Ocurrió la noche del 11 de diciembre, en el año en que en Buenos Aires se había declarado la Revolución independentista.
El Rosario, un pueblito de “mala muerte” apenas señalado en la ruta entre Buenos Aires y Santa Fe de la Vera Cruz, de casi mil almas, debatía una situación escandalosa que involucraba a las personas más importantes de la población.
¡“Loco”! le había dicho el cura al alcalde de la Santa Hermandad del Pago de los Arroyos y juez Ysidro Noguera, y éste trató al párroco de “mulato” y “borracho”.
Poco tiempo pasó para que Julián Navarro quitara de la iglesia el banco destinado al alcalde. Esto enfureció a Noguera y se quejó al Cabildo de Santa Fe, que lo había obligado a asumir pese a su permanente rechazo bajo pena de multa, y al virrey de entonces.
Ya se había desatado entre ellos una guerra “para alquilar balcones” de la que participó toda la aldea, y que dio inicio a un proceso judicial que culminó en 1812 sentenciando a Noguera a la prohibición de ejercer oficios públicos durante cuatro años, y a hacerse cargo de un tercio de las costas. Los otros dos tercios lo enfrentaron los querellantes Julián Navarro y el Comisionado del Superior Gobierno en el Rosario, Pedro Moreno, el mismo que dos años después, exactamente el 7 de febrero de 1812, saldría a las afueras del pueblo: hoy Buenos Aires y avenida Pellegrini, donde está la Plaza López, a recibir a Manuel Belgrano.
¿Cómo se había llegado a esa situación?
Algo cuenta Juan Álvarez en su Historia de Rosario cuando escribió que “el 10 o el 11 de enero de 1810, en la pulpería del teniente Marcos Loaces, se produjo una fuerte discusión entre el alcalde, el pulpero y el recaudador de alcabalas de Luján”, un forastero que venía a representar a la AFIP de entonces, cobrando distintos impuestos. Al parecer, el alcalde Noguera no admitía competencia en el arte recaudatorio y la intervención del cura en ese momento desató su ira.
Pero la gota que colmó el vaso de todos los abusos que se venían cometiendo en la aldea por parte de la autoridad ocurrió la noche del 11 de diciembre, cuando borracho y totalmente fuera de sí, el alcalde la emprendió contra el rechazo de su amante Manuela Urtado (según su firma), la Tucumanesa, que no sería otra que Manuela Hurtado y Pedraza, la heroína de la primera invasión inglesa.
La misma mujer que participó encarnizadamente en la reconquista de Buenos Aires aquellos días de agosto de 1806, junto a un Juan Manuel de Rosas con sus jovencísimos 13 años, y que se destacó entre los soldados de Liniers que trataban de tomar la Fortaleza (hoy la Casa Rosada), el último bastión en el que estaban atrincherados los británicos invasores.
La misma valiente heroína que acompañó a su marido, el asturiano José de Miranda, cuando cayó ante el disparo de un soldado inglés y empuñó el fusil que él dejó caer para darle muerte al asesino de su amor, persiguió al pelotón y de un bayonetazo mató a otro arrancándole el fusil y dándoselo a Liniers, volviéndose a llorar ante el cadáver de su esposo.
Una mujer patriota que no dudó en contarle el infierno que vivía en el Rosario a Julián Navarro quien no dudó un segundo en aconsejarla que terminara esa cruel relación.
Ella, que pudo escapar a la metralla de un enfrentamiento sangriento, consiguió librarse del alcalde, borracho y armado con pistola cargada y espada, que esa noche le dio una tremenda paliza y la persiguió entrando a la fuerza en todas las casas en la que pudiera haberse escondido, para cometer tal vez el primer femicidio en el Pago de los Arroyos.
El poder del alcalde se mostraba omnímodo y había conseguido dónde alojar a su amante en casas de amigos y hasta su esposa, Ana Josefa Morales, le había pedido al cura que no dijera dónde estaba escondida La Tucumanesa, “por el peligro que corre su vida”. Conocía bien esta mujer el temperamento iracundo de su esposo por haber recibido en carne propia los flagelos de la violencia doméstica.
Al ilustrado Navarro poco le costó abrir el “execrable libro de sus hechos” porque el alcalde había “ultrajado” no sólo al vecindario y a las autoridades “sino las leyes de la Humanidad”. ¿Qué pretendía el párroco? Exigir una satisfacción para la comunidad (la vindicta pública), ya que el ataque a los “derechos públicos y particulares de los Pueblos”, convierte finalmente a los jueces en tiranos.
Parece ser que Noguera se abusaba de la ignorancia de los habitantes y arbitrariamente aplicaba multas a su antojo, incluso a comercios que permanecían abiertos a la hora de la misa, cuando hasta el mismo Navarro minimizaba la falta diciendo que “la gente necesita cosas a toda hora”.
Los documentos del juicio citan las palabras de quien bendijo nuestra máxima enseña nacional diciendo de Noguera que era “un hombre que ha roto el freno a sus pasiones y atropella todos los respetos de nuestra sagrada religión y de su propio honor”, un hombre “furioso”, “despechado”, de corazón “inhumano”, “inútil y perezoso para todo ejercicio honesto y decente”. Sin dudas, inspirado en Montesquieu para quien “la injusticia cometida contra uno sólo es una amenaza para todos”.
Pero no eran las mujeres las únicas víctimas de Noguera, que tenía “la capacidad de infundir miedo y el ejercicio del gobierno sobre una población amedrentada”, para lo cual tenía un arsenal en su casa: trabucos, pistolas, espadas, “que a todos tiene espantados y convenidos”.
Esa noche, gracias a la intervención de todo un pueblo misericordioso y comprometido, Manuela pudo escapar…
Continuará.