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Opinión del Lector

El arma oculta del Lejano Oriente contra la covid

Julián Varsavsky

Por Julián Varsavsky

Desde la perspectiva confuciana, los occidentales serían muy propensos al individualismo: no sacrificaríamos libertades personales y careceríamos de rigor laboral en favor del grupo familiar, empresarial y nacional. Tampoco resignaríamos demasiado por la salud pública. El uso del barbijo es paradigmático, un objeto occidental adaptado al este de Asia hace décadas. Se usa para autoprotección y al mismo tiempo no contagiar al otro un resfrío: estornudar en público es muy grosero en Japón. Al estallar la pandemia, chinos, taiwaneses, surcoreanos, vietnamitas y japoneses comenzaron a usarlo en masa, la totalidad de ellos. Los primeros días en Corea del Sur hubo que racionar su compra a dos por persona. En Argentina, Brasil, EE.UU y otros ese rigor duró apenas semanas.

En gran parte del Lejano Oriente, salir sin barbijo en pandemia es un imperativo moral: avergüenza. Reina una honda predisposición a comportarse tal como la autoridad del círculo cercano lo espera de uno: “clavo que sobresale se hunde de un martillazo”, dice una máxima confuciana. Pero el martillazo casi nunca llega: la educación cincela antes la conducta. En Corea del Sur, un niño de primaria que hace algo “malo”, a veces es parado por el profesor para que los compañeros lo señalen con el dedo y se rían de él. Así se moldean las sociedades autoreguladas, a un costo social elevado.

Se tiende a pensar que en China hay un Estado potente en autoridad que atemoriza a quien no cumpla una disposición sanitaria. Y es así. Pero los regímenes actuales en Corea del Sur, Taiwán y Japón son más blandos y el autocontrol funciona igual o mejor. Una China democrática a la manera occidental, quizá hubiese dominado igual a la pandemia en los mismos tres meses que el año pasado. Hubo confinamientos en áreas extensas, breves pero rigurosos y el problema se neutralizó. En cambio Japón, Corea del Sur y Taiwán no cerraron casi nada (éste último tuvo solo10 muertos por covid).

El japonólogo Matías Chiappe escribió que, al declararse el estado de emergencia por un mes en Tokio --abril de 2020-- él atravesó el cruce de calles en Shibuya, el más transitado del mundo con 3000 peatones en cinco direcciones. Entre ellos, policías repetían “pedimos muy encarecidamente que regresen a sus casas por el bien de todos”. Casi todos cumplían la amable petición. En Japón se hizo teletrabajo donde fue posible, suspendieron las clases dos meses y no mucho más, salvo pequeños cambios de horario en tiendas y trenes. No hubo multas y la policía no tuvo siquiera posibilidad legal de interceder. El gobierno llamó al jishuku (autocontrol) y nunca llegó la gran ola.

Las placas tectónicas de la geopolítica se reacomodan al ritmo de la pandemia. Una China ya reactivada con un PBI en crecimiento, aduce el “ocaso de occidente”, mientras Europa vuelve a confinarse y América colapsa. El gran enigma es ¿por qué ellos pueden? ¿Por qué necesitamos ser obligados a salvarnos?

Xi Jinping declaró que su éxito en controlar al virus demostraría la superioridad de su sistema de gobierno. Pero el laurel es compartido con los vecinos. La clave es la raíz confuciana de esas sociedades, cuya eficacia fue evidente. La combinaron con vigilancia digital: coerción y consenso. En China hay una APP de descarga voluntaria sin la cual no se puede entrar al supermercado o transporte público (la señal verde indica “covid libre”). Ante 12 casos en la ciudad de Qingdao se hizo un testeo veloz a 9 millones de personas. En Corea del Sur se controla a partir de la tarjeta de crédito y el teléfono: “antes de ser diagnosticado, el paciente 10422 visitó el supermercado Hanaro en Yangjae el 23 de marzo desde 11:32 p.m. a 12:30 a.m. usando barbijo y llegó en su auto”. El trackeo completo de sus 14 días previos --y el de miles de casos-- estaba online: Quienes cruzaron a ese paciente recibieron un mensaje telefónico.

Occidente no encontró otro camino que los laboratorios. El ranking de países con víctimas por millón de habitantes lo dominan Europa y América. El primer asiático allí es Indonesia (puesto 80). Japón ocupa el 93, China el 146 y el penúltimo es Vietnam (152). La causa principal de nuestro fracaso sería de índole cultural: si fallaran las fórmulas científicas, no tendríamos solución a la vista.

La potente efectividad del sentido del deber en la ética confuciana --que sobrevoló al harakiri, los kamikazes y los soldados corporativos del siglo XX-- ha jugado a favor en esos países. Su arraigo es milenario como la aldea arrocera que lo prefiguró con el trabajo comunal. Por eso es tan difícil imitarlos. Sabemos que no hay culturas superiores: si por allá lejos van doblegando al virus, en algún momento lo tendríamos que poder lograr acá. Aquellas son sociedades capitalistas --China más que ninguna-- con una idea de colectivismo distinta a la occidental de comunismo: no se basa en la solidaridad de clase sino en el sentido del deber por cumplir las reglas jerárquicas y mantener la armonía (wa en japonés y datong en chino). Esto no significa que no existan ambiciones particulares y competencia feroz por el dinero, sino que el peso de la mirada del otro es mucho más fuerte.

Sin pretender sopesar cosmovisiones, quedó claro que el punto débil de las sociedades occidentales fue su creciente individualismo en cuatro siglos de capitalismo instrumental, a tal punto que millones de personas confunden políticas de salud con ataque a la libertad. A riesgo de traspolar teorías, se podría decir que en Occidente prima un Superyó laxo y permisivo: su rigor preventivo cae en pocos días. En el este de Asia, el Superyó sería más riguroso a partir de la moral confuciana que emana del grupo. La conducta se rige más por la vergüenza que la culpa: casi nadie osa quitarse el barbijo ni romper las reglas de cuidado colectivo.

Occidente debe lidiar con su inconsciente. Ya Descartes descubrió que los sentidos a veces lo engañaban. Nuestro sistema perceptivo no ve al adversario invisible. Luego de un año, uno va percibiéndose inmune: “si me quité el barbijo diez veces y no pasó nada, podré hacerlo otras más”. El cerebro capta datos: 59.000 muertos. Pero el diablillo del sentido común nos grita al oído: "no te ha pasado nada, no pasará nada”. Así el sujeto va bajando la guardia. Cuesta pensar que la desidia de un sector vasto de la sociedad --jóvenes pero no solo-- dejará de ser la norma ante el tsunami que acecha, si no se lo obliga a cuidarse. Lo contrario profundizaría la tragedia. El mensaje del Estado rebota en mucha gente y la oposición incita a la resistencia civil. El devenir de este pandemónium descansa --en gran parte-- en el compromiso personal, que es a la vez social.

En Rosario, 200 alumnos de medicina formados en plena pandemia y reunidos para la foto, no captaron la necesidad vital de atenuar el individualismo. Los 370.000 muertos en Brasil, 566.000 en EE.UU y 128.000 en Inglaterra, señalan que el mundo occidental necesita --con readaptaciones locales-- absorber algo de la idea oriental de lo colectivo. Curiosamente, al virus se lo derrota en batallas uno a uno, 45 millones de combates diarios con un microenemigo empeñado en perdurar. Para erradicarlo luego de la vacuna, Occidente tendrá que vencer primero a su innato egocentrismo, generando su propio horizonte de supervivencia colectiva.

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