Por Carolina Bracco
Nadie puede saber cuándo empieza a gestarse una revolución. Mucho menos en un país donde la policía secreta, los servicios, la censura y la represión condicionan hasta los actos cotidianos más superfluos. Como hija de la “primavera alfonsinista”, vivir cuatro años en el Egipto de Hosni Mubarak, fue para mí una experiencia insospechadamente enriquecedora teniendo en cuenta los tiempos que corren.
Cuando llegué a El Cairo en julio de 2007 un extranjero que llevaba viviendo allí algunos años me dijo: “aquí es muy difícil vivir, pero muy fácil sobrevivir”; frase que ha quedado resonando en mi memoria desde entonces. Aún bajo los efectos de extrañeza y fascinación de los primeros meses me preguntaba constantemente cómo era que los egipcios podían vivir en las condiciones de represión, miseria y marginación en la que la mayoría de ellos lo hacían. Simplemente sobrevivían. Y no por milagro divino –a pesar de que les guste decir que su país es “Oum al-Dunia” (La madre de la vida/del mundo)- sino por los fuertes lazos de solidaridad comunal, la proximidad entre las personas y las condiciones compartidas de marginalidad.
Estos tres elementos explican, a mi modo de ver, el comienzo de la revolución egipcia, así como su continuidad: la resistencia es un modo de vida y el estallido social es sólo una de sus manifestaciones.
En el caso egipcio podemos empezar a rastrear las primeras señales en el Movimiento de Jóvenes 6 de abril surgido en 2008 para apoyar las huelgas en las fábricas de Mahalla al Kubra. La capacidad de organización y el debate político instalados por el movimiento marcaron un punto de no retorno e inspiraron a otros colectivos y organizaciones juveniles así como a activistas independientes. Sin duda estas protestas, aunque violentamente reprimidas, sentaron las bases al exponer las grietas del sistema y las posibilidades que las nuevas tecnologías tenían para la organización política.
El rol fundamental de las redes sociales se evidenció aún más con el asesinato del joven Khaled Said en junio de 2010 a manos de la policía alejandrina. La habitual brutalidad de las fuerzas de seguridad quedó expuesta en imágenes y videos que se viralizaron rápidamente y la indignación colectiva se expresó en una consigna clara: “Todos somos Khaled Said”.
Las primeras manifestaciones en Alejandría fueron potentes y creativas: reclamaban vida, y no más supervivencia. Tomar el espacio público era en sí mismo un acto revolucionario; transformarlo era correr los límites aún más allá.
El 25 de enero de 2011, cientos de miles de personas tomaron las calles de El Cairo, Alejandría, Suez, Port Said y otras ciudades. Inspirados por el pueblo tunecino, que semanas antes se había levantado contra el dictador Ben Ali dando inicio a la llamada “Primavera Árabe”, los egipcios exigían el cese de la violencia institucional y reclamaban la renuncia del Ministro del Interior. La elección de la fecha no era casual: el 25 de enero era el Día de la Policía. Rápidamente las protestas se masificaron convirtiéndose en una revuelta popular que demandaba la caída del régimen.
Luego de 18 días de manifestaciones Mubarak renunció y el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas tomó el poder. Un sentimiento de amarga incertidumbre nos invadió cuando los tanques llegaron a la Plaza Tahrir en el centro de El Cairo y eran vivados por los manifestantes que veían en ellos, a falta de un liderazgo definido, la salvación. Pero las protestas no terminaron el 11 de febrero, continuaron reclamando justicia por todos los muertos, detenidos y desaparecidos de esos días. Hoy, 10 años después, las cárceles egipcias continúan repletas de activistas, periodistas, abogados; los desaparecidos se cuentan por miles y la persecución a toda voz disidente es cada vez más feroz. El régimen tiene otra cara, pero los intereses locales y extranjeros que lo sostienen son los mismos que hace un decenio.
Carolina Bracco es Politóloga y Doctora en Culturas Árabe y Hebrea. Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.