El arzobispo emérito de Corrientes consideró que "la Iglesia tiene que ser hoy el puente, o el vehículo de transmisión del llamado a la conversión".
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, consideró que "la Iglesia, fundada en los apóstoles por el mismo Jesús, tiene que ser hoy el puente, o el vehículo de transmisión del llamado a la conversión".
"En eso consiste la evangelización: una fuente de gracia que capacita, a los llamados, a convertirse en elegidos", sostuvo en su sugerencia para la homilía dominical.
"La Iglesia es necesaria, para que el mundo sea evangelizado", sostuvo.
El arzobispo consideró que "es urgente desempolvar sus viejas y tradicionales estructuras que, al mantenerlas, sin una sana actualización, vuelven a la Iglesia extraña e innecesaria".
"Es el momento de conocer las implicancias misioneras que afectan a toda la Iglesia -pastores y fieles- en la empresa de evangelizar al mundo", expresó.
Texto de la sugerencia
1. Muerte en Cruz por los pecadores. Jesús habla abiertamente de su muerte y resurrección. Los Doce no lo entienden, o se resisten a entenderlo. Su pronóstico es desalentador, no oculta el aspecto trágico de su muerte en Cruz. El plan redentor de Dios, debe ser aceptado con amor, como lo aceptó Jesús en el Huerto de los Olivos: "Y decía -Abba -Padre-, todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Marcos 14, 36). Ciertamente la voluntad del Padre, y la suya como Hijo, es la salvación de los hombres. Desde siempre, el modo de salvarlos es la Cruz, a la que es sometido el más inocente y santo de los hombres. Es conmovedora su disposición a morir por quienes ama tanto. Es incomprensible amar, hasta ese extremo, a seres que han perdido, a causa del pecado, su original encanto de gracia. Adán y Eva recuperan su primera inocencia a través de un sendero penitencial que los solidariza con el Cristo inmolado en la Cruz. Él es el Camino, no existe otra via de acceso al perdón y a la santidad. Es preciso considerar la historia como un peregrinaje, conducido por Cristo. No lo entiende así el mundo. No obstante, esa es la verdad. En la medida de nuestra adhesión a ella, nuestra vida logra ser auténticamente humana: nuestra obediencia transparenta la voluntad de Dios. La palabra de Jesús viene a nuestro auxilio con suma claridad: "No son los que me dicen: "Señor, Señor", los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo" (Mateo, 7, 21). En su enseñanza se formula toda la verdad. No inventamos nosotros la verdad, se nos revela en Cristo. Relacionados con Él obtenemos la capacidad de conocer la voluntad del Padre y de cumplirla. El testimonio de los santos manifiesta el poder del Evangelio, y la asistencia continua de la gracia que de él dimana. De allí procede la urgencia de que Cristo sea conocido y, su Evangelio, expuesto a quienes estén dispuestos a renunciar a los prejuicios que el pecado ha creado.
2. Por la gracia, somos Templo de la Trinidad. En contacto con la Palabra se crea una corriente de reciprocidad que abarca toda la vida del creyente, y la convierte en el misterioso alojamiento de Dios: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará, iremos a él y habitaremos en él" (Juan 14, 23). Vivir en gracia es convertirse en el alojamiento de Dios. Así lo entiende Santa Isabel de la Trinidad, y deposita su espiritualidad en la humilde vivencia de ese Misterio. Los santos ejercen un particular profetismo, que influye en la conciencia de quienes Dios habita cuando se produce la decisión de hacer su voluntad divina. Jesús afirma que vive en el Padre, y el Padre en Él. Así se constituye en el modelo para la intimidad con Dios Trino y Uno. La sacralidad del cuerpo humano procede de esa misteriosa inhabitación. Es preciso que aprendamos esta verdad. Para ello, se requiere que el amor a Dios sea obediencia a su voluntad. Amarlo es obedecerlo y, recomponer ese amor es arrepentirse de las desobediencias a su voluntad, expuesta en los mandamientos y en los preceptos evangélicos, sobre todo en el que es síntesis de todos ellos: la caridad. Nuestra moralidad necesita ser regulada por el amor. Existe una confusión generalizada en la comprensión del amor. Se agota en el goce intrascendente de los sentidos, fruto del intento fallido por lograr una felicidad frágil y engañosa. Propósito que pretende regir las relaciones entre las personas. Es oportuno estudiar su fenomenología en nuestros contemporáneos y en la sociedad que integran. Para ser lo que Dios quiere de nosotros, es impostergable que decidamos despojarnos de lo que hoy somos. El pecado es anti humano, una verdadera deformación de la persona que Cristo vino a reconstruir: "Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo?" (Mateo 16, 24). Vale decir, que quien quiera seguirlo abandone el estado de engaño, ocasionado por el pecado. Es uno de los términos de la Pascua: muerte y resurrección. No se llega a la resurrección sin pasar por la muerte y, esta última no se entiende si no converge en la resurrección. Cuesta mucho pensar en las "postrimerías" pero otorga sabiduría a los santos: verdaderos sabios. Se teme a lo que sobreviene inexorablemente después de la muerte, ya que se ha perdido el sentido de lo trascendente. La muerte causa cierto estupor, a pesar de su innegable y universal realismo.
3. Los pequeños son los más grandes en el Reino. A pesar de la solemnidad de la muerte anunciada, aquellos hombres se pusieron a especular sobre quién sería el más grande en el Reino de los cielos. La paciencia que Jesús les manifiesta supera la mediocridad de aquel planteo, tan ajeno a la constante prédica del Maestro. La respuesta no se hace esperar y, sin dejar de ser franca y directa, el Señor echa mano a su práctica pedagógica habitual: "llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero. Debe ser el último de todos y el servidor de todos" (Marcos 9, 35). Es la gran lección de humildad que orienta el acceso al ideal evangélico, que Jesús encarna a la perfección. En lo sucesivo la pobreza del corazón -virtud de la humildad- será la puerta de ingreso al logro de una exitosa evangelización del mundo. Isaías profetiza sobre Jesús: "Los pobres son evangelizados" (Mateo 11, 5). y son constituidos en evangelizadores. Existen, en ellos, la condición para evangelizar al mundo. La humildad -pobreza de corazón- capacita a quienes, ya evangelizados, evangelizan a los que están llamados a vivir de la fe. Muchos (todos) son los llamados, pero son elegidos quienes responden al llamado. La obediencia a la Palabra es signo indiscutible de elección. El esfuerzo misionero de Jesús y de sus Apóstoles, consiste en suscitar la obediencia a la Palabra, en la que el Padre Dios revela su voluntad. De esa manera, los llamados se convierten en elegidos. Según la expresión estremecedora de Jesús, son pocos los elegidos. No se produce una discriminación injusta cuando muchos "llamados" se auto excluyen de la elección. Nadie se salva o se condena contra su voluntad. Somos fruto de nuestras elecciones. Es la libertad la que juega un rol fundamental en esta misteriosa interacción: llamamiento y elección. La Iglesia, fundada en los Apóstoles por el mismo Jesús, tiene que ser hoy el puente, o el vehículo de transmisión del llamado a la conversión. En eso consiste la evangelización: una fuente de gracia que capacita, a los llamados, a convertirse en elegidos. La Iglesia es necesaria, para que el mundo sea evangelizado. Es urgente desempolvar sus viejas y tradicionales estructuras que, al mantenerlas, sin una sana actualización, vuelven a la Iglesia extraña e innecesaria. Es el momento de conocer las implicancias misioneras que afectan a toda la Iglesia -Pastores y fieles- en la empresa de evangelizar al mundo.
4. El mandato de evangelizar. En el año 1975 se celebró el Sínodo episcopal sobre la evangelización. Como fruto del mismo, San Pablo VI ofreció a toda la Iglesia, un instrumento magisterial inolvidable: Evangelii Nuntiandi. Mantiene su actualidad, tanto en su elaboración doctrinal como en sus directivas pastorales. Es una buena ocasión para reeditar y releer esa magnífica Encíclica. El Santo Pontífice se refiere allí al Espíritu de la evangelización. Atribuye al Espíritu Santo la motivación para emprender y llevar a cabo la evangelización del mundo. Es imprescindible la dependencia del Santo Espíritu, que hace santos a quienes han recibido esa riesgosa misión. Es preciso insistir en esta condición, para que el Evangelio llegue a quienes están más alejados de él. Dios santifica a quienes encomienda que sean sus testigos, incluso en las condiciones más desfavorables. Amar a Dios es confiar en el poder de su Amor.