Por Eric Nepomuceno
Leo en todas partes, también en importantes publicaciones del exterior, que el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro ha sido aislado del escenario global, y que eso quedó más que evidente en su paso por Roma durante la reunión del llamado G20, que reúne a las principales economías del mundo.
Bolsonaro retornó a Brasil el pasado martes, pero en realidad fue como si no hubiese viajado.
A veces, la noticia surge con una ligera diferencia: en lugar de decir “aislado”, informa que fue “ignorado”.
Ya con relación a Brasil, por fin se logra lo que Ernesto Araujo, en sus tiempos de ministro de Aberraciones Exteriores de Bolsonaro, preconizó: transformar al país en paria internacional.
Pues no hay lugar a dudas: nos transformamos en parias. Si hasta hace poco tiempo éramos mediadores importantes, especialmente en la política regional bien como en los puentes tendidos hacia África, hoy somos una rotunda y soberana nada.
La política exterior brasileña, reconocida y respetada inclusive en tiempos de la dictadura militar (1964-1985), siempre tuvo como base y respaldo la alta capacitación de los formados por el Itamaraty, como llamamos a nuestro ministerio de Relaciones Exteriores.
A partir del primer mandato de Fernando Henrique Cardoso (1995-1998) el país empezó a ganar peso y espacio en el escenario internacional. Algo se avanzó en su segunda presidencia (1999-2002).
Ya con Lula da Silva (2003-2010), la política externa alzó vuelo solar. Nunca el país se consolidó de tal manera en todo el mundo.
Si con Dilma Rousseff (2011-2016) perdió impulso, eso se debió básicamente a que la presidenta no tenía el carisma, la intuición política y la agilidad de Lula para entrar en acción (la verdad es que nadie en Brasil tiene tales características).
Luego del golpe institucional que la destituyó, el usurpador Michel Temer sintió en la piel cómo era puesto en segundo plano. Pero aun así Brasil mantuvo parte esencial de su peso y de su imagen.
Nada, sin embargo – absolutamente nada – puede ser comparado a lo que se ve hoy con relación a Brasil y, principalmente, con Bolsonaro.
Sus apariciones, sus intervenciones, cuando se trata de política exterior, oscilan entre lo bizarro y lo patético, cuando no grotesco, y siempre con resultados altamente negativos para los intereses de Brasil.
Ahora mismo, durante su inexplicable tour por Italia, hemos visto escenas que ni siquiera el más creativo guionista de películas de humor sería capaz de imaginar. Y en caso de lograrlo, el director las cortaría por exceso de exageración (que valga la redundancia).
Bolsonaro dialogando con el presidente de Turquía, por ejemplo. El brasileño, un tanto ridículo, mintiendo sin límites. Y Erdogan con cara seria, como quien se rehúsa a creer en las dimensiones de la estupidez de su interlocutor.
O Bolsonaro tratando de charlar con los camareros de la mesa de una recepción, lejos de los demás mandatarios. Los camareros lo miran como si se tratase de un infiltrado entre el coctel destinado a jefes de Estado y de Gobierno, cosa que a lo mejor él era.
Las escenas ridículas de Bolsonaro paseándose por las calles de Roma mientras los mandatarios participantes de la reunión del G20 se reunían para diálogos y negociaciones importantes dispensan comentarios. La violencia de su escolta contra periodistas resume lo que le encantaría ver en Brasil.
Conclusión: nunca, ni siquiera en el peor momento de la dictadura militar, Brasil se vio de tal manera aislado en el escenario mundial.
Pero es un error decir que Bolsonaro fue aislado o ignorado tanto en la reunión del G20 en Roma como en la de la ONU en Glasgow para tratar la emergencia climática que amenaza a todos nosotros.
No, no: Bolsonaro fue literalmente despreciado. Y cuando no fue despreciado, hizo el ridículo.
Lo que nadie sabe es cómo será reconstruir la imagen del país en el escenario global cuando semejante bestia por fin dejar el sillón presidencial rumbo a los tribunales.