«Sé de quién me he fiado»
(2Tim 1,12)
El 19 de diciembre de 1843, Charles Dickens publicó por primera vez A Christmas Carol (Un cuento de Navidad), un texto centrado en la redención de Ebenezer Scrooge, un hombre de negocios (o sea, que negaba el ocio) avaro, tacaño y solitario, cuya única preocupación eran “las ganancias”.
Si bien de la popular obra nos llegan versiones incluso en teatro y cine, al parecer Dickens escribió este cuento como una respuesta a las duras condiciones sociales de la época victoriana. El autor quería así despertar la conciencia sobre las desigualdades sociales y la importancia de ayudar a los más pobres.
Cabe recordar que, en el cuento, el descreído Scrooge recibe las visitas nocturnas de los fantasmas o “espíritus” de las Navidades Pasadas (que le recuerdan su historia), Presente (que le muestra cómo incluso otros menos afortunados que él celebran la Navidad, más allá de estar atravesados por la necesidad y la ignorancia) y Futuras (que le indican que si sigue como está irá derecho a la tumba y los demás se repartirán sus bienes de manera carroñera).
La moraleja, acompañada de piadosos villancicos, es que la verdadera “inversión” de la vida es amar y compartir lo que se tiene, sea mucho o poco.
A diferencia del personaje de Dickens, nosotros no contamos con esas tres advertencias nocturnas y oníricas. Además, claro está, hoy por hoy no hay reparo en consumir. De hecho se lo hace desenfrenadamente, al punto de asediar a la Navidad, a la auténtica, en tanto Natividad del Dios con nosotros, el Emmanuel.
Así, año a año son más sofisticadas las estrategias publicitarias que predican a un falso dios, es decir, un ídolo: el consumismo.
Doy algunos ejemplos:
Por un lado, una gran empresa que se siente muy a gusto con el libre mercado no desea una “Feliz Navidad” sino “felices compras navideñas”. Es decir, la felicidad pasa por el hecho mismo de consumir, no por el acontecimiento al que remite la Navidad.
Por otro lado, y sobre todo en estas fechas, pululan pautas comerciales donde se ve a personas (parejas, grupos de amigos, etc.) “adorar” a un electrodoméstico (sea un teléfono nuevo, una TV cada vez más grande, un aire acondicionado, o cualquier otro artefacto) con una canción de cuna de fondo.
O sea, la Natividad no sería la del Señor de la historia, que adviene al mundo en pañales, como es común en la fragilidad propia de los recién nacidos, sino que lo que se “celebra” es la adquisición de un producto nuevo no para el hogar, sino para la vivienda.
No es la Vida irrumpiendo, brotando, desplegándose donde antes no había nada. Es un aparato de plástico que con mucho nos resulta funcional para algo.
Por otra parte, como el consumismo también tiene sus rituales ex ante, durante y ex post, la simbología navideña queda reducida también a las sonrisas (artificialmente blancas) de la minoría de ricos y famosos que, tras su nochebuena, suben a las redes sociales las fotos para que los demás vean qué bien que lo pasaron; fotos consumidas por quienes -en muchos casos- prestaron atención a los “gurú” sobre cómo “sobrevivir” a la mesa navideña, sea a las comidas y/o a los comensales.
Pero de valores como entrega, solidaridad, compartir fraterno con los propios y con los desconocidos, de sinceros deseos y gestos de paz, ¡ni hablar! Mucho menos de hacer memoria agradecida de un acontecimiento salvífico, que remite al “pesebre” o “Belén”, recreación “teatralizada” que debemos a Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, y que cada vez más es borrada de la parafernalia de luces y colores «Cocacola» con las cuales muchas ciudades desean celebrar la Navidad, según la entienden y promueven las autoridades seculares, que de una sana laicidad pasan al laicismo, que confunden identidad con intolerancia, que de última prefieren la religiosidad difusa y supersticiosa a las auténticas expresiones de piedad o mística popular.
Lo que está en el fondo de todo esto, de la mano del consumismo desbocado y narcotizante, es una transformación antropológica, de la mano de la noción de “fiesta” que muchos se empecinan en presentarla de manera desencarnada.
Puesto que las “energías” y “decretos” del “universo” acompañadas de olor a sahumerio o palo santo remiten a una divinidad “spray”, no va quedando lugar para el Dios que entra en la historia humana para asumirla y redimirla de asfixiarse sobre sí misma, para salvarla de un humanismo que olvida la necesidad de la gracia, de una fraternidad que solo puede fundarse en la filiación.
Asimismo, no es cierto que todo tiempo pasado fue mejor: Dios no le suelta la mano a la humanidad y así como vino en el Niño Jesús de Belén, viene en los “santos de la puerta de al lado” y vendrá al final de los tiempos.
Tampoco es cierto que todos debamos escuchar obras icónicas como el “Oratorio de Navidad” de Bach o la “Misa Criolla” de Ariel Ramírez: gracias a Dios, de manera poliédrica, cada pueblo con su cultura tiene elementos hermosos de inculturación para templar los corazones para poder así contemplar el misterio tremendo y fascinante del nacimiento de Jesús, el Cristo, es decir, el Mesías, el Ungido del Señor.
Nuestro mundo desolado y ensombrecido por la guerra (ese monstruo “grande que pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”) que promueven los Herodes ebrios de poder, la desigualdad (porque pese a que hay bienes creados y desarrollados para todos, lo que falla es la distribución), la agresión a la Casa Común (por un paradigma tecnocrático y hegemónico) y la revolución de la inteligencia artificial sin parámetros éticos (que hace que lo falso parezca verdadero), necesita volver a ponerse en camino con María Inmaculada, “la llena de Dios y tan nuestra”, y José, el dotado de justicia, creatividad y un verdadero “corazón de padre”. Camino a Belén de Judá (símbolo de las periferias de todo imperio), los dos
“Parecían dibujitosAtravesando el desierto,Los dos a punto de entrarEn el Nuevo Testamento”[1]
Con los pastores, símbolo de que la Buena Nueva del Reino-deseo de Dios vino preferencialmente a los pobres (los trabajadores mal pagos o los que están sin empleo, los migrantes y refugiados, las mujeres y los niños abusados, los enfermos, los privados de libertad, los que están solos y abandonados, etc.); con los Sabios, símbolo de que el Evangelio se manifiesta a todos los pueblos y culturas; y con los animales, la estrella y los ángeles, símbolo de que la Creación entera se conmueve; entremos con toda nuestra vida, sobre todo con nuestras “poquezas” o miserias, al pesebre donde, una vez más, quiere nacer Jesús, aquel anunciado desde antiguo por los profetas, aquel deseado del pueblo y del alma humana, aquel “Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive”. [2]
¡Feliz Navidad! ¡Feliz Natividad!
[1] Fragmento de la canción “Carpintería José”: https://www.youtube.com/watch?v=1ShE2zJpldg
[2] Jean Paul Sartre, Bariona o il figlio del tuono. Racconto di Natale per cristiani e non credenti.