Por Eduardo Aliverti
No hacía falta el escándalo desatado el viernes, al que habrá referencia sobre el cierre de estas líneas, para acordar que hay signos preocupantes en la marcha oficial.
La pregunta, y su complicada respuesta, es qué intensidad se les otorga a hechos en particular y, sobre todo, cómo se los vincula con la caracterización general no sólo del Gobierno, sino de la etapa que vive nuestra aldea y el mundo global.
En orden aleatorio, las vacunas no llegan como estaba previsto; la inflación amenaza con seguir disparándose (el índice mayorista de enero es esperpéntico); la sensación extendida es que se habla más de lo que se acciona, según revela todo diálogo de temperatura callejera, toda inquietud en reserva con funcionarios diversos, todo “apriete” de que basta con el legado amarillo.
Es imprescindible marcar las deficiencias gubernamentales en cualquier aspecto de alerta y urgencia de revisión. Estamos de acuerdo.
Los problemas comunicacionales; la impresión de que hace falta mayor energía dispositiva (como sí ocurrió la semana pasada frente a los formadores de precios, con el símbolo de la Secretaría de Comercio Interior imputando a nombres concretos de especuladores enormes); la imagen, estimulada con deleite en los medios opositores, de que Argentina viene muy atrás en la materia de negociar provisión de vacunas, son un entramado que debe ser prevenido.
Pero la distancia entre eso e inferir que el horizonte es igual a diciembre de 2019; que el cambio no valió la pena; que al cabo se trata de perro idéntico con otro collar, es rasgo de una ansiedad irresponsable que no tiene en cuenta la correlación de fuerzas con el orden establecido.
Fue la propia Cristina (¿se acuerdan?) quien supo decir que, como mucho, dispuso de “no más de un 20 ó 25 por ciento del Poder”.
¿De veras alguien conjetura que con CFK en el ejercicio directo del Gobierno podría haber sido fundamentalmente más audaz en el tira y afloje contra los factores de Poder?
Si así lo fuese, ¿por qué la líder incuestionable de un proyecto o dirección en favor de los más apremiados debería haber recurrido a una movida de ajedrez como la que entronizó a Alberto Fernández?
Cabrá citar nuevamente a Jorge Alemán, que en su escrito de hace unos días en este diario, referido a “las buenas críticas, en la democracia del neoliberalismo”, señala que éste continúa más allá de los gobiernos.
Y acerca de que la derecha, gracias a su control de la realidad, “apenas paga las consecuencias del desastre que ha generado (…) De este modo, el gobierno democrático-popular, en poco tiempo, se mueve en un espacio ultracondicionado”.
Así, “en un tiempo muy breve, surgen las corrientes críticas al interior del propio espacio social del Gobierno”, que debe enfrentar a la ofensiva sostenida de la derecha y, hacia izquierda, “conflictos crecientes que ven en este nuevo gobierno --como no podía ser de otro modo-- una moderación y tibieza que no fue votada, (…) que decepciona, que genera un clima de arrepentimiento”.
Nos conquistaron las cabezas. Nos hacen creer que el futuro no es más que un presente perpetuo de satisfacciones inmediatas. Y es cierto que el gobierno de los Fernández no ofrece en su relato una construcción de eso, de un futuro relativamente mejor, como para estar menos ansiosos.
Sucede que este gobierno es lo que se pudo para sacarse de encima a Macri, incluyendo figuras y sectores no susceptibles de ser estimados como progresistas, peronistas o como se desee llamarlos.
Es ésa una obviedad que, sin embargo, variada o considerable gente “del palo” parece dispuesta a olvidar o minimizar, cuando además apenas transcurrió muy poco más de un año de gestión en marco pandémico universal y con la herencia catastrófica sabida de memoria (que, por lo visto, no quiere decir tenerla presente, o seguir razonándola como nodal).
Si acaso quiere recargárselo con nombres propios también obvios, hay la facilidad de ubicar a Cristina corriendo por izquierda toda vez que corresponda hacerlo; a Massa como el articulador por derecha; a La Cámpora cual reserva de los cuadros más jóvenes, que Kirchner dictaminó decisivos para influir en la dirigencia estatal para meter cuña en un Estado que es de las corporaciones; a los sindicatos y movimientos sociales “administrados” desde Casa Rosada, lo más que se pueda/sepa, entre los equipos “cristinistas” y “albertistas”. Y al Presidente, claro está, en la estresante labor de conjugar tamaña mescolanza de choques y ensambles ideológicos, políticos, de egos, de contradicciones, de un cotidiano agotador.
Porque, a ver si podemos entendernos: que Cristina sea la dueña indiscutible de votos y cariño popular, con una estatura de liderazgo a la que no puede siquiera acercarse absolutamente nadie, está lejos de significar que Alberto, como figura presidencial en un país profundamente presidencialista, sea un convidado de piedra. Ni lo es ni se lo merece, en tanto --y entre otros rasgos-- se midan intenciones.
Discutir si el Presidente es peronista o socialdemócrata resulta un onanismo. Como si en Argentina no ocurriera desde siempre que la socialdemocracia es el peronismo, significado en la distribución más justa del ingreso con carácter capitalista y no en los términos clásicos de la palabra revolución.
Expresado de otra forma y acerca de cómo visualizar la “moderación excesiva” de Alberto, por aquello de querer tener un millón de amigos, de no enojarse con nadie, de no pegar algún golpe sobre la mesa contra las provocaciones y extorsiones de “el campo” y Clarín (sólo por citar), una cosa es apuntar deficiencias severas y otra, más distinta que diferente, es acusarlo por ser lo mismo que Macri.
Si fuera lo mismo que Macri estaríamos ante una tragedia social que terminaría casi inevitablemente como terminó la Alianza de radicales y viudas peronistas, a los solos efectos de sacarse de encima a Menem.
¿Se corre ese riesgo, porque hay peligro de frustración social extendida?
Sí que se corre, por esa angustia del ver resuelto, todo, ahora mismo, o en plazos perentorios, que es constitutiva del triunfante imaginario neoliberal.
Pero que el Presidente haya retrocedido en casos puntuales como el de Vicentin; o que no dé signos claros de avanzar frente al basurero judicial de Comodoro Pro y adyacencias; o que se esté esperando que de una vez por todas haya medidas efectivas contra los sabotajes de esa clase dominante que de intereses patrióticos no tiene un pelo, no puede llevar a la conclusión de que esto es símil domador de reposeras (cuando, para quienes lo pierden de vista, está CFK de por medio).
A valores de hoy, los sectores populares, el conurbano bonaerense donde la gestión de Kicillof en la organización vacunatoria semeja ser menos marketinera, pero infinitamente más eficaz que la del gobierno de Larreta, pintan tenerla más clara que el peronismo o la progresía de academia palermitana; que los afanosos del infantilismo izquierdoide que no disputa poder ni hoy ni nunca, como presumidos césares de la cuadratura del círculo en los foros del periodismo adicto.
Es extremadamente difícil, quizá, encontrar el equilibrio entre un gobierno del que la ansiedad esperaba muchísimo más --suponiendo inexistencia pandémica-- y no hacerle el juego a una derecha despiadada.
Pero lo imperdonable es que haya gente dispuesta a ni siquiera plantearse el desafío de analizarlo.
En ese cuadro cae también lo acontecido por el “vacunatorio VIP”, desatada la competencia para ver quién tiene la verdad más larga.
Que hay una operación porque Horacio Verbitsky tiene de todo, menos un pelo de esa ingenuidad a la que aludió en su defensa laxa, soberbia, empeoradora de lo que hizo; que se cargaron a Ginés, un sanitarista enorme y un ministro que no merecía este final; que por qué el Presidente no tuvo ni tiene la misma premura para proceder contra los aguachentos o inútiles de su gabinete; que Carla Vizzotti no podía no estar al tanto de lo que sucedió a metros de su distancia, y la lista sigue hasta abrumar.
Las teorías conspiranoides fluyen y a “la gente” le encantan porque se siente protagonista de la posta. O simplemente porque se habituó --construcción mediática mediante-- a que no hay deslices en que los gobiernos, cualquiera fuere su signo, terminan jodiendo hacia abajo a través de las prebendas con los amigotes.
De allí en más, el discurso cualunquista de la antipolítica tiene servido en bandeja aprovechar el Poder de que no se crea en nada, como no sea en el Poder antisistémico de los sistémicos por naturaleza.
¿Una operación a costa de incendiarse personalmente? ¿De herir de gravedad una trayectoria impresionante? ¿Irse a vacunar en forma trucha a una repartición del Estado creyendo que nadie buchonearía?
¿En serio se relativiza que hubo una atorranteada injustificable, como si quienes encabezan ser mejores no debieran extremar recaudos demostrativos de que lo son?
La derecha está de fiesta, esta vez no por opereta alguna, sino porque los propios se dispararon a los pies.
La fuerza para recuperarse debería consistir en que montonazo de nosotros que estamos bajoneados, calientes, hechos mierda por esto que pasa, somos muchos más dignos que quienes están festejando.