y esa circunstancia define también la posición de la narradora, integrada y a la vez distante.
“El campo enseña a entender a la ciudad y no al revés –escribió Cristina Iglesia en un libro anterior, Justo entonces (2014)–. Una persona de campo puede sentirse extraña al llegar por primera vez a una ciudad, pero al poco tiempo comienza a ver que el campo está entre las paredes o entre los resquicios de las calles asfaltadas”.
Esa mirada es un punto de retorno y de partida, como se observa en “Fuegos”, el texto inicial de Parajes: al volver al campo correntino la narradora descubre, en lo que parecía un espejismo proyectándose sobre un bañado, la presencia de pobladores recién llegados, y lo que creía familiar se revela menos seguro.
Entonces los parajes son también figuras de lo desconocido y por consiguiente pueden volverse inquietantes. Pero al mismo tiempo inscriben puntos de fuga del paisaje y reabren lo que parecía clausurado, como paradas de un recorrido en el que Cristina Iglesia alcanza impresiones cargadas de sugestión y belleza.
Parajes, Cristina Iglesia. Editorial Nudista, 92 págs. (Clarín)