Por Fabián Restivo
El protagonista de esta nota no aparecerá en la foto. El protagonista absoluto de esta nota no habla. Y no hace falta poner una foto de él. A cambio pondré una foto de su mamá, Leticia Escalante y de la pareja de su mamá, Pablo Ruo, que esta vez sonríen apenas para la cámara y contarán que Ramiro, el protagonista, acaba justo ayer de cumplir dieciséis años. Los mismos años que lleva acostado, mirando, sintiendo, a veces asintiendo y otras percibiendo su entorno. Ramiro, el protagonista de esta nota, es electrodependiente. Casi desde su nacimiento.
Leticia, que ya tenía un hijo de dos años, tuvo a Ramiro en la clínica de Monte Grande, sin malos presagios. Una cesárea controlada y un bolso de ropa para dos días era la previsión naturalmente exacta. Pero Ramiro tuvo una convulsión y desde entones la vida no fue la misma. Leticia estaba sola de pareja y contaba apenas con su madre, que estaba dispuesta a cumplir de buen grado con las tareas de toda abuela: sacarle los mocos con la perita, calcular con el codo la temperatura del agua para bañarlo, enseñarle una vez más a acomodarle la cabecita sobre el hombro para que suelte los gases. Incluso darse a la temeraria habilidad de sostenerle los deditos para cortarle las uñas, y eventualmente llamar a una conocida para que le cure el empacho. Pero no. Ambas tuvieron que aprender a vivir en la inminencia y el terror sin desesperarse para salvarle la vida a Ramiro en cada episodio que su patología le imponía de manera inapelable. Ambas tuvieron que aprenderse de memoria los números de teléfono a los que una tenían que llamar de urgencia, mientras la otra le acaricaba la cabeza a Ramiro cada vez que se cortaba la luz.
En la Argentina hay más de diez mil casos registrados de electrodependientes. Esto quiere decir que hay diez mil familias que viven con el pulso exhausto, los ojos ardidos del insomnio permanente, y el oído atento al sonido de los aparatos, donde la vida de Ramiro late adentro de ese cuarto en su casa de Lomas de Zamora porque “vivíamos Villa Amelia, un barrio carenciado y bravo, donde Edesur no entraba si se cortaba la luz y a donde las ambulancias tampoco llegaban porque era zona roja. Entonces tuvimos que mudarnos para asegurarle a Ramiro, no solo la calidad de vida, sino la vida. En aquella época en el barrio no había asfalto, por ejemplo, y cuando llovía no se podría entrar ni salir”.
Leticia y Pablo ya perdieron la cuenta de las veces que tuvieron que internarlo en terapia intensiva que “nunca son internaciones de dos o tres días. En varias oportunidades fueron meses” en los que ella se queda con su hijo, mientras Pablo va y viene con lo que ella pueda necesitar, siempre atento a las necesidades de Ramiro, lo que le costó que “un día el nuevo jefe del trabajo me dijo que yo no podía cambiar los francos así como así. Le expliqué mi situación e igual me despidieron. El jefe anterior era mas humano, y nunca debí un día de trabajo. Ahora hace ocho meses que estoy desempleado. Pero hay que seguir. Perder no es opción.”
La causa de la electrodependencia de Ramiro es una encefalitis herpética, que a decir de los médicos tiene un curso clínico devastador y un pronóstico potencialmente fatal para lo que “nadie te prepara. Nadie explica. Nadie te contiene. Te dicen que tu hijo va a vivir enchufado y que si convulsiona tenés que ir a la clínica. Cuando se corta la luz y llamás a la ambulancia te dicen que ellos atienden emergencias, no cortes de luz. Tenes que ir aprendiendo de lo que te va pasando. Ante cada cosa accionás, preguntás y vas haciendo. Sacas fuerzas del terror. En aquella época además no existía casi el término electrodependiente y después de estar cuatro meses entubado, salís con una traqueotomía, lleno de requerimientos y lleno de esos aparatos de electromedicina y la realidad es que después de eso no te dan ninguna contención, no es que te dicen ´bueno mamá…te vas a encontrar con esto y tenés que hacer esto otro´. Apenas te enseñan lo básico y que dios te ayude, cualquier cosa venís a control o a la urgencia.”
La falta de contención llevó a varios padres de electrodependientes a juntarse y en el año 2017 tras una larga batalla, la Asociación Argentina de Electrodependientes consiguió una ley que dictaba la gratuidad del servicio eléctrico para las familias que tuvieran esa condición. Eso se sumaba al subsidio por la refacción de las nuevas instalaciones que cada casa debía hacer para poner los equipos, y el compromiso de Edesur y Edenor de garantizar una fuente alternativa de energía en caso de corte, pero en la misma línea de los medicamentos a los jubilados y las medicaciones para cáncer avanzado y enfermedades raras, el gobierno nacional decidió dar de baja los beneficios a casos ya aprobados y revisar hasta la eternidad casos nuevos con la consabida excusa de que hay gente que abusa del servicio y que sin serlo se inscribe, pero “sabemos que eso no es así, primero porque para inscribirte hay que hacer un montón de trámites y comprobantes, y además tenemos registro de los electrodependientes. Todos están documentados y comprobados, y ya hay varios a los que no les fue renovado el permiso ¿Qué va a hacer esa gente, como van a sobrevivir?” y la pregunta, claro, se extiende a su propia vida y a la de su hijo.
Este nuevo estado de cosas, producto de las nuevas líneas económicas del gobierno nacional, propone nuevamente la urgencia de la desesperación que de a poco y con mucho esfuerzo habían sido más o menos superadas. Pero volvió el vértigo del abismo ante el terror de los cortes de luz sin respaldo, o la angustia de unas cuentas de luz impagables.
Ramiro vive hace dieciséis años en una modalidad conocida como internación domiciliaria, con la atención de una enfermera permanente que “a veces son enfermeras y otras, cuidadores, lo que de todas maneras nos lleva a estar atentos todo el tiempo, desde el estado de la traqueotomía hasta su estado de ánimo, y el funcionamiento de los aparatos. Finalmente es una unidad de terapia intensiva en la casa. Esto incluye el cuidado de nosotros mismos. Si vengo con una gripe puedo matar a mi hijo.”
Ramiro y su hermano mayor y su mamá y Pablo, viven rodeados de cosas que están enchufadas: un concentrador de oxígeno, una bomba de alimentación, un aspirador de secreciones, un saturómetro y la fuente alternativa que le da seis horas de electricidad en caso de corte. Y el vértigo. Y los insomnios. Y alguna tranquilidad menuda, a veces.
Desde ahora en ese cuarto, en esa casa y en otras diez mil casas, este verano los días serán más largos. Y más oscuros.