El arzobispo emérito de Corrientes recordó que la perfección de todo hombre se da en la práctica de la caridad. "Es el mandamiento que incluye la práctica de los restantes", afirmó.
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, en sus sugerencias para la homilía dominical, reflexiona sobre la enseñanza de la Parábola del Hijo Pródigo y recuerda: "Cristo ha venido a nuestra vida, vaciada por el pecado, para decirnos que Dios nos ama y nos espera".
"El misterio de su muerte y resurrección se constituye en el encuentro reconciliador, que nos participa de la extraordinaria fidelidad de Cristo", sostiene el prelado.
"Su abandono en brazos del Padre, lo habilita para conducir - a sus hermanos- al mismo Dios y, por lo mismo, al perdón de los pecados y a la santidad", destaca, y plantea: "Si nadie va al Padre sino por Él, nadie logra la perfección, de la que es modelo único el Padre".
El arzobispo señala que "la perfección que identifica y define a Dios es el amor", y subraya: "Se nos ha dado la capacidad de un amor semejante al suyo. Jesús nos enseña cómo lograrlo, mientras esperamos nuestro ingreso en la eternidad".
"Es la voluntad de Dios que todo hombre se asemeje a Jesús, el Hombre perfecto. Esa perfección se da en la práctica de la caridad. Es el mandamiento que incluye la práctica de los restantes mandamientos", afirma.
Texto completo de las sugerencias
1. La verdadera identidad de su Padre. Esta parábola contiene una enseñanza incomparable. Jesús que conoce como nadie al Padre, echa mano al estilo parabólico para revelar con exactitud quién es Dios. De esa manera justifica la atracción que ejerce con los pecadores y publicanos, desafiando la rigidez de los principales dirigentes de su pueblo, que se muestran escandalizados ante el comportamiento de Jesús. Compartir la mesa, y la intimidad que incluye, es considerada una especie de herejía para aquellos empedernidos sectarios. Llega a oídos de Jesús el juicio de sus adversarios y, sin mediar otra explicación, destapa la verdadera identidad de su Padre Dios. El hijo menor es el pecador, irresponsable y frívolo, que abandona la casa paterna, dando la espalda a su padre bueno, que lo ama incondicionalmente. La parábola del padre bueno o del hijo pródigo contiene un valor doctrinal admirable. La Cuaresma constituye el marco adecuado para cambiar la idea de un Dios distante, e implacable con los pecadores. No obstante en Él está el equilibrio entre la justicia, la verdad y el perdón. La parábola despliega su enorme capacidad pedagógica para reconocer la existencia del pecado y la misericordia de Dios. La fisonomía paterna de Dios se expresa en la espera del regreso del hijo extraviado y enfermo de muerte. Es una espera anhelante, que atisba el camino de regreso del hijo, difícil y pedregoso. Qué difícil es entender que Dios sea un Padre que se empeña en perdonar al hijo que, no obstante y sin piedad, se ha opuesto a su entrañable amor. Porque el pecado es eso, auto agresión e impiedad. No afecta a Dios, pero sí a su obra predilecta: el hombre. La Palabra, que difunde la Cuaresma, produce la luz y la energía para regresar a los brazos del Padre. La memoria de su padre, hace que aquel desventurado joven decida emprender el accidentado camino de regreso. La ternura de aquel abrazo y beso, cierra las bochornosas jornadas que preceden al encuentro. El diálogo de Jesús con el pecador, ofrece la perspectiva de la fiesta del reencuentro con Dios (el Padre).
2. La parábola del hijo pródigo. La parábola ofrece una imagen muy expresiva del drama humano. Toda persona humana es el hijo prodigo, que necesita discernir su situación de alejamiento de Dios. A partir de la conversión y de la penitencia se reconstruye la orientación perdida. San Juan Bautista, y luego Jesús, predican la conversión y la penitencia, que conducen al perdón de los pecados y a la santidad. Es tan explícito el llamado de ambos, que presenta su carácter pastoral irremplazable. El Tiempo de Cuaresma es propicio para reiterar ese llamado con particular énfasis. Es preciso atenderlo hasta que ocupe un lugar de privilegio. La vida cristiana incluye los gestos penitenciales de principal ubicación entre las expresiones que distinguen la vida moderna. Entre quienes el aspecto religioso no tiene ningún predominio, o ninguna significación, los términos "conversión" y "penitencia" resultan culturalmente extraños, hasta repugnantes. La Iglesia Católica insiste - es su obligación hacerlo - en presentarlos como núcleo de su enseñanza. El Pueblo de Dios, que toda la Iglesia encarna, es esencialmente penitente. Ajena a ésa, su esencia, está la tristeza. Jesús no tolera que la penitencia ofrezca un aspecto que contradiga la alegría de la Pascua: "Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mateo 6, 17-18). Siguiendo sus directivas, la vida cristiana presenta la penitencia y, al mismo tiempo, el gozo de la Pascua. Sin pretender agotar la exégesis de la bellísima parábola, hoy recordada, dejémonos guiar por el Espíritu, hasta lograr internarnos en el Misterio del amor de Dios que ella representa. El mundo necesita conocer la paternidad de Dios, mediante el conocimiento de su revelación humana: su Hijo Jesucristo. El encuentro con Él será la garantía del encuentro con el Padre. Por ello, el Padre ocupa un lugar central en el ministerio de Jesús. Se refiere de tal manera a Él que sus discípulos le piden que les muestre al Padre: "Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta". Jesús les respondió: "Felipe, hace tanto tiempo, que estoy con ustedes, ¿y todavía y no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre" (Juan 14, 8-9). Contagiados por el fervor de Jesús, aquellos discípulos comprueban que el ideal de sus vidas consiste en conocer y amar al Padre, por mediación de Cristo.
3. Un tercer Hermano. En la parábola, que ofrece el núcleo de la enseñanza de Jesús, todos los elementos que exhibe son importantes: un Padre bueno, y esperanzado en el regreso de su hijo menor; una casa confortable y provista de todo; un hermano mayor, que se resguarda en ella, no por amor al Padre sino por comodidad. El hermano menor es un exponente de la inmadurez y de la irresponsabilidad. Cede a la tentación de la aventura, alentada por la herencia suculenta que le corresponde. El Padre, solicitado por su hijo menor, anticipa la repartición de sus bienes, cede y reparte sus bienes. El pobre y atolondrado muchacho, se aleja de la casa paterna, con el agravante de dar las espaldas a su Padre bueno. En lejanas tierras despilfarra su herencia, hasta caer en la indigencia. Es entonces cuando piensa en su Padre - y en la casa paterna - y decide regresar. En la lectura de la parábola, existe un "entrelineas" que Jesús no explicita. En ella aparece un tercer hermano que, porque ama a su Padre, también ama a su hermano perdido. No se indigna con él, como el hermano mayor, al contrario, solicita la bendición paterna para ir a buscarlo. Recorre sus caminos, sin malgastar su fortuna (sin pecado), hasta que lo encuentra. Se identifica ante su desafortunado hermano y le comunica el mensaje paterno: "Hermano mío, papá te ama y te llama. ¡Volvamos a casa!" Entonces lo conduce de regreso, convirtiéndose en CAMINO, hasta entregarlo a los brazos tiernos del Padre de ambos. Ya sabemos quién es ese tercer Hermano: Cristo Jesús. Cristo ha venido a nuestra vida, vaciada por el pecado, para decirnos que Dios nos ama y nos espera. El misterio de su Muerte y Resurrección se constituye en el encuentro reconciliador, que nos participa de la extraordinaria fidelidad de Cristo. Su abandono en brazos del Padre, lo habilita para conducir - a sus hermanos ? al mismo Dios y, por lo mismo, al perdón de los pecados y a la santidad. Si nadie va al Padre sino por Él, nadie logra la perfección, de la que es modelo único el Padre. La perfección que identifica y define a Dios es el amor. Se nos ha dado la capacidad de un amor semejante al suyo. Jesús nos enseña cómo lograrlo, mientras esperamos nuestro ingreso en la eternidad. Es la voluntad de Dios que todo hombre se asemeje a Jesús, el Hombre perfecto. Esa perfección se da en la práctica de la caridad, Es el mandamiento que incluye la práctica de los restantes mandamientos.
4. El pecador es el hijo menor que regresa. La percepción de la presencia de su Padre anima la oración de Jesús, tan habitual en Él. Enseña desde esa percepción, y causa una indisimulable sorpresa en sus discípulos. Les enseña a orar, cuando ellos se lo solicitan, y la oración que compone para ellos está dirigida a Dios Padre. De su conocimiento del Padre, extrae la ciencia sobrenatural que vierte en su predicación. La hermosa parábola mencionada es la prueba definitiva de su conocimiento de Dios, el Padre que espera para ofrecer, a su pobre hijo, el abrazo y el beso de la reconciliación. La fe nos asegura que así es Dios, en su relación con los hombres. Es imposible imaginar la ternura manifestada en el abrazo y beso, con que el Padre acoge a cada pecador arrepentido. Esta admirable revelación está ilustrada por su declaración: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Marcos 2, 17). Y más adelante confirma el mismo concepto: "Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lucas 15, 7). Dios es el Padre tierno que se conmueve ante el menor de sus hijos (el pecador) que regresa, enfermo y maloliente, a sus brazos abiertos.