Mientras en un helado Washington empiezan las preparaciones para la toma de posesión de Donald Trump, el recuerdo de Jimmy Carter, fallecido con 100 años, se convierte en contrapunto revelador. El ingeniero nuclear y granjero experimentó serias turbulencias en su paso por el poder, pero con el tiempo se convirtió en el expresidente más respetado de la historia, gracias a su infatigable dedicación a causas humanitarias y sus fuertes convicciones morales. En la Casa Blanca tuvo que lidiar con la crisis de los rehenes de Irán y hacer frente a una economía con una inflación desatada. Pero también alcanzó algunos triunfos diplomáticos –los acuerdos de Camp David, en primer lugar–, así como los tratados sobre el canal de Panamá, que Trump ahora pone en cuestión, amenazando con recuperar el control y sin importarle violar la legalidad internacional. El contraste entre la manera de conducirse de los dos dirigentes va mucho más allá de la ideología política. Carter dedicó cientos de horas a estudiar, escuchar, negociar y conciliar intereses para frenar un «cáncer diplomático», en sus palabras, con serias repercusiones en todo Iberoamérica. Sabía que debía poner fin cuanto antes a la crisis panameña, capaz de mutar en un conflicto bélico descontrolado. Se ganó la confianza del general Torrijos y consiguió en el Congreso un apoyo bipartidista a una doble ratificación endiablada y durísima. Ni siquiera los mayores detractores republicanos de estos tratados, empezando por Ronald Reagan, se atrevieron a reabrirlos cuando gobernaron. Trump acusa ahora a Panamá de cobrar demasiado por el uso del Canal y de permitir cada vez más la influencia de China en su gestión. Asegura que, si el gobierno panameño no le hace caso, reclamará la devolución de este paso estratégico. Tal vez sea solo una puesta en escena atrabiliaria, un guion previsible, el mismo que aplica a México y Canadá para conseguir pequeñas ganancias. Pero la brocha gorda y la agresividad del portavoz de la doctrina \'América primero\' es posible que funcione mucho peor a largo plazo que la paciencia franciscana y la minuciosidad del cultivador de cacahuetes.